La brújula perdida

7 de febrero de 2025 4 minutos

Daniel Capó Biografía

Daniel Capó (Mallorca, 1973) es ensayista y editor. Se graduó en Derecho por la Universidad de Navarra en 1996. Sus columnas de opinión aparecen semanalmente en The Objective y en los periódicos del grupo Prensa Ibérica. También ejerce de crítico literario en La Lectura de El Mundo. Desde su fundación forma parte del Consejo Asesor de la editorial Libros del Asteroide


«En los noventa, no pensábamos que la vivienda se convertiría en el gran problema que es hoy ni que el ascensor social se detendría. Tampoco supimos prever el resurgir de los populismos identitarios. ¿Somos mejores o peores que entonces?»

A medida que transcurren los años, se empiezan a cruzar determinadas líneas que nos obligan a mirar hacia el pasado. En mi caso, hace tiempo que dejé atrás aquella mitad del camino que cantara Dante y que nos invita a reflexionar sobre nuestras vidas. ¿Qué queda de los sueños de la juventud? ¿Qué lecciones hemos aprendido de la experiencia? ¿Cuáles han sido nuestros logros y cuáles nuestras decepciones? Por supuesto, cada respuesta es personal, pero hay tendencias comunes

Cuando inicié mis estudios en la Universidad de Navarra a principios de los noventa, España despertaba de un largo letargo. Europa se alzaba como el horizonte prometido de la modernidad: una esperanza y, a la vez, una realidad cercana. La democracia había ensanchado el campo semántico de los derechos, inaugurando una época nueva. Recuerdo bien los titulares de aquellos años: el ingreso en la Comunidad Económica Europea y en la Alianza Atlántica, el éxito mundial de los Juegos Olímpicos en 1992 y la llegada de la alta velocidad a Sevilla. Aunque la corrupción política comenzaba a asomar la cabeza, los fondos comunitarios transformaban la geografía nacional. Las nuevas infraestructuras impulsaban la economía de servicios. Surgieron las primeras multinacionales españolas y la prensa extranjera empezó a hablar del «milagro español». 

Aquel optimismo era contagioso. La moneda única presagiaba el final de los Estados nación: una nueva Europa para un nuevo siglo. La globalización, por su parte, extendería la democracia a todo el mundo, borrando los últimos restos de totalitarismo. Ese era el discurso oficial y ese fue el discurso que muchos nos creímos.

Tres décadas después, el orden internacional ha tomado senderos que nadie supo predecir. Muchos de nuestros anhelos se han desvanecido y aquel suelo que suponíamos firme ha demostrado ser frágil. La historia, lejos de desaparecer, ha regresado con una fuerza que acaba con toda ingenuidad. En los noventa, China salía de un sueño prolongado y el vínculo atlántico parecía indestructible. En 2025, China es un gigante tecnológico que se atreve a desafiar la primacía de los Estados Unidos, mientras que Trump, con sus exigencias a Europa, subraya la inconsistencia de las alianzas tradicionales. 

En aquellos años, no pensábamos que la vivienda se convertiría en el gran problema que es hoy ni que el ascensor social se detendría de forma tan abrupta como ha sucedido. El vigor de las clases medias, que considerábamos el fruto más sólido del estado del bienestar, ha dado paso a una gran fractura cuantificable a nivel geográfico —las ciudades de éxito frente a las regiones que se vacían— y laboral. Tampoco supimos prever el resurgir de los populismos identitarios contra la cultura política del consenso. ¿Somos mejores o peores que entonces? Solo me atrevo a decir que somos distintos.

Ha cambiado, por ejemplo, nuestra orientación: si antes la geopolítica se articulaba a través del derecho y las instituciones, ahora se edifica sobre datos, algoritmos y capacidad tecnológica. La Europa de la posguerra se construyó sobre un edificio jurídico que pretendía impedir el regreso del totalitarismo. La Europa del Derecho se basaba en la división de poderes, el parlamentarismo y el mandato constitucional. Y todavía es así. Pero hoy, si miramos hacia los dos grandes imperios —China y Estados Unidos—, comprobaremos cómo el gobierno de los juristas va dando paso al de los ingenieros. Son dos universos que emplean lenguajes diferentes y que no se sirven de los mismos valores ni comparten un mismo imaginario. Así, mientras la Unión Europea piensa en regular la inteligencia artificial, el gobierno de los ingenieros busca resolver los problemas que causa el diseño defectuoso de alguno de sus programas.

La promesa de aquella época era un futuro que avanzaba sin sombras. El presente, en cambio, se alimenta de un tiempo prestado. Las certezas que abrazamos entonces se han ido difuminando. El reto no consiste solo en interpretar ese atlas de realidades fragmentadas, sino en resituar sus contornos con un código capaz de devolvernos un horizonte. Porque, al final, todo mapa necesita una brújula que nos oriente.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

¿Cómo podemos reconciliar el progreso tecnológico con los valores humanistas que fundamentaron la construcción europea?

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