Entrevista Periodismo Nº 720 Literatura Comunicación
Es una de las voces más respetadas del periodismo hispano. Su último libro, La llamada, reconstruye la vida de Silvia Labayru, exmilitante de la organización guerrillera Montoneros a la que secuestraron, torturaron y violaron en el mayor centro de detención ilegal de la última dictadura argentina mientras estaba embarazada de cinco meses. Leila Guerriero (Argentina, 1967) elige sus temas «por una abstrusa y soberbia necesidad de complicarme la vida, y al final vencer. O no». ¿Y qué es vencer? «Sentir que uno ha podido contar la historia».
Es 1992 y tiene 25 años. En la redacción le han encargado que escriba diez páginas sobre el caos del tráfico en Buenos Aires. Jamás ha preparado un artículo, pero sabe escribir: lo hace desde que era niña. Le gustaba cuando en el colegio le mandaban redacciones. Su imaginación se nutría de los autores que descubría en la biblioteca de su casa, en Junín, una ciudad al noroeste de Buenos Aires: Vargas Llosa, García Márquez, Horacio Quiroga, Rulfo, Edgar Allan Poe, Mark Twain, Harold Foster o Dickens. Su padre, ingeniero químico, le leía historias; su madre, una maestra que nunca ejerció por cuidar de ella y sus dos hermanos pequeños, también.
El editor le ha dado dos órdenes: entregar la nota dentro de dos semanas y leer Crash, la novela de J. G. Ballard, para hacerse con el tono. Lo primero lo cumplirá, lo segundo no: ya la leyó a los trece. ¿Por qué está allí si se había licenciado en Turismo? A los 22 años dejó un relato titulado «Ruta cero» para ver si lo publicaban en Página/30, un suplemento mensual del periódico argentino Página/12, pero al entonces director, Jorge Lanata, le pareció tan bueno que lo llevó a la contraportada. Y la contrató.
Ella no ha estudiado nada de periodismo, pero lo ha vivido. Ha devorado suplementos culturales, ha leído a Rodrigo Fresán, a Elvio Gandolfo, a Martín Caparrós, de quien aprendió que lo mejor de una novela también puede encontrarse en la página de un periódico. Se ha preparado, sin saberlo, para ese momento. Y tiene ganas: se ha comprado una grabadora, ha armado una lista de personas a las que entrevistar, ha investigado durante tres días en el archivo del diario sobre autopistas, accidentes y urbanismo. Es completamente autodidacta y rebosa ese rasgo que a posteriori siempre defenderá como esencial en un periodista: curiosidad, muchísima curiosidad.
Tres décadas después, además de artículos, escribe columnas, crónicas, perfiles. Imparte talleres, concede entrevistas, habla en la radio. Las cabeceras más prestigiosas de España y América Latina cuentan con ella: El País, la SER, La Nación, Rolling Stone, El Mercurio, Piauí, Granta, L’Internazionale... También publica libros de no ficción: Los suicidas del fin del mundo, Una historia sencilla, Frutos extraños, Plano americano, Opus Gelber, La otra guerra… Los aborda como ese primer artículo: desde la más feroz autoexigencia. Escribe, escribe y escribe. Todos los días, salvo en vacaciones. Sale a correr una hora diaria desde hace años, y cuando está bloqueada corre pensando en la escritura.
«LOS ESCRITORES SOMOS TODOS SÍSIFOS SUBIENDO A LA MONTAÑA CON LA PIEDRA; CUANDO RUEDA, LO ÚNICO QUE QUEREMOS ES SUBIR DE NUEVO CON ELLA HASTA LA CIMA»
Su último trabajo, La llamada (Anagrama, 2024), es un retrato de Silvia Labayru, secuestrada, torturada y violada en la Escuela Superior Mecánica de la Armada (ESMA) durante la última dictadura argentina. Labayru tenía veinte años y estaba embarazada de cinco meses cuando la capturaron. Era miembro de Montoneros, una organización guerrillera, e hija y nieta de militares. Dio a luz durante su secuestro y, tras su liberación en 1978, fue sospechosa de colaborar con sus captores para sobrevivir.
La periodista que escribía sobre el tráfico de Buenos Aires comenzó a entrevistarla en 2021, mientras Argentina esperaba la sentencia del primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos contra mujeres secuestradas. Al otro lado del teléfono, Leila Guerriero pide que la llamada no se pase de la hora. A continuación tiene otra entrevista en la radio y no quiere llegar tarde. Llueve de forma copiosa y las calles de la capital argentina están inundadas.
¿Cómo fue la primera conversación con Silvia Labayru?
Informal. Le llevé mis libros, le expliqué quién era, qué había hecho… y Silvia me contó muy espontáneamente su historia. Partió del tema en el que ella se centraba en ese momento, que era el juicio por violencia sexual a los represores. Lo que yo sabía de Silvia era lo que mi colega Mariana Carvajal había publicado en Página/12: su militancia en Montoneros, su secuestro, el parto de su hija Vera en la ESMA, las violaciones… Y cómo la forzaron a hacerse pasar por la hermana de Alfredo Astiz [excapitán de la Marina que hoy cumple cadena perpetua por delitos de lesa humanidad] en aquellos encuentros con las Madres de Plaza de Mayo, que terminaron en uno de los episodios más oscuros de la dictadura, con la desaparición de varias personas. También había leído declaraciones de Silvia en algunos juicios, pero ignoraba mucho de su vida.
¿Cuántas entrevistas hizo para el libro?
Pues tengo el archivo con las páginas de transcripciones aquí delante. [Lo busca]. 1937. Tampoco creo que sea más de lo que hace gente que se dedica al periodismo de investigación o los que han escrito sobre los años setenta. [Sigue buscando algo]. Acá tengo 96 audios, aunque no son solo entrevistas con Silvia. Pero eso no es performático: podés transcribir 1900 páginas y nunca enterarte de nada. Además, hay causas judiciales. Tuve acceso a las declaraciones de Alberto González [condenado por abusos sexuales y psicológicos contra prisioneras del centro clandestino] en el juicio; es una transcripción larguísima de un vídeo, y eso no está contado allí [entre las 1900 páginas]. Hay cronologías, libros, mucho material… Cuando investigo, procuro no dejar nada al azar.
¿Cómo afrontó las conversaciones con Silvia sobre su secuestro?
No son preguntas que vos le puedas hacer así como así a una persona. No soy de esa manera ni estaba allí para entrevistarle a lo bruto. Son temas a los que hay que llegar con tino, con delicadeza, con discreción… Yo siempre me acerco al conflicto tenuemente. Y además me gusta hacer sentir al otro que no estoy solo para que me cuente eso. Evalúo cuál es el tiempo que necesita la otra persona para hablar. Con Silvia Labayru era muy notorio y sintomático que me había interesado por la tortura varias veces y ella no lo registraba. Siempre decía: «Nunca nadie me preguntó por la tortura», y le respondía: «¿Ni siquiera yo?». «No, ni siquiera tú», y quizás el jueves anterior lo habíamos hablado. Hasta que un día me contó con mayor profundidad, pero hasta donde ella quiso.
¿Y las violaciones?
Me explicó hasta donde yo necesitaba saber: quién había sido, dónde, cuál era la situación. No creo que el morbo aporte, pero ella nunca me hizo sentir incómoda. La verdad es que siempre la percepción fue de «Pregúntame lo que quieras». Se va generando una confianza cada vez más clara con la persona que entrevistas.
«Entonces, a lo largo de mucho tiempo, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas. [...] Cada vez que vuelvo a encontrarla no parece desolada sino repleta de determinación: “Voy a hacer esto y lo voy a hacer contigo”. Jamás le pregunto por qué». Este párrafo se repite varias veces a lo largo del libro. ¿Por qué evitó esa pregunta?
Jamás le preguntaría a alguien por qué decidió hablar conmigo. Me parece ofensivo e insolente. En el caso de Silvia, quería dejar en evidencia que, por alguna razón, había decidido hablar con una persona, que era yo, y que jamás le iba a preguntar por qué. Con todo lo mal que lo había pasado con la prensa, con la cantidad de palabras equivocadas, erradas, discutibles, completamente condenables que se habían usado para referirse a todo lo que ella vivió, era una cuestión pertinente para ponerla en la mesa. Pero no siempre que uno hace una pregunta tiene la respuesta ni tiene por qué ofrecérsela a los lectores.
¿En algún momento aparece la opción de la amistad?
Me desorienta el hecho de que tantos colegas me lo pregunten. ¿Cómo te vas a hacer amigo de un entrevistado? Siempre, por supuesto, hay una relación en la cual el otro se va abriendo, pero el oficio periodístico no tiene que ver con hacerte amigo de una persona sino con establecer una relación. Transformarte en un interlocutor interesante para el otro, que sienta que sos un buen receptor de su historia, que puede confiar en vos para contarte determinadas cosas. A lo largo de un año y siete meses, como estuvimos nosotras en relación —de hecho, lo estamos: ahora me acaba de poner un mensaje y tengo que contestarle—, va creciendo el vínculo entre entrevistado y entrevistadora.
«UNA BUENA MIRADA DEBE IR MÁS ALLÁ DE LO EVIDENTE, TRASCENDER LO COMÚN, HACER NEXOS ENTRE COSAS QUE EN APARIENCIA NO ESTÁN CONECTADAS»
Se lo pregunto más por lo cotidiano o los momentos difíciles en los que usted está allí para ella.
Propongo que vayamos a su casa de la infancia, a la ESMA, a encontrarnos con alguien… Pero son todas instancias que uno, como periodista, construye, porque de eso se trata el periodismo narrativo: no es sentarte con alguien y entrevistarle nada más. Después hay que ver vivir a la gente. Es la diferencia entre leer una partitura y ejecutarla. ¿Y cómo podés vos ver vivir al otro? Sugiriéndole cosas que haga a menudo, o ir a sitios que le sean significativos. No soy la primera: si lees El ladrón de orquídeas, no se te pasa por la cabeza que Susan Orlean se hizo amiga del ladrón de orquídeas. Y, sin embargo, lo acompaña a todos lados: va en su camioneta, se mete con él en los pantanos, está en su casa durante días, etcétera. Es lo que nos toca. No se trata de volverse amigo, ni de compartir situaciones cotidianas porque tenemos ganas de… No, no. Hay un plan. Está consensuado con el entrevistado, que sabe desde el comienzo que no solo lo vas a entrevistar, sino que también vas a necesitar a otras personas que lo conocen y a hacer con él una serie de cosas que te permitan encontrarlo viviendo más allá de la entrevista.
¿Cuál fue su proceso de trabajo?
Dediqué dos meses a transcribir y cuatro solo a escribir. El método es el de siempre porque me funciona: reportear, transcribir y sentarme a escribir. En la etapa de reporteo tomo notas de cosas que se me ocurren, por si luego pueden servir, pero, en general, ahí no escribo. Es después. Me encierro casi literalmente: esos meses solo salía a correr y escribía. Creo que fui a cenar afuera con mi pareja el día de mi cumpleaños y nada más.
¿Y el resto de compromisos?
Pues rechacé viajes, entrevistas, clases… Casi siempre me organizo para escribir en el verano argentino por una cuestión lógica: tiene un ritmo muchísimo más calmo, la demanda se aplaca, puedo suspender mis talleres. Todo ese tiempo de encierro lo preparo, para ser muy redundante, con tiempo. No podés sentarte el 1 de noviembre y decir: «¡Listo, ya está, me encierro!», y dejás a la gente esperando lo que le prometiste. Eso también es parte del método.
¿Qué hace cuando tiene todo el material?
Una vez que lo tengo reunido lo releo todo todo todo. Como para meter el tema de vuelta en la cabeza, y después empiezo a pensar cuál es el principio. En cuanto lo tengo, arranca una tarea de picapedrero, de ir avanzando. Algunas partes están más claras, otras más oscuras, vas metiendo información y, a partir de ahí, crecen las versiones, las correcciones, vas puliendo… De eso se trata escribir: de darle y darle, escribir y escribir, encontrar la estructura. Puede resultar complicado, pero también es el motivo por el que hacemos esto.
Ese encierro ¿lo ve como un sacrificio?
Me parece necesario para trabajar. Es pesado: todo el tiempo querés estar haciendo otras cosas. Es mucha soledad la de estar como sin encontrar el camino: ir por aquí o ir por allá. Pero a la vez resolver dificultades nuevas es muy estimulante. En el momento lo padecés, luego llega un punto en el que lo solucionas y es glorioso. Puede ser una vida a ratos muy solitaria, sobre todo en esa fase, pero tiene un final: no soy alguien que se retire a una cabaña en las Montañas Rocosas y no aparece más por el mundo. Lo tomo como parte del trabajo, aunque a veces lo padezca y lo pase mal y haya zozobra. Ojo, cada uno lo hace a su manera; hay gente que escribe con mucho gozo. Con coste o sin él, ninguna persona que yo conozca dice: «Con tal de no pasar por esto, no escribo más».
¿Qué le pareció a Silvia el libro?
Ella no lo leyó hasta que estuvo en la imprenta, cuando ya no se podía tocar nada, que era el pacto. Me hizo una devolución muy generosa. Primero me comentó por WhatsApp que se estaba riendo mucho con el arranque, con la escena de la terraza y los amigos. Después, a medida que avanzaba, me decía que estaba muy conmocionada. Lo leyó muy rápido y hablamos a los pocos días: me contó que le había parecido un trabajo muy serio. Fue una conversación personal, no voy a contar más, pero sí que me transmitió que se sintió respetada y algo que me dio risa: «Me pillaste». Se reconocía en el libro. Que alguien a la que retratas te diga eso es importante. Ves que hiciste bien el trabajo.
¿Y cómo se queda usted una vez que lo acaba?
Cuando algo ocupa tanto tiempo de tu cabeza, de tiempo físico, de tu atención, te deja un poco vacía. Lo que pasa es que este es un oficio que nunca termina. Somos todos Sísifos subiendo a la montaña con la piedra y, cuando rueda, lo único que queremos es bajar y subir de nuevo con ella hasta la cima [Ríe]. Pero nunca registré eso de que pasar de una zona climática de la escritura a otra fuera algo que no pudiera soportar. Me parece que está en la naturaleza del oficio. Al finalizar el libro, me fui a la Costa Brava a escribir sobre Capote [La dificultad del fantasma, un reportaje sobre la estancia del escritor en esta región de España mientras terminaba A sangre fría], después me puse con un perfil muy largo sobre un músico argentino para El País Semanal. Siempre estoy haciendo muchas cosas, pero un proyecto así es muy grande. Te deja una sensación que se repite libro a libro: ¿y ahora qué?
Se ha convertido en una de las firmas más solicitadas. Todas las cabeceras quieren contar con usted y, sin embargo, no estudió Periodismo.
No fue una opción. Ingresé a la universidad el año que se inauguraba la carrera en Buenos Aires y no me arrepiento de no haberla hecho. Yo quería escribir, pero descarté Periodismo porque no me parecía buena idea entrar a una carrera que todavía estaba en desarrollo. La otra posibilidad era Letras, solo que la asociaba demasiado a la docencia, a la investigación o la crítica, y ninguna de las tres salidas me gustaba. Tenía la idea prejuiciosa de que, si iba por Letras, la vida que iba a llevar no iría conmigo.
«UN TEXTO ANODINO NO VA A GENERAR NINGÚN EFECTO DE LECTURA Y, SI EL EFECTO DE LECTURA SE PIERDE, SE PIERDE ALGO DE LA ÉTICA PERIODÍSTICA, QUE ES QUE LA INFORMACIÓN LLEGUE»
Se matricula finalmente en Turismo.
Me encantaba y me sigue gustando mucho viajar. La carrera tenía un montón de asignaturas, una propuesta casi renacentista: estudiabas folclore, tecnología, historia, historia del arte, geografía, idiomas, relaciones públicas, política internacional. Había materias que estaban muy bien dadas y me sirvieron para mi desempeño como periodista. Después nunca ejercí porque es un horror [Ríe]. Adoro a los agentes de viajes porque soy incapaz de comprarme un pasaje.
Empezó en Página/30.
Fue como cuando te abren una puerta, pones el pie y decís: «Voy a hacer todo lo posible para que esta puerta no se cierre nunca». Nadie sabía quién era yo. No tenía un solo amigo entre periodistas o escritores. Solo había publicado un cuento en Página/12. Nunca me lo dijeron, pero había una cierta idea en la redacción de «¿Quién es esta y por qué está acá?, ¿por qué ella sí y otros no?». Era un poco como una paracaidista y desde el principio trabajé mucho para tratar de demostrar que sí podía hacerlo. Tuve la suerte de contar con editores muy inteligentes y muy exigentes. Recuerdo que las primeras veces que le propuse notas a mi editor, o que él me llamaba para sugerirme una, me sentía tensa: «¿Lo podré hacer?, ¿me dará tiempo?». Y eso tarda mucho en irse. Lo consigues con experiencia, con años de trabajo. No me perdonaban cosas porque no fuera periodista, pero creo que también me veían muy absorbente, en el sentido de que todo lo que me decían podía tomarlo rápido y transformarlo en la resolución de un problema en un texto, en un reporteo… Me parece que hubo un respeto ganado ahí.
¿Cómo fue esa primera experiencia en una redacción?
Superestimulante. No paraban de entrar escritores que yo leía y admiraba: Rodrigo Fresán, Martín Caparrós, Alan Pauls, Guillermo Saccomanno. Un día aparecía la historietista Maitena; al otro, Adriana Lestido y Rafael Calviño, dos grandes fotógrafos. Era entre irreal y fabuloso. También me parecía muy atractiva la información cultural que circulaba ahí dentro, las conversaciones políticas y sociales. Día a día ibas sumando una manera de mirar distinta, nueva, a lo que creías que ya conocías. Con Rodrigo Fresán le decíamos Vietnam a la redacción de Página/12. Ese ambiente, tan competitivo, tan esnob, no era para cualquiera. Cruzaban cuchillos por todos lados y a mí me vino bien: en ese lugar te curtías o te curtías. No hablo de maltrato, sino de que la vara estaba altísima.
Dice que el periodismo empieza a ser interesante cuando hay una mirada. ¿Cómo es la suya?
He dado clases de tres horas sobre miradas, pero no podría definir la mía. Es algo que se alimenta, que se construye, con el paso del tiempo, de las lecturas, de las experiencias. Se va haciendo cada vez más poliédrica, más sutil, más compleja. Una buena mirada —y no sé si yo la tengo— debe ir más allá de lo evidente, trascender lo común, hacer nexos entre cosas que en apariencia no están conectadas. Mirar de una manera distinta es un ejercicio casi diario, aunque a veces el lugar más obvio es el indicado. No siempre hay que estar yendo contra la corriente, sino que a veces la intención de ser todo el tiempo original te genera una especie de tic, de impostación, que poco tiene que ver con la originalidad.
La estética es una ética.
Porque lo primero que quieres es que lo que escribas produzca un efecto en quien lo lee, no que cambie el mundo. Para conseguirlo tienes que trabajar con la forma, y en ese sentido la estética es una ética. Un texto anodino no va a generar ningún efecto de lectura y, si el efecto de lectura se pierde, se pierde algo de la ética periodística, que es que la información llegue. Tampoco una cosa se puede separar de la otra, que son los datos. Pero estamos llenos de textos saturados de datos que o te terminan por aburrir, o abrumar, o te dejan completamente adormecido. Porque no tienen ningún tipo de intención desde la forma que te toque, o te indigne, o te haga estremecer.