El guerrillero pop

25 de mayo de 2023 3 minutos

Ignacio Uría Biografía

Ignacio Uría (Gijón, 1971) es historiador, periodista y profesor de la Universidad de Alcalá. Estudió Derecho en la Universidad de Navarra y fue editor de Nuestro Tiempo de 2012 a 2018. Colabora con distintos medios en la sección de política internacional. Ha publicado cinco libros y dos centenares de artículos de opinión y divulgación histórica. Lector omnívoro –con predilección por el ensayo y la poesía–, le apasionan el cine, la conversación y los viajes en Vespa, con la que ha recorrido media Europa y el norte de África. 


El Che Guevara siempre vuelve. Esta vez con el estreno de un nuevo (otro) documental y las enésimas declaraciones pirotécnicas de López Obrador, el presidente incontinente (de México), que adora al Che «desde siempre y por idealismo». Nada me sorprende, soy perro viejo y el argentino, un compañero de fatigas vitalicio. 

Hace ya treinta años, se dice pronto, escribí mi primera columna y fue sobre el Che. La publicó El Comercio, «decano de la prensa asturiana», dirigido entonces por Francisco Carantoña, al que conocí poco después en el Café Dindurra. «¿Estudias Periodismo?», me preguntó. «Derecho», respondí sin mirarle, algo avergonzado. «No te apures, yo soy químico y aquí me tienes». 

Tres décadas más tarde, vuelvo a la casilla de salida, a Ernesto Guevara de la Serna, guerrillero dispuesto a morir (y matar) por la Revolución. Un mito imprescindible del siglo XX. Efigie de la cultura popular, rostro en camisetas y tazas de café. Revolucionario amable, líder moral y santo laico del comunismo. «El ser más completo de nuestra época», según Jean Paul Sartre, lo cual no es mucho decir.

La vida del Che es conocida, pero no así sus escritos. En sus diarios, discursos y correspondencia pervive, sin embargo, el verdadero Guevara, sus obsesiones y su carácter. Por eso debemos volver a las palabras del Che. ¿Fue un militar indomable o un homicida cruel? ¿Ambas cosas? ¿Acaso ninguna?

En octubre de 1959, Guevara visitó Santiago de Cuba para reunirse con estudiantes de la Universidad de Oriente, la segunda del país. Ante un auditorio repleto, explicó cómo la política revolucionaria mejoraría la educación superior. En el clímax de su discurso, afirmó con atroz sinceridad: «La vocación personal no cumple un papel determinante. […]. Solo el Estado tiene derecho a elegir qué estudia cada uno, si deben licenciarse diez abogados o cien químicos industriales. Algunos dirán que esto es una dictadura y tienen razón: es una dictadura».

El Che creía en el asesinato como arma política y dejó tal herencia a los terroristas posteriores: de ETA a los jemeres rojos (carniceros educados en París). Guevara consideraba legítimo liquidar a sus enemigos porque «la revolución lo justifica todo». Lo repitió por última vez en 1967, poco antes de morir, en el Mensaje a los pueblos del mundo, donde presagió «un conflicto mundial, largo y cruel, para provocar la destrucción del imperialismo y alumbrar un nuevo orden socialista». ¿Cómo lograrlo? Con el odio: «un odio implacable hacia el enemigo, un odio que impulsa al hombre más allá de las limitaciones y lo transforma en una máquina de matar efectiva, violenta, seductora y fría. [...] Sin odio no hay libertad». Con la dictadura y el odio se educaría al «hombre nuevo». Con la dictadura y el odio se construiría el paraíso. El verdadero revolucionario debía ser un asesino nato, pero también un seductor. Como él mismo. 

Al leer estas palabras uno se pregunta de dónde procede su influencia sobre la juventud izquierdista mundial. ¿Acaso son todos unos fanáticos? Alguien dirá que sí, pero esta respuesta se queda corta. Y después de haberlo pensado durante años he llegado a la conclusión de que procede, a partes iguales, de la desesperación de los oprimidos que ya no saben a quién encomendarse y, también, del atractivo de la personalidad rebelde de Guevara. De su coherencia —feroz— entre vida e ideología, del desprendimiento de los honores, de la cercanía a los pobres y de un afán moralizador irreductible que cree poseer la verdad. Todo eso convirtió al Che en la cuarta espada del comunismo, ejecutor de los delirios de MarxLenin y Mao, pero superior a estos, que murieron en la cama como buenos burgueses. 

Poco antes de ser fusilado en Bolivia, donde lo traicionaron los mismos campesinos a quienes había ido a liberar sin preguntarles, el argentino escribió: «Si avanzo, seguidme. Si me detengo, empujadme. Si retrocedo, matadme». Esta petición le acompañó durante toda su vida revolucionaria y la aplicó a rajatabla con los hombres a su cargo. Por eso tantos murieron a su lado y muchísimos más por imitarlo. Hoy todos duermen para siempre en tumbas olvidadas. A mayor gloria de Ernesto Guevara de la Serna, alias Che. El guerrillero pop.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

¿Son el odio y la violencia consustanciales al ser humano?

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