Explica nuestro filósofo Higinio Marín que el ideal de ocio de los aristócratas atenienses no era un monumento a la pereza, sino la exigencia de que los asuntos más alimenticios no obstruyesen ni la disponibilidad para el servicio de la ciudad ni las perfecciones contemplativas y reflexivas del alma. Conviene recordarlo para contrarrestar la inmensa influencia distorsionada que esa opción preferencial por el ocio de Atenas ha tenido en la historia de Occidente. Coadyuva al malentendido que, desde la maldición del Génesis, los seres humanos han tratado de ganarse el pan con el sudor del de enfrente, como es natural.
Por tanto, entre las dos concepciones del ocio, ha pesado demasiado la liviana. Chesterton se dio cuenta de que, en los mármoles del Partenón y en la escultura griega, hay una elegantísima inmovilidad, incluso de las figuras a caballo o peleando con centauros. Parecen congeladas. Ese prestigio clásico de no dar un palo al agua nos ha calado hasta los huesos. Y ahí tenemos a los hidalgos del Siglo de Oro, de inesperada raigambre griega, como se ve, disimulando el hambre con tal de no doblarla ni a la de tres. O a las ladies and gentlemen de los tiempos de Jane Austen, contorsionando el corazón para acabar casándose con quien les garantizase sus miles de libras de ocio suficiente. Podemos sumar a las contorsiones a tantos contemporáneos que se toman muchos trabajos para no trabajar en sus puestos de trabajo. ¡Qué ímprobos esfuerzos por escaquearse! Son también vestigios de un amor griego al ocio elegante.
¿Merece la pena? Estos últimos, sin ir más lejos, trabajan como chinos en hacerse los suecos. «¿No les resultaría más descansado trabajar bien?», me he preguntado a veces. Y los otros ejemplos generan igualmente dudas. ¿Compensa un ocio, aunque sea ático, sostenido por cientos de esclavos? ¿No habría más dignidad hidalga en no tener que vivir en el disimulo y el embuste? ¿No pensaron los personajes austenianos, tan deliciosos, que, con menos renta y más salarios, podrían haber sido felices y comer perdices también?
La respuesta completa a esa pregunta la da, como siempre, la filosofía. Esto es, como explica Higinio Marín, que el acento hay que ponerlo no en el ocio en sí, sino en aquello trascendente que lo posibilita. Y entonces descubrimos que trabajar mucho y bien permite mejor el descanso bueno. Por supuesto, si es en una cátedra de Teología o Literatura o siguiendo el oficio de tu vocación, las posibilidades son inmensas. Pero sucede en cualquier trabajo.
Con uno honesto, uno puede convertirse en envidiable rentista a tiempo parcial. A mis alumnos de Formación Profesional les animo a echar las cuentas. Empiezan bastante incrédulos de sus posibilidades para ser rentistas, pero enseguida sacamos las calculadoras. Si casi todo trabajador dispone de dos días libres a la semana, multiplicando por dos las 52 que tiene el año, ya son 104 días para su asueto ateniense. Luego, añadamos los veintitrés días laborables —los fines de semana ya están contabilizados— de vacaciones anuales. Se alzan a 127 días de grande de España. Y ahora recordemos que hay catorce fiestas al año. Alguna coincidirá con las vacaciones o los sábados, pero, como también existen los asuntos propios y permisos, podemos compensar y sumar a lo bruto. Nos salen más o menos 141 días de asueto y señorío. Sin contar las horas de auténtico trabajo gustoso que disfrutaremos ni las horas libres que nos dejará nuestra jornada laboral. Arnold Bennett, en Cómo vivir con 24 horas al día, aconsejaba decirse la verdad cuando uno vuelve del trabajo: «No estás tan cansado», y aprovechar también las tardes.
El secreto, con todo, no está en la calculadora. Con ella basta para saber que somos rentistas a medias. Hace falta un paso más: elevarse a mecenas de uno mismo. Concentrar ese tiempo libre en una aspiración de contemplación, de pensamiento o de servicio. Si nos pasamos los domingos durmiendo, remato mi clase, nuestros cálculos jaraneros no sirven para nada.Y nuestro trabajo pierde una razón de ser.