Ignacio Peyró (Madrid, 1980) dirige el Instituto Cervantes en Roma después de haber pasado cinco años en la sede de Londres. Le preceden su fama como escritor —Un aire inglés (2017), Comimos y bebimos (2018), Ya sentarás cabeza (2020)...— y como periodista. Fundó el periódico The Objective y colabora en varios medios. Piensa en clave conservadora, cocina con gusto, escribe diarios, se asombra ante la belleza y es un tipo feliz.

El diplomático y escritor Juan Claudio de Ramón, en su libro Roma desordenada, sugiere una secreta simbología que encerraría la barcaccia de la Piazza di Spagna, en Roma. Esculpida en 1627 por Pietro Bernini, una sencilla barca ovalada y semihundida achica el agua para mantenerse a flote, sin terminar nunca de reflotarse ni de hundirse. El monumento que preside la plaza más bella del mundo es una barca metafísicamente atrapada en un naufragio permanente. Como un símbolo religioso que nos eleva en una lucha contra las bravas aguas de la incredulidad. Entre el bullicio de una multitud distraída, ese delicado y dinámico equilibrio desvela, en definitiva, la condición de cualquier mortal: una insuficiencia radical, un anhelo de resistencia pese a tanta fragilidad e ignominia. La fuente nos evoca que las causas nobles se doblegan pero nunca se ahogan, que nada está perdido pese al embate de las olas y la erosión del travertino.

En esa pila bautismal de nuestras fragilidades renueva su fe cada día Ignacio Peyró, periodista, ensayista y actual director del Instituto Cervantes en Roma. Nos citamos a escasos metros de la fontana spagnola a fortalecer nuestra confianza en la bondad de lo humano y la belleza de lo divino. Los libros de Peyró son un caladero donde fondear el alma, hallar raigambre y forjar un carácter. Para este autor, con hechuras de otro tiempo, escribir es adiestrarse en la humildad, es vivir en una vocación de sentido y felicidad que nos hace presente una de las honduras de la vida: la hermosa dignidad que alza nuestro barro a querer y ser queridos. Acabada la conversación, vuelvo con don Juan Claudio a la barcaccia de Bernini a renovar el compromiso de que, pese a todo, seguiremos achicando el agua.

 

Roma nos acoge hoy con una tarde lluviosa, casi inglesa. Esta ciudad es un rapto de belleza y, a la vez, una terca exposición de la falibilidad humana. ¿Puede haber un contrapunto mayor?

Es una ciudad muy misteriosa, difícil de penetrar; ante todo, es una vivencia de la belleza que encontramos en tantos gestos: en lo monumental pero también en la irregularidad de un empedrado, en la huella del tiempo sobre la piedra. Nos habla de la celebración de la belleza: es bueno que lo bello ocupe un lugar central en nuestras vidas porque no todo en este mundo se reduce a lo práctico. Hay algo superior y trascendente. Este es el mensaje que Roma tiene reservado al mundo. Y una envidiable naturalidad para vivirlo. 

Aquí uno recuerda a Roger Scruton: cuando el arte y la religión gozan de buena salud son indisociables. Sin embargo, cuando comienzan a divergir suele ser por culpa del declive religioso. ¿Cómo observa la actual brecha entre religión y cultura?, ¿hay redención posible a esa convivencia?

Existe una relación muy profunda entre belleza y cristianismo; es verdad que en los últimos tiempos esa relación se ha visto desdibujada porque ahora competimos en el gran buffet de las sociedades liberales, donde estás en pie de igualdad con cualquier otro. El fenómeno religioso ha pasado de ser un orden social a una vivencia personal. Se han quedado bellezas por el camino, es cierto, pero también esperas compromisos más conscientes y profundos. El cristianismo no tiene por qué ser triunfal, ni demográficamente impactante; ha habido muchas épocas y lugares en los que no lo ha sido. Hay que ver hasta qué punto lo ilusorio no era lo otro. Religión, belleza: se puede hablar, incluso, de una belleza o sobrecogimiento del Estado, por ejemplo, mientras que la limpieza de un claustro cisterciense es de una economía y sencillez totales. 

«ROMA NOS HABLA DE LA CELEBRACIÓN DE LA BELLEZA: NO TODO EN ESTE MUNDO SE REDUCE A LO PRÁCTICO»

La muerte de Benedicto XVI mostró la talla inmanejable de un hombre sabio y humilde. Usted escribió en El País que Ratzinger supo ver que la cruz de esta generación es el desaliento, y al mismo tiempo sabía de la fe como «el tacto de Dios en la noche del mundo». ¿El genio del cristianismo brilla más en la noche?

No lo sé. En Roma, donde las basílicas victoriosas pueden alzarse sobre catacumbas, es interesante pensar si es así. Pasamos de ser una sociedad cristiana a una sociedad poscristiana donde se encuentran cristianos. Esta secularización tan acelerada me hace pensar hasta qué punto no teníamos más ornamento que raigambre. Volvemos a una situación de minoría, hemos de aprender a vivir con cierta naturalidad dónde se está y qué papel se juega. Muchas veces la explicación queda fuera de nuestro alcance, y con iniciativas ruidosas y voluntarismo no siempre se puede soslayar la tragedia. Si la vivencia del cristianismo siempre ha sido dramática, puede que ahora más; no tanto porque sea perseguido, sino porque importa menos. Hay cierta sordera hacia lo divino y mucha oferta para calmar la sed de transcendencia, una especie de menú hecho por ti mismo donde puedes cuidar de tu espiritualidad sin tener en cuenta la religión. 

Algunos sostienen que en una sociedad poscristiana el futuro de la fe católica dependerá de su habilidad en convertirse en contracultura: pequeñas minorías creativas que sean fermento de salvación. ¿Es posible un cristianismo relevante en un mundo poscristiano?

Yo sólo seré contracultural si me obligan, jamás por mi propia voluntad, al margen de que el catolicismo, en efecto, no es una party mundana. Es importante saber mezclarse y no dejarse reducir. A la vez, hay que saber que en general al creyente se le va a mirar con un punto de orgullo y autosuficiencia, dado el prestigio actual de una sociedad sin Dios: por eso, también importa que haya iniciativas culturales que hagan cada vez más difícil la expulsión del cristianismo de la inteligencia, que es lo que se quiere. Pero el cristianismo debe ver la cultura contemporánea como se ve a sí misma, apreciando su aportación al desarrollo de lo humano. Necesitamos sumar inteligencias y voluntades.

Por sus libros se diría que es usted un tipo feliz. Como escritor, ¿no se avergüenza de serlo?

Eso no significa que sea ajeno a la realidad del mal o su experiencia. Y la literatura está también para decir la tragedia y el dolor y quién lo causa. Pero, quizá por reacción a cierta ñoñería contemporánea muy blandita y dada al autolamento, considero que es importante honrar el escribir como una vocación de sentido y felicidad. No sé si era Wodehouse quien decía que, en tiempos como una guerra, mantener la alegría era una apuesta moral: pues bueno, luego pasa a ser una costumbre. También ocurre que todavía no he tenido que escribir ningún libro a partir del dolor. 

Fotografía: Daniel Ibáñez

Usted se ha formado en las hechuras de los autores clásicos. ¿Qué le ha dado la literatura?

La literatura ha dado matices al mundo, ha ayudado a redondearlo, por así decir; ha dado significado a muchas horas de soledad y, en fin, ha llenado de alegría y de curiosidad el corazón. Al escribir ves cómo te llevó allí el leer, y la propia escritura muchas veces no es más que la lealtad a esa llamada que sentiste una vez. Por supuesto, como imagino que ocurre con todas las vocaciones, uno se está testando de continuo contra su ideal y su límite. Es difícil no pensar cada día que estás traicionando en parte lo que tienes que hacer.

Decía James Boswell que escribir es un afán presuntuoso…

Es probable que la mejor parte de la literatura sea leer, no escribir. Pero —a pesar de la frase de san Boswell— no siempre nace de un exceso. Pensar que se puede escribir por narcisismo es un disparate: yo entiendo que, por narcisismo, uno quiera comprarse un yate de ochenta metros, pero ¿escribir? Ni aunque seas Víctor Hugo: antes al contrario, es un gran adiestramiento en la humildad. Más aún cuando hoy el valor de la escritura tiende a cero: esos libros de presentadores de la tele calefactados de inmediato por cualquier editorial y a la venta en un supermercado... Pero que la escritura goce de menos estima pública no significa que la palabra no importe: al revés, justamente importa más. 

Sorprende que se haya movido antes por los caminos del ensayo y el diario que en la novela. 

Me interesan aquellos géneros que me permiten decir algo sobre la vida, desde algún lugar en concreto: de momento, lo he hecho desde la anglofilia, la comida o los propios diarios. Lo importante es ver dónde está tu distancia, tu mirada, tu voz. La ficción no la descarto en absoluto. 

Copas y letras. Inteligencia y placer. Literatura y periodismo. Hondura y ligereza. El maridaje de conceptos antagónicos es un arte refinado que maneja a la perfección. ¿Qué encuentra en el contrapunto? 

¡La sal de la vida! Al final, el contrapunto busca la armonía.  

«EL CRISTIANISMO NO TIENE POR QUÉ SER TRIUNFAL, NI DEMOGRÁFICAMENTE IMPACTANTE»

La insularidad inglesa es una excepcionalidad de belleza antigua, una tradición de carácter, la cuna de un conservadurismo de autores como Burke, Oakeshott, Disraeli, Scruton... ¿De dónde prende su fascinación por la cultura inglesa?

Inglaterra son tres cosas: libertad, instituciones y literatura. La tradición inglesa ha arraigado unas virtudes que son útiles en el mundo de hoy: un sentido de la tolerancia, una mirada agradecida al pasado, un estar cómodo con la propia historia, un entendimiento muy natural y orgánico de la libertad, un respeto a las instituciones y, además, una cultura muy obsesionada por la palabra, la literatura y la pedagogía clásica. Al menos, hasta la llegada de la contracultura. 

Se dice del carácter que es la manera que tenemos de forjar nuestro destino. ¿Con qué paños de artes y letras ha procurado forjar el suyo?

Yo a mi carácter solo le veo los tachones y las buenas intenciones, y tiendo a descreer de cualquier efecto taumatúrgico de las artes por sí solas; ha de haber un esfuerzo íntimo y decidido. Pero, sin duda, leer cosas buenas ayuda. Decía Brodsky que a un lector de Dickens le resultaría más difícil empuñar un arma contra otro hombre, y algo de razón tenía. Naturalmente, también ocurre todo lo contrario. Y en muchas ocasiones lo crucial —ante las mayores grandilocuencias de la arquitectura, el arte, etcétera— es admirar sin dramatizar. 

Véndame algún consejo británico para superar el emotivismo.

Más ligereza.

La universidad es una de las experiencias más memorables de la historia, y donde las Islas han tenido un protagonismo excepcional ¿Cómo fue su experiencia universitaria?

No especialmente luminosa. Uno tiene que pasar por cierta desorientación en algún momento de la vida y en mi caso se produjo en los primeros años de universidad; todo un shock. Es muy bueno que haya maestros, pero la mayor parte de mi formación fue autodidacta, lo cual tiene siempre sus limitaciones. A la vez, no siento nostalgia de una universidad idílica no vivida. Las propias vidas pasadas hay que aceptarlas como fueron. 

Usted ha sido director del Instituto Cervantes en Londres durante cinco años y ahora lo es de la sede de Roma. ¿Qué tiene España que fuera engendra hispanistas y dentro se repliega sobre sí misma cumpliendo sus peores tópicos? 

Un problema muy nuestro radica en habernos creído la etiqueta romántica que sobre España se generó en el siglo XIX. De pronto, decidimos que nuestro lema existencial era «España es diferente», cuando en el fondo éramos una nación plenamente participante de las corrientes europeas. Abrazamos la idea de ser un país más exótico que bello y culto, como una especie de africanos del norte fanatizados —así nos veían, con esa condescendencia—. Luego, entre nosotros el mito decadente tiene un peso mucho más fuerte que el mito de la grandeza. Y henos ahí: un país más autocrítico que autoexigente.

Fotografía: Daniel Ibáñez

¿Y cómo nos ven desde fuera?

España despierta simpatía, tiene una imagen fuerte, es famosa pero mal conocida. La mirada de hispanistas británicos como Hugh Thomas y John Elliot nos ayudó mucho en los años cincuenta a quitar un cierto sentido de excepcionalidad a nuestra historia. En la década de los ochenta, a partir de la Transición, llegamos a gozar de una bendita normalidad con nuestro pasado, la voluntad de ser un país como los demás. Pero la crisis de 2008 frenó esta tendencia y a nosotros nos resultó muy traumático: perdimos ese impulso y encanto.

En su artículo titulado «Ínsula extraña. Una anatomía del Brexit», recogido en el libro Un aire inglés, advierte de los «venenos retóricos» en el discurso público. En concreto, dice: «La oposición dialéctica stablishment/pueblo, traslación política de una partición previa entre vileza y virtud, no ha hecho sino dar combustible a una suspicacia que corroe los pilares de la confianza que sustenta toda democracia». ¿Estaba hablando exclusivamente del caso inglés?

La única buena noticia es que eso [el populismo] se está desactivando solo. Es muy difícil dar la cara por un statu quo perfectible y mejorable. En cambio, es mucho más tentador hacer tabula rasa y buscar grandes soluciones antes que pequeñas reformas que hagan la vida más agradable a la gente. Como quizá nos fue bien durante una época, hemos pedido a la política lo que estaba fuera de su alcance. Ahora, desengañados, vemos que muchas promesas populistas eran baratijas.

¿Cómo interpreta lo sucedido en España en los últimos años? Crisis económica, territorial y social…

Pienso que éramos o somos una sociedad democráticamente menos sofisticada de lo que creíamos. En cuanto nos han puesto señuelos hemos ido tras ellos con bastante fuerza. Cuando nos ha ido muy bien, nos hemos llenado de balón: enseguida nos fuimos a comprar el coche más caro del concesionario y nos creímos el espejismo. Esta historia nos demuestra que no siempre se aprende de la Historia. Seguimos groguis tras la crisis, sin saber a dónde encaminar nuestros pasos.

«ESPAÑA ES UN PAÍS MÁS AUTOCRÍTICO QUE AUTOEXIGENTE»

En España se siente el despertar de una pluralidad de voces que recelan de cierto proyectismo ideológico y un cierto aprecio por las instituciones, el acuerdo y la comunidad... ¿Debe el conservadurismo ser más propositivo?

En los setenta era muy tentador, y seguramente muy decente, padecer una fuerte curiosidad progresista: ¡signo de los tiempos! En los ochenta no nos hizo falta ser progresistas, no había ya ningún pecado que purgar. Ahora, desde hace unos diez años, hay una mayor conciencia de ciertos excesos programáticos de la izquierda. Es normal que pueda despertar una mirada conservadora. Pero, a diferencia de Inglaterra, que tiene un conservadurismo muy apegado a sus instituciones y a una noción de libertades antiguas, el conservadurismo en España ha sido desde siempre más confesional. El ideal conservador es que una sociedad genere y defienda unos valores por sí misma, sin la necesidad de meterte mucho más allá para errar por el otro lado: si unos quieren «inmanentizar el escatón» [el intento de generar condiciones utópicas en el mundo], tampoco los conservadores debiéramos aspirar, tómese con un grano de sal, a dar a Dios lo que debe ser del César. En general, la situación práctica es la de un partido conservador tan flexible que solo puede aspirar a ser filtro de los excesos ajenos. 

¿Solo a eso? 

Me niego: quizá no estaría mal volver a un conservadurismo de letra pequeña por el que sepamos qué quieren hacer los conservadores en materia de vivienda, o parques, o educación pública, etcétera.

El pensador británico Michael Oakeshott tiene algo que enseñarnos cuando nos invita a «vivir en sintonía con nuestros propios medios, conformarse con aspirar a un grado de perfección acorde a uno mismo y sus circunstancias». ¿Cree que el desencanto social con la política tendrá algo de bueno si deviene en superación de la promesa utópica?

Soy absolutamente escéptico con que vayamos a terminar con la promesa utópica: al contrario, irá a más. El electoral es un mercado de promesas y, en concreto, el progresismo lo que quiere es ir pasando pantallas cada vez más rápido. Y hay algo en el corazón humano que está deseando que le vendan crecepelo.

Un anglófilo en la maquinaria perfecta del barroco

Autodidacta, erudito y diarista de excepción, de Ignacio Peyró (Madrid, 1980) se ha dicho que es el nuevo Manuel Chaves Nogales. Es un prosista capaz de conjugar gastronomía y literatura como Néstor Luján; un periodista de inteligencia analítica y lucidez literaria, en la mejor tradición de Azorín y Josep Pla. Ignacio Peyró saltó a la fama en 2014, gracias a su monumental Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa, donde hizo gala de su desmesura y gusto por la cultura anglófila. Le siguieron otros libros, como Comimos y bebimos (2018), Ya sentarás cabeza (2020) y Un aire inglés (2021).

Ha sido fundador de la sección de opinión de The Objective, ha trabajado como asesor de comunicación y escritor de discursos para Mariano Rajoy y es colaborador de diferentes medios. Dirigió el Instituto Cervantes en Londres durante cinco años y, en la actualidad, lo hace en la sede romana del organismo, desde donde abandera la «marca España» con una intensa actividad cultural e institucional.

Culto y anglófilo, conservador y bon vivant, Ignacio Peyró abandonó la fría y funcional city de Londres para llegar a Roma tras los pasos de Keats, Goethe, Boswell, Shelley, Alberti y tantos otros artistas. La tierra donde florece el limonero es también la maquinaria perfecta del barroco, una terraza soleada desde donde contemplar la centralidad de la belleza. Es la ciudad que se guía por el sonido del agua de sus fuentes, y donde algunos dicen que es tierra propicia para la felicidad. Peyró está notando el efecto Roma.

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