Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Universitarios «pandemials». Una radiografía

Texto: Miguel Ángel Iriarte [Com 97 PhD 16], redactor de NT y profesor invitado de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra

Los campus afrontan un periodo marcado por la incertidumbre. Aunque la tecnología, los directivos y los profesores tienen su parte en este asunto, los alumnos darán la clave con su reacción al nuevo entorno. El tiempo dirá. Mientras tanto, expertos y docentes constatan las diferencias entre los modos de ser y hacer de los estudiantes de cada generación. En este contexto, resulta pertinente detenerse a hacer un retrato —–apoyado en opiniones de pensadores actuales—– de quienes están en las aulas; unas personas que necesitan, por un lado, una cualificación técnica cada vez mayor y, al mismo tiempo, un anclaje en las verdades permanentes que sustentan la actividad universitaria y, en definitiva, la misma vida.


La universidad nunca es un mar en calma. Por su dimensión intelectual y por la búsqueda de la verdad que se marca como fin, es una institución inconformista por naturaleza; continuamente se replantea su quehacer y cómo mejorar su principal aportación a la sociedad: la buena educación de los estudiantes.

En el mundo hay más de treinta mil universidades con unos doscientos millones de alumnos, por lo que cualquier diagnóstico general resulta tremendamente arriesgado. Sin embargo, una mirada a los centros mejor valorados —la mayor parte de ellos pertenecientes al ámbito anglosajón— lleva, entre otras conclusiones, a comprobar dos preocupaciones comunes: por un lado, una cierta crisis de identidad de la universidad, que corre el riesgo de convertirse en un foco de formación técnica y expedición de títulos habilitantes para la práctica profesional; por otro, la percepción de que, año tras año, los alumnos llegan a las aulas con mayores carencias, principalmente por el creciente número de dificultades familiares y por los hábitos nocivos generados por los medios digitales, que impiden la atención y la reflexión. Si el sistema y las personas que están en su núcleo se encuentran como equilibristas sobre el alambre, se comprende la intranquilidad de muchos, como Harry R. Lewis, autor del difundido trabajo Excellence Without a Soul: Does Liberal Education Have a Future? (2007). En él, este profesor en Harvard durante treinta años, máximo responsable de Harvard College entre 1995 y 2003, hace una autocrítica muy tajante sobre la concepción economicista de muchas universidades y su renuncia a la formación íntegra de los alumnos.

Precisamente en la descripción de estos últimos se centra este texto, pues, desde hace años, numerosos estudios han analizado los rasgos de las distintas generaciones de jóvenes —hasta agotar las letras y las etiquetas X, Y, Z, millennials, postmillennials o la más reciente y genérica pandemials— y, junto a algunos rasgos positivos, han subrayado sus dificultades con acentos preocupantes. Además de la consulta de varios trabajos recientes citados en el texto y en un cuadro adjunto, este artículo surge de cambios de impresiones con colegas, asistencia a jornadas de trabajo, horas de conversación con alumnos —especialmente en su primer año de universidad— y la experiencia docente de algunos años, que han ayudado a poner por escrito ideas que llevaban tiempo sueltas en diversos cuadernos.

 

CON GRAN POTENCIAL, INSEGUROS Y FRÁGILES

Técnicamente, el término millennial —generación Y— se reserva, según el Pew Research Center, a los nacidos entre 1981 y 1996. En cambio, los postmillennials —o generación Z— son los llegados a continuación; los primeros nativos digitales, que hoy cursan sus grados. Según el profesor de la Universidad de Navarra José M.ª Torralba, existen diferencias entre ambas generaciones, que se resumen en el sugerente subtítulo del libro más conocido de la catedrática de Psicología y conferenciante Jean M. Twenge: iGen: Why Today’s Super-Connected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More Tolerant, Less Happy (2017). En opinión de Torralba, entre los universitarios actuales se observan algunas paradojas propias de personalidades todavía inmaduras: «Están hiperconectados, pero solos en los momentos decisivos. Tienen ideales, pero fácilmente les paraliza el miedo a fracasar. Muestran una actitud inicial de sospecha, pero están abiertos a quienes les inspiran confianza. Son más receptivos a las experiencias que a los argumentos». El profesor Torralba coincide también con el análisis de Twenge al señalar que «la tendencia a la rebeldía ante lo establecido y el deseo de autonomía frente a la familia y la sociedad, característicos de la juventud en los últimos cincuenta años, está cambiando. Ahora se valora también la protección y seguridad que proporciona el hogar; se interactúa con el mundo a través del smartphone desde la propia habitación; y las redes sociales han transformado radicalmente las relaciones personales».

 

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Todo joven busca modelos en los que inspirarse, pero actualmente es difícil encontrarlos, pues el tejido familiar se ha fracturado y los vínculos personales son débiles o líquidos.

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Generalizando, nuestros universitarios son, sí, idealistas, inteligentes, rápidos, sociables, sensibles a causas justas como el cuidado del medioambiente, solidarios, cultivados en el campo artístico y en los idiomas y, en conjunto, bien preparados para un mundo global. Sin embargo, pueden convertirse en sus peores enemigos por un rasgo que en dosis tolerables siempre ha estado presente entre los jóvenes, pero que ahora tiende a resultar enfermizo: la inseguridad. Lo explica así José M.ª Torralba: «Es llamativa la inseguridad a la hora de tomar decisiones vitales y establecer relaciones amorosas o de amistad. Todo joven busca modelos en los que inspirarse, pero actualmente es difícil encontrarlos, pues el tejido familiar se ha fracturado y los vínculos personales son débiles o líquidos. Cuesta encontrar en quién confiar. Por eso, en la misma persona puede convivir la ilusión propia de la juventud con una sensación de pesimismo o malestar, fruto del miedo a equivocarse o verse defraudado. En este sentido, y aunque no sea la norma, es significativo el aumento de casos de ansiedad y depresión que se ha producido en estas edades».

En efecto, algunos datos sobre la salud psíquica de nuestros jóvenes resultan preocupantes. Según el barómetro del Centro Reina Sofía de 2019, una amplia encuesta realizada en España entre personas de 15 a 28 años, la mitad de ellas reconoció tener problemas relacionados con su salud mental, lo que supuso un incremento de 20 puntos con respecto al último barómetro, de 2017. Un 60 por ciento de los encuestados acudió a la consulta de un psicólogo en 2019; las enfermedades más frecuentes entre ellos fueron depresión, ansiedad, pánico, fobias y alteraciones del sueño; y los síntomas con mayor prevalencia, el cansancio o falta de energía, el sueño y la falta o exceso de apetito. Según esa misma fuente, el suicidio se ha convertido en la segunda causa de muerte entre los jóvenes tras los accidentes de tráfico; de hecho, un 45% de las chicas y un 35% de los chicos reconocieron haber albergado en algún momento pensamientos de ese tipo y un 5,8% tenerlos con frecuencia. Otro dato revelador es el relativo a la soledad: el 41% de los encuestados la sintió ocasionalmente, un 20% con cierta frecuencia y un 21% de manera prolongada o continuada. Y no menos significativo es el apartado del estudio denominado Compensación de Riesgos, que recoge las prácticas que sirven de válvula de escape a los males descritos; así, un 20% de los jóvenes preguntados practica deportes de riesgo, un 14,6% decide emborracharse, un 12,6% recurre al cannabis y un 9,1% da salida a sus dificultades compartiendo fotografías en redes sociales (hace dos años solo un 1,8% decía hacerlo).

 

 

Hay educadores y profesionales de la medicina que hablan de exceso de diagnóstico y de medicalización exagerada pero, con independencia de los matices en las cifras, cualquiera que tenga contacto con personas de estas edades se da cuenta de que su estabilidad psíquica es un factor de una importancia cada vez mayor. Si a esta precariedad psicológica se unen los problemas familiares, en particular la ausencia de la figura paterna, según el profesor Torralba puede darse en nuestros jóvenes un tipo de fragilidad muy específico: «En la figura paterna el niño encuentra —entre otros muchos aspectos— límites a sus deseos, seguridad ante los peligros y confianza en sus capacidades y aptitudes. […] Una consecuencia de su ausencia sería una fragilidad característica de los Z, que no es aquí sinónimo de debilidad de carácter, porque es compatible con ser un joven activo y con ambiciones. Se trata de una fragilidad interior que se manifiesta, por ejemplo, en grandes frustraciones al no alcanzar un objetivo o al descubrir que no se está a la altura de lo que —supuestamente— los demás esperan. Es ilustrativo que algunas universidades empiecen a ofrecer cursos para aprender a fracasar».

Y ahí asoma otra característica derivada del desencanto que parece perseguir a las últimas generaciones: la actitud de sospecha. Así lo explican Jeroen Boschma e Inez Groen en Generación Einstein (2006): «En general desconfían de lo institucional (el Estado, las empresas, la Iglesia), pero también de cuáles son las intenciones de los demás e incluso llegan a dudar de sí mismos: “¿Qué es lo que en el fondo me mueve?”. […] No es raro que, al preguntarles por acciones claramente positivas como el voluntariado, reconozcan haber dudado de si lo que les movía era ayudar al prójimo o simplemente quedar bien o tener la conciencia tranquila. Lo novedoso es que esta sospecha no es fruto de una sana precaución sino que se ha convertido en algo habitual, casi instintivo. Es la actitud inicial en su relación con el mundo».

 

MEDICINA PREVENTIVA

En contraste con la toma de medidas paliativas como la creación de departamentos de salud mental y refuerzo psicológico en algunos campus, autores como Greg Lukianoff y Jonathan Haidt abogan por cambiar el marco de referencia que observan en universidades norteamericanas, que denominan «cultura terapéutica» y que conectan con la hiperprotección de los mayores hacia los jóvenes. En su libro La transformación de la mente moderna (2017), rechazan con fuerza a tres conceptos que consideran tan asentados como nocivos: la fragilidad que se atribuye a la juventud, el razonamiento emocional propio del «Confía siempre en tus sentimientos» y la concepción de la vida como un «Nosotros contra ellos», que puede llevar a negar el diálogo universitario y a la polarización ideológica dentro y fuera de los campus. Nos detendremos en los dos primeros, pues el tercero quizá tenga mayor incidencia —al menos de momento— en universidades anglosajonas, donde la falta de una verdadera libertad de expresión y las «burbujas culturales» constituyen realidades consolidadas en muchos campus.

 

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En una clase de Ética con los Z se pueden oír afirmaciones como: «Es verdad lo que dices, pero no estoy de acuerdo». Inquietante.

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Lukianoff y Haidt en su libro niegan la mayor al señalar con rotundidad que los jóvenes, por definición, no son frágiles. Viven todavía años en los que pueden y deben aprender a manejar sus limitaciones, miedos y presiones: cantidad de trabajo, plazos que cumplir, becas que conseguir o renovar, etcétera. Con una imagen lúcida, afirman que del mismo modo que el sistema inmunológico humano solo se desarrolla cuando tiene que luchar contra enfermedades y agresiones, las personas necesitan oportunidades para aprender, adaptarse y crecer, aunque a corto plazo resulten algo peligrosas o no estén del todo controladas. Distinguen el dolor —enriquecedor para mejorar como personas— del trauma —herida psicológica y término excesivamente empleado—, y animan a abandonar la seguridad como valor supremo.

En ese sentido, estos autores cargan contra la hiperprotección de las familias y de algunos sistemas educativos, que no dejan suficiente margen para el desarrollo de la libertad de los jóvenes; en el caso de las familias, con detalles tan cotidianos como la falta de tiempo para jugar sin la supervisión de los padres o el exceso de actividades extraescolares que saturan los horarios de niños y adolescentes. Y, en cambio, echan en falta una mayor atención de las familias a la dieta digital de los hijos, específicamente en el uso del teléfono y las pantallas, causantes junto a otros factores de una generalizada falta de atención y de un ensimismamiento que llega con frecuencia a lo patológico. De hecho, algunos expertos hablan de los smartphones como «armas de distracción masiva» y la profesora Twenge llama «redes antisociales» a las plataformas que permiten el contacto con personas a miles de kilómetros y, en cambio, recluyen a sus usuarios en sus habitaciones, alejándoles de los más cercanos.

 

 

La prioridad de los sentimientos como barra de medir situaciones y comportamientos también resulta peligrosa según Lukianoff y Haidt. Y no solo para ellos. El reconocido filósofo surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) ha alertado de este punto en varios de sus escritos. En su opinión, es empobrecedor cómo, ante cualquier suceso, para muchos jóvenes es más importante la opinión propia que la realidad; se ha instalado una «cultura del like y del selfie» que lleva a la expansión del yo, al narcisismo y a un mundo sin aristas, donde todo es plano y neutro: «Al infierno de lo igual», dice Han en uno de sus ensayos. Dando un paso más, planteamientos así hacen, según la experiencia del profesor Torralba, que nuestros jóvenes basen también sus valoraciones éticas en los sentimientos, no en la razón: «En una clase de Ética con los Z se pueden oír afirmaciones como: “Es verdad lo que dices, pero no estoy de acuerdo”». Inquietante.

Tras describir con energía y rigor un panorama exigente para todos —jóvenes, familias y centros académicos—, Lukianoff y Haidt concluyen que, para cumplir su misión, las universidades tienen que llegar antes y más a fondo en la educación de los estudiantes; según ellos, deben aspirar a la formación del carácter de los alumnos, completando la dimensión técnica de las áreas de conocimiento con las facetas afectiva y ética que toda acción humana posee y que acercan a una vida lograda o alejan de ella.

 

LA HORA DE LA BELLEZA

Una imagen común para explicar el papel del educador es la del escalador que se enfrenta a un muro vertical aparentemente inabordable; una persona no familiarizada con ese deporte no sabe comenzar ni avanzar; sin embargo, los deportistas y sus entrenadores encuentran en las rocas grietas y salientes que convierten en puntos de apoyo y configuran una línea de ascenso. Concluido el retrato necesariamente impresionista de los universitarios de hoy, parece lógico valorar modos de ayudarles a potenciar sus puntos fuertes y minimizar sus debilidades.Una verdad de Perogrullo pero olvidada en ocasiones es que la mayor parte de los problemas de un estudiante se solucionan… estudiando, dedicando horas abundantes al trabajo y reflexionando sobre cómo mejorar el método de afrontarlo. Además, hay realidades que contribuyen sin duda a la madurez de los alumnos; la opción de Israel —un Estado que se considera a sí mismo en guerra desde su nacimiento en 1948— de que sus jóvenes comiencen los grados universitarios tras realizar el servicio militar obligatorio —tres años para los chicos y dos para las chicas— hace que el aprovechamiento de los estudios superiores en ese país esté por encima de lo habitual. Por otra parte, varios Gobiernos se están planteando un gap year entre el final del bachillerato y la universidad en que los jóvenes viajen y se cultiven culturalmente. Otro grupo de personas que crecen antes lo forman aquellos que compatibilizan estudio y trabajo; sus coordenadas son más claras y su responsabilidad mayor.

 

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La mayor parte de los problemas de un estudiante se solucionan… estudiando, dedicando horas abundantes al trabajo y reflexionando sobre cómo mejorar el método de afrontarlo.

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Por su parte, José M.ª Torralba expresa así su prioridad: «En la educación se podría decir que la nuestra es la hora de la belleza: experiencia de lo noble y lo sublime: arte, naturaleza y vida de las personas». Por la prioridad que muchos dan a lo conmovedor frente a lo racional, la familiaridad de los jóvenes con la belleza les hace más receptivos a nuevas ideas, les abre horizontes y multiplica su capacidad de crecimiento intelectual y emocional. Belleza, en primer lugar, dentro del aula, a través del buen uso del arte retórico por parte del profesor, el empleo del método expositivo más adecuado en cada clase y, en la medida de lo posible, el acceso a obras de arte cuya contemplación facilite la conjunción de todas las dimensiones interiores de la persona. Que para esto —como parece opinar un número cada vez mayor de expertos— sea preferible el recurso a presentaciones multimedia, el fomento de la participación de los alumnos como un fin en sí mismo y el desahucio de la clase magistral implica una postura cuya discusión nos llevaría muy lejos.

Por otra parte, belleza más allá de las aulas. Constituye una experiencia universal que los alumnos, a pesar de sus límites objetivos o subjetivos, responden con entusiasmo y compromiso ante aquello que perciben como bello: son capaces de desarrollar su memoria y su sensibilidad para involucrarse en las artes escénicas (danza, teatro); acuden con constancia a ensayos musicales periódicos; se inscriben como voluntarios asistenciales y de medioambiente si así pueden aportar a mejorar la situación de personas o entornos naturales. Por ejemplo, una de las buenas noticias de la pandemia es el paso al frente dado por muchos jóvenes para dedicar tiempo a distintas tareas demandadas por la sociedad. Como escribía en mayo David Brooks, periodista y columnista del New York Times, en lugar de una postura paternalista con los jóvenes, hay que invitarles a la primera fila, a ser protagonistas y no meros espectadores de sus vidas y de la actualidad mundial: «¿Ha prosperado alguna nación —se preguntaba Brooks— que no haya fomentado en cada nueva generación los hábitos de trabajo, el gusto por la aventura, el sentido del deber y la llamada a ser útiles a los vecinos y al mundo?».

 

 

Por último, como todos, aunque con mayor intensidad, los jóvenes valoran encontrar la belleza encarnada en personas que les acompañen y les guíen en sus años universitarios, que comienzan frente a un cartel de «Bienvenidos» y terminan, metafóricamente, frente a una pantalla de salidas de un aeropuerto con destinos más o menos conocidos. De ahí la responsabilidad de los profesores, que de manera consciente o inconsciente, con su comportamiento y sus palabras, pueden dejar una huella duradera en los universitarios. Como señala Fernando Ocáriz, prelado del Opus Dei y gran canciller de la Universidad de Navarra, en un libro entrevista publicado recientemente: «Es importante tener tiempo para los jóvenes, estar a su lado, darles cariño, derrochar paciencia con ellos, ofrecerles compañía, devolverles la confianza en sí mismos y saber proponerles metas grandes».

 

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Constituye una experiencia universal que los alumnos, a pesar de sus límites objetivos o subjetivos, responden con entusiasmo y compromiso ante aquello que perciben como bello

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En medio de una gran variedad de opciones pedagógicas, potenciada por la migración total o parcial de las universidades a internet, y de abundantes discrepancias al respecto, todos los expertos coinciden en un modelo ideal: el de un maestro sabio, bueno e inspirador que ayuda a un grupo de alumnos a través de explicaciones, preguntas y respuestas a conocer una materia y, al mismo tiempo, crecer en humanidad. Esto nos remonta al diálogo socrático, a la academia platónica y a las primeras universidades, nacidas en catedrales y otros centros cristianos. En la actualidad, y quizá más que nunca, esto mismo necesitan nuestros universitarios: una atención personalizada alentadora y desafiante que les lleve a conocerse, soltar los lastres que probablemente arrastren, tomar las riendas de su vida y disfrutar de una experiencia transformadora durante los años que permanecerán en los campus.

Probablemente los gestores y directivos de los centros calificarán de brindis al sol este paradigma, por su falta de viabilidad económica. Sin embargo, cualquier avance en esa dirección —el diseño de asignaturas donde sí son posibles los grupos reducidos o el desarrollo de instrumentos de asesoramiento personal, por ejemplo— constituye un esfuerzo que, sin duda, vale la pena. Así, no ya el alumnado, sino cada alumno, más allá de generaciones y etiquetas, se situará realmente en el centro de la actividad de la universidad. Y así, esta época de perplejidad ante el futuro se convertirá en una ocasión de crecimiento para todos: universidad como institución, profesores y estudiantes.

Para saber más

 

Harry R. Lewis, Excellence Without a Soul: Does Liberal Education Have a Future? (2007).

 

Greg Lukianoff y Jonathan Haidt, La transformación de la mente moderna (2017).

 

Ignacio Aréchaga, «La crisis de la resiliencia en los campus» (Aceprensa, 22-11-2017).

 

Jean M. Twenge, IGen (2017).

 

José M.ª Torralba, «Postmillennials: claves intelectuales y éticas» (Aceprensa, 9-9-2019).

 

 

 

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