Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

Trabajar a una velocidad humana

Texto: Ana Marta González. Catedrática de Filosofía y coordinadora de la línea de investigación «Trabajo, cuidado y desarrollo» de la Estrategia 2025 de la Universidad de Navarra. Ilustraciones: Bea Crespo

El crecimiento económico no debería ser un objetivo a cualquier precio. ¿Qué pasaría si más empresas se tomaran en serio la dimensión humana y creativa de su labor?
¿Y si familia y trabajo constituyeran dos polos de un ecosistema? Es posible que haya una forma más humana de organizar el trabajo.


¿Qué es un trabajo digno o, como se dice ahora, decente? Con ocasión del Día Mundial del Trabajo Decente, varios medios de comunicación salieron a la calle y plantearon esta pregunta a distintas personas. Las respuestas recibidas merecen una reflexión. Algunas lo identificaban con un puesto bien remunerado. Otras consideraban también el horario, la seguridad del entorno, y, en general, los derechos laborales. Hasta aquí, todo previsible, en la línea de las orientaciones de la Organización Internacional del Trabajo, de las que se hace eco el objetivo 8 de desarrollo sostenible.

Sin embargo, dos respuestas en especial llamaron mi atención: una chica comentaba con naturalidad que, para ella, un trabajo decente era el que dejaba más tiempo libre y estaba bien pagado; en el otro extremo, un chico afirmaba que el trabajo era digno si tú podías reconocerte en él. 

Si las palabras de la chica escondían una visión más bien negativa del trabajo —fundamentalmente es algo penoso; las alegrías habría que buscarlas fuera—; las del chico parecían apuntar en dirección contraria: en el trabajo existe una dimensión creativa en la que dejamos y desarrollamos algo de nosotros mismos. En ese algo nos podemos reconocer, y nos ofrece una oportunidad de crecimiento personal. Eso sería lo que ante todo se debe preservar en un trabajo decente. 

Resulta revelador de esta doble dimensión que el griego y el latín tengan sendos términos —ponos, ergon; labor, opus— para designar los elementos penosos y creativos de lo que nosotros reunimos en la única palabra trabajo. Si por su aspecto arduo se ha utilizado a veces a modo de castigo, por su faceta creativa contiene un elemento gozoso, que vuelve significativo el cansancio.

El hecho de que el trabajo se encuentre vinculado a la satisfacción de necesidades humanas explica que, en un primer momento, lo consideremos un campo ajeno a la libertad. Por eso Aristóteles lo caracteriza en su Política como «servidumbre limitada». No obstante, y a pesar de su insuperable vinculación con la necesidad, el trabajo humano —no solo los puestos altamente cualificados, sino cualquier empleo— también puede y debe ser un lugar de crecimiento personal.    


Ilustraciones: Bea Crespo

De ordinario, reservamos la voz trabajo para la ocupación con la que nos ganamos la vida, que a su vez no se identifica sin más con el empleo remunerado en una economía formal. En efecto: si podemos afirmar que hay gente con empleo que trabaja poco y otra sin empleo que trabaja mucho, es solo porque empleo es una categoría socioeconómica, mientras que trabajo es una antropológica, que puede considerarse una metáfora de la vida. Según esto, toda nuestra existencia podría pensarse, en un sentido relevante, como trabajo, simplemente porque la satisfacción de nuestras necesidades y deseos no tiene lugar de manera espontánea, sino que exige que apliquemos la inteligencia y la libertad, es decir, que trabajemos. De ahí que nuestra condición humana se encuentre vinculada a lo que la polifacética y controvertida Simone Weil (1909-1943) acertó a denominar «ley del trabajo» en sus primeros escritos filosóficos.  

En todo caso, nuestro propio desarrollo personal depende de la forma de afrontar esa realidad, de cómo la dotamos de sentido. Los mismos tiempos dedicados al ocio y a la fiesta —con los que manifestamos estar de algún modo por encima de la ley de la necesidad— resultarían insípidos y vacíos si no fueran precedidos de un trabajo significativo, si se convirtieran en simple evasión de una experiencia que percibimos como alienante.

A evitar esto último apunta la demanda de un trabajo decente: todavía hoy advertimos que existen empleos en los que el ser humano se desarrolla, y otros en los que no. El crecimiento individual no depende en exclusiva de las condiciones objetivas del trabajo, pero es verdad que algunos planteamientos, situaciones y modos de organizarlo dificultan que la persona encuentre significativa su tarea, que la relacione con el bien social y con el desarrollo de su propia humanidad. 

 

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«Los tiempos dedicados al ocio y a la fiesta serían insípidos si no fueran precedidos de un trabajo significativo»

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EL VALOR NO ES SOLO EL SALARIO

Cuando leemos que Aristóteles asimilaba la ocupación asalariada a una actividad mercenaria, nos sentimos tentados de atribuirlo a una mentalidad antigua y aristocrática. Sin embargo, podemos interpretar sus palabras de otra manera: trabajar solo por dinero, sin encontrar propósito en lo que uno realiza, se aleja de lo que vislumbramos como una labor a la medida del hombre, y, por tanto, de lo que entendemos por trabajo digno. Para los antiguos, actividades liberales como la filosofía, y, en general, lo que podríamos llamar trabajos formativos, tenían sentido en sí mismas; otras, ordenadas a satisfacer necesidades humanas, y que incorporaban conocimientos de otro tipo —como la medicina, la enseñanza o el derecho— se hacían cargo también de valiosos bienes humanos y merecían por ello unos honorarios. Pero unas y otras podían envilecerse si, en lugar de orientarse por el bien propio a cada una de estas tareas, se realizaban solo por dinero. No porque el dinero sea malo, sino porque el bien intrínseco de aquellas actividades —el conocimiento, la salud, la justicia— es más valioso que el dinero que puede obtenerse por su ejercicio. 

Pero ¿acaso en todos los trabajos no está en juego un bien más grande que el dinero? Naturalmente: ni más ni menos que el desarrollo del trabajador. No obstante, allí donde ha prosperado la especialización de tareas, la posibilidad de reconocer una ocasión de crecimiento en cualquier oficio depende mucho del modo de organizarlo. A fin de cuentas, no es igual acarrear piedras que acarrearlas con un propósito. En este sentido, resultan iluminadoras las palabras de Simone Weil en una carta —recogida en su libro La condición obrera— en la que relataba su experiencia en una fábrica en los años treinta del siglo pasado: «Es inhumano: trabajo en serie, a destajo [...] La atención, privada de objetos dignos de ella, se ve constreñida a concentrarse segundo a segundo en un problema mezquino, siempre el mismo, con variantes: hacer cincuenta piezas en cinco minutos en lugar de en seis, o cualquier cosa de este tipo. [...] Pero lo que me pregunto es cómo puede volverse humano todo esto [...] De manera general, la tentación más difícil de rechazar, en semejante vida, es la de renunciar por completo a pensar: ¡sabe uno tan bien que es el único medio de no sufrir!». 

Ha pasado mucho tiempo desde entonces; los esquemas tayloristas y fordistas que dirigían la organización del trabajo en esa época, y que inspiraron a Chaplin su película Tiempos modernos (1936), están superados. La experiencia de Weil es ilustrativa de que, además de los salarios —cuya justicia ella no dejó de reclamar movilizando y secundando diversas reivindicaciones sindicales—, en el ejercicio del trabajo hay otros bienes en juego, de los cuales depende el significado que el trabajo reviste para quien lo desempeña. Weil hablaba de un sentimiento de la propia dignidad que se veía rebajado en esa cadena de montaje: «Me levantaba con angustia, trabajaba como una esclava, preocupada por dormir bastante (lo que no hacía) y por despertarme lo bastante temprano. El tiempo era un peso intolerable. El temor —el miedo— no dejaba de oprimirme el corazón más que el sábado por la tarde y el domingo por la mañana. Y el objeto del temor eran las órdenes». 

 

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«Allí donde ha prosperado la especialización, la posibilidad de reconocer una ocasión de crecimiento en cualquier oficio depende mucho del modo de organizarlo»

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Se comprende que quien tenga una experiencia semejante del trabajo dé una respuesta a la cuestión sobre qué lo convierte en decente parecida a la de la chica que mencionábamos al comienzo: dinero y tiempo libre. De hecho, las observaciones de Weil anticiparon, entre otras cosas, la urgencia de adaptar las máquinas a las percepciones de los hombres, y no al revés; de reconsiderar la diferencia entre dar órdenes a un esclavo y darlas a un subordinado; en definitiva, la necesidad de desarrollar una visión humanista de la empresa, a la luz de la cual todos los implicados en la organización puedan entender la naturaleza y el sentido de la labor concreta que tienen encomendada. 


Ilustraciones: Bea Crespo

MÁS QUE PURA TÉCNICA 

Solo así, en efecto, las tareas particulares a las que aplicamos nuestros esfuerzos dejan de ser aisladas, mecánicas e instrumentales, para volverse una acción significativa, porque pasan a integrarse en una práctica más amplia, en la que uno se involucra junto con otros para sacar adelante un objetivo común, que encuentra sentido a los propios ojos. Solo en este contexto de sentido, el propio esfuerzo se convierte de verdad en trabajo humano, y, por tanto, en un lugar donde el trabajador crece y hace crecer la misma práctica en la que participa. El trabajo se revela entonces como una pieza clave del desarrollo de la persona y la sociedad.

 

Sin duda, el objetivo al que se oriente una determinada organización laboral puede ser muy variado, pero, en última instancia, tiene que responder a alguna necesidad reconocible. Sabemos que el mercado proporciona una medida de la necesidad de un bien o servicio; sin embargo, debemos recordar dos cosas: por un lado, que hay bienes que tienen sentido en sí mismos, antes de ponerse a prueba en el mercado —se han mencionado ya el conocimiento, la salud o la justicia—; por otro, que el servicio que presta una empresa tiene un límite interno en la dignidad de directivos y trabajadores, que han de poder desarrollarse mientras contribuyen al desarrollo de la corporación. 

 

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«Solo en un contexto de sentido, el propio esfuerzo se convierte de verdad en trabajo humano, y, por tanto, en un lugar donde el trabajador crece»

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A este respecto, resulta ilustrativa la experiencia de una antigua alumna que, tras trabajar en varios medios de comunicación, ponderaba las diferencias entre ellos justamente en términos de crecimiento profesional: mientras que en una de las compañías no le prestaban apenas atención —ni reconocían su trabajo ni le corregían posibles deficiencias—, en otra se sintió estimulada a dar lo mejor de sí, a desarrollar su talento creativo, incluso fuera del horario. 

Cabe objetar que no todos los trabajos tienen un componente inventivo tan evidente. Pero una organización que espolea la responsabilidad de sus miembros contribuye a despertar la imaginación y el sentido de pertenencia hasta en las tareas que parecen más rutinarias o anodinas; a pesar de que en algunas de ellas las máquinas puedan, o incluso deban, reemplazar a los trabajadores. En realidad, las máquinas no importan tanto como los argumentos que se esgrimen para introducirlas: sobre todo, en qué medida favorecen o impiden la humanización del trabajo. Si, en lugar de suprimir formas duras de trabajo, la automatización se emplea para externalizar procesos de decisión, limitando la capacidad humana de decidir sobre la propia tarea, o a modo de pura herramienta de vigilancia y control, habría llegado el momento de «repolitizar el futuro del trabajo», tal y como sugiere la investigadora Lauren Kelly en un artículo con ese título, con el único fin de humanizarlo.

 
 Ilustraciones: Bea Crespo

Con carácter general, conviene tener presente lo que, sobre la organización del trabajo, escribía Weil al responsable de una fábrica en la que estuvo empleada: «No puedo aceptar las formas de subordinación en las que la inteligencia, el ingenio, la voluntad, la conciencia profesional no tienen que intervenir más que en la elaboración de órdenes por el jefe, y en las que la ejecución exige solo una sumisión pasiva en la que no intervienen ni la mente ni el corazón; de manera que el subordinado hace casi el papel de una cosa manejada por la inteligencia de otro». 

 

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«Una organización que espolea la responsabilidad de sus miembros contribuye a despertar la imaginación y el sentido de pertenencia hasta en las tareas que parecen más rutinarias o anodinas»

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Poner el foco en el desarrollo de los trabajadores significa asignarles tareas cuyo sentido pueden apreciar, y que pueden perfeccionar con sus aportaciones; significa organizar el trabajo de tal manera que las pautas genéricas recibidas puedan concretarse e incluso corregirse a la luz de la experiencia particular de quien debe llevarlas a cabo. Como apuntaba Leonardo Polo en La interpretación socialista del trabajo y el futuro de la empresa, una división humana del trabajo no puede consentir que unos sean puros directivos y otros puros ejecutores de órdenes ajenas, pues de la experiencia surgen ideas relevantes a partir de las que pueden mejorarse las directivas iniciales.  

En efecto: un trabajo en verdad humano es siempre más que una pura tarea técnica, pues se inserta en un contexto comunicativo, que presenta distintas facetas dependiendo de la naturaleza del trabajo en cuestión. Por eso, para que aporte al desarrollo del trabajador y de la empresa, resulta indispensable la formación humana e intelectual de empleados y directivos. Es hoy más pertinente que nunca para que el crecimiento económico no desatienda otros parámetros humanos.

En última instancia, el trabajo se humaniza en la medida en que contribuye al crecimiento integral de la persona, sin limitarse solo a su dimensión técnico-productiva. En esa línea se pronunciaba en 1970 el venerable José Arizmendiarrieta, tras una larga trayectoria como impulsor de la fórmula cooperativista: «Humanicémonos plenamente, respetemos los cerebros y contemos con los corazones; más técnica pero también más afecto; más exigencia y más corresponsabilidad; más comunicación formal e informal».   

 

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«Un trabajo en verdad humano es siempre más que una pura tarea técnica, pues se inserta en un contexto comunicativo»

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Cuando el trabajo hace crecer, uno va contento a trabajar y eso repercute no solo en el bien de la persona, sino en la misma productividad, hasta el punto de que, efectivamente, resulta difícil decir si un empleado trabaja bien porque está contento o está contento porque trabaja bien. Este círculo virtuoso presenta además la virtualidad de expandirse más allá de la oficina o el taller: a las propias familias, que cooperan de forma indirecta en la marcha de la empresa, por el modo en que sostienen a los empleados.

 

SOMOS RELACIONALES, NO INDIVIDUOS PUROS

Un enfoque íntegro del trabajo humano no puede pasar por alto esta consideración: empleadores y empleados son seres relacionales y tenemos experiencia de que las dificultades familiares inciden de manera negativa en la calidad de su desempeño. Por esta razón, aunque los contratos los firmen individuos, en la práctica no se puede prescindir de sus familias. Trabajo y familia constituyen los dos polos de un ecosistema a través del cual no solo circulan valores instrumentales y monetarios, sino también valores morales y relacionales, que trascienden a la persona del trabajador e influyen en su entorno inmediato. 

Organizar el trabajo de forma humana significa poner en el centro el desarrollo de la persona y favorecer el crecimiento orgánico de ese ecosistema; de ahí que no imponga un ritmo imposible, mecánico, a la producción. La misma antigua alumna que expresaba su satisfacción por su empleo actual manifestaba también ciertos interrogantes a propósito de la carga excesiva: «¿Me estaré convirtiendo en un ratoncillo que corre cada vez más deprisa al servicio de un mecanismo gigantesco que me supera?». La duda se comprende, pero pienso que está fuera de lugar allí donde empleo y familia se conciben como polos de un ecosistema humanamente sostenible, y no como realidades enfrentadas.  

 

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«Trabajo y familia constituyen los dos polos de un ecosistema a través del cual no solo circulan valores instrumentales y monetarios, sino también valores morales y relacionales, que trascienden a la persona» 

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Con todo, la preocupación por un trabajo sin claro rumbo humano se hace eco de una inquietud hoy muy extendida que el sociólogo alemán Harmut Rosa ha condensado en una frase: «Cada vez corremos más para permanecer en el mismo sitio». La aceleración de la vida —de la que se viene hablando desde hace más de un siglo— es la marca de nuestro tiempo, y en lo fundamental se debe a una visión lineal del progreso económico, compatible con que asistamos a periodos cíclicos de recesión. 

La referencia a un crecimiento sostenible trata de superar esa perspectiva. Configurar ecosistemas que, sin renunciar a la expansión económica, sitúen en el centro la dimensión humana del trabajo, constituye una manera orgánica de reconducir el funcionamiento de la economía, para que adquiera una velocidad más humana y sea sostenible también socialmente.