Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

La vida corriente: épica y aventura

Texto Enrique García-Máiquez [Der 92] 

Cualquier visión panorámica de la actual literatura en español se topa, enseguida, con el auge de los diarios personales. El fenómeno, además, está revelándose contagioso y deja sentir su influencia sobre los otros géneros literarios.


El diarismo contemporáneo no tiene interés exclusivo para filólogos y críticos. Su ímpetu es más que una moda. Responde, en última instancia, a unas hondas necesidades del hombre de nuestro tiempo, al que aporta una visión de su vida y de su intimidad que lo fortalecen ante las amenazas sibilinas que nos cercan. 

Antecedentes y precedentes

Ordena el tópico que, cuando se aborda el topos del diarismo en español, lo primero sea hacer constar que es un género que hasta ahora no había tenido predicamento entre nosotros, sobre todo si nos comparamos con Francia o Inglaterra. Uno de los grandes especialistas, Andrés Trapiello, tanto por lo activo (es diarista principal) como por lo crítico, ha tratado de desactivar ese lugar común enumerando antecedentes. Paradójicamente, su minucioso repaso fortalece el lugar común. Nos habla casi siempre de libros marginales en las bibliografías de sus autores, como el de Moratín, que es una agenda social. O de curiosidades, como el de Jovellanos, apuntes de un reformista social. O de diarios vergonzantes, que eso es La novela de un literato, de Rafael Cansinos Assens. O incluso de diarios que solo se han publicado o leído muchos años después, una vez que ha estallado, ya sí, la fiebre: el diario de Foxá, por ejemplo, o el de González-Ruano. Muy significativamente abundan las publicaciones póstumas hasta en el título: Diario póstumo (1972), de Ramón Gómez de la Serna, o Nuevos diarios póstumos (2003), de Max Aub. Una anécdota biográfica de Trapiello se convierte, además, en la prueba definitiva del tardío y difícil afianzamiento de este género. El manuscrito del primer tomo de sus hoy indiscutibles diarios, El gato encerrado (1990), conoció cinco o seis rechazos editoriales. El escritor ha contado cuánto le divirtió la primera negativa, pues hasta entonces ninguno de sus libros en otros géneros la había recibido, pero que, a partir de la segunda, empezó a amohinarse. Se ve qué erizado fue el camino que los primeros diaristas actuales tuvieron que desbrozar. 

Siendo evidente que la presencia de diarios entre las novedades editoriales es un fenómeno de los últimos quince años, antes que argumentar contra el tópico del éxito repentino, tiene más interés indagar en los silenciosos precedentes. Y aquí surge uno de primerísima importancia, que suele pasarse por alto: santa Teresa de Jesús, con El libro de la Vida y Las Fundaciones. Mucho más se citan las Confesiones de san Agustín y los Ensayos de Montaigne; y es cierto que son hitos máximos de la literatura del yo, o sea, de aquella que investiga y descubre la intimidad personal, pero no son diarios. Los libros de Teresa de Ávila, en cambio, lo son según los parámetros actuales: están escritos casi sobre la vida misma, con un lenguaje palpitante, coloquial y de apariencia espontánea, lleno de modismos, jugando con el humor, en un diálogo vivo con el lector, entreteniéndose en la anécdota, entreverando crónica y comentario, discretamente defendiéndose, creando, sobre la marcha, el retrato del escritor. No tener esto en cuenta sería, en primer lugar, la segunda injusticia de bulto del mundo literario con santa Teresa, tras lo poco que se pondera el peso del paso de su prosa en el Quijote. Y supondría perder de vista un ejemplo iluminador de lo que el diarismo es y pretende, y de sus altísimas posibilidades. 

El origen

Juan Ramón Jiménez advertía con la intelijencia que le es propia que los movimientos literarios se cuentan por siglos; y es exactamente la Generación del 14 la que percibe la inquietud intelectual que crecerá hasta la efervescencia actual del diario. Ortega y Gasset, en Meditación del Quijote, ya había alertado de la necesidad del hombre de salvar su circunstancia para salvarse a sí mismo. En Historia como sistema precisa que esa salvación ha de ser literaria: «Se olvida demasiado que el hombre es imposible sin imaginación, sin la capacidad de inventarse una figura de la vida, sin idear el personaje que va a ser. El hombre es novelista de sí mismo, original o plagiario». 

Y en el Prólogo para alemanes remacha: «¡La vida resulta ser, por lo pronto... un género literario!».

La dimensión culturalista la aporta Eugenio d’Ors con su Glosario. Y la poética, Juan Ramón Jiménez con uno de sus títulos esenciales: el Diario de un poeta recién casado (1919). Aunque desconocido hasta los años ochenta, en 1913 comienza Fernando Pessoa El libro del desasosiego, que escribiría hasta su muerte en 1935.

Muchos diarios se escribieron alrededor de la Guerra Civil, aunque solo han llegado a publicarse en fechas muy recientes: los tres tomos fundamentales del chileno Carlos Morla Lynch o Diario de guerra, de Lorenzo Villalonga, entre otros. Los escritores fueron mucho más sensibles al signo de los tiempos que los editores y el público, más lentos de reflejos.

Un hombre de la Generación del 98, Pío Baroja, publica en el otoño de su vida unos tomos de memorias (Desde la última vuelta del camino, 1941, y siguientes) que habrán de ejercer mucha influencia estilística gracias al gran efecto de cercanía y autenticidad que les otorga una prosa desmañada y llena de tics personales. Josep Pla (El cuaderno gris, 1966) reconocerá gustoso esa deuda, con más generosidad que la que se gasta con d’Ors. Pla también debe mucho a la literatura francesa: Joseph Joubert, Marcel Proust, Jules Renard...; y es curioso que el otro diarista aislado de esos años, Jaime Gil de Biedma (Diario del artista seriamente enfermo, 1976), fuera rabiosamente anglófilo. Siendo ambos (aunque más Pla) quienes afianzan definitivamente el género entre nosotros, vemos cómo se injertan aquí, en el momento clave y casi a la vez, las poderosas tradiciones francesa e inglesa. 

 

Leer el texto completo en pdf