Sigo en Navarra

21 de agosto de 2023 3 minutos

Enrique García-Máiquez Biografía

Enrique García-Máiquez (Murcia, 1969) es poeta y ensayista. Estudió Derecho en la Universidad de Navarra y es profesor en un instituto de secundaria de Puerto Real (Cádiz). Además de en Nuestro Tiempo, donde publicó su primera columna en 2009, escribe también en El diario de Cádiz, El Debate, La Gaceta y la revista Misión. Es autor de ocho poemarios —los más recientes Verbigracia e Inclinación de mi estrella (2022)—, varios libros de aforismos, diarios y colecciones de artículos; y dos ensayos, Gracia de Cristo (Monóculo, 2023) y Ejecutoria. Una hidalguía del espíritu (CEU Ediciones, 2024), que le valió el premio Sapientia Cordis.


«Cuando hemos estado de verdad en un sitio, ese sitio se queda en nuestra biografía y en nuestro futuro, para siempre. Por eso hay que estar de verdad en los mejores sitios»

Cuando visito la Universidad, me asombra descubrir que no me había ido. Una creciente sospecha barruntaba desde Cádiz, pero de vuelta me encuentro conmigo mismo al doblar la esquina que lleva del Central a la Biblioteca, por ejemplo. No se trata solamente de los espejismos de la nostalgia, sino que llevo tanto de la Universidad de Navarra dentro que soy un microcampus andante, esté por donde esté. Kipling tiene un poema en el que habla de que cada tumba de un soldado inglés en el extranjero es un pequeño pedazo de Inglaterra. La idea con el campus es la misma (un campus-santo), aunque prematura. Por ahora prefiero recordar un poema de una joven profesora, María García Amilburu, que me impresionó con viveza en mis días universitarios, y que guardo en la memoria: «No hay ausencia. / Tengo tanto de ti / en mi interior / que estando yo conmigo / tú estás siempre presente». Entonces lo leí como un poema amoroso, probablemente fuese místico, y ahora tiene una lectura de alumni con tanta alma mater en el alma. Son naturalmente tres lecturas compatibles. 

Para no pecar de abstracto, bajemos a lo concreto, sabiendo que cada antiguo alumno tendrá sus retazos dentro. Yo de la Universidad me acuerdo todos los días en pequeños hábitos que adquirí en ella. Hasta llegar, yo me duchaba por las noches, como los niños en edad escolar. En Navarra pasé a la ducha mañanera. Tampoco tomaba café antes de las grandes dosis que me metí entre pecho y espalda en el Faustino. Ahora a menudo me recito los versos al café que escribió un tío abuelo mío:

«Haz promesa formal
de no faltarme en la vida
porque eres una bebida
para mí fundamental».

Otra menudencia: cuando me veía despeñándome escalera abajo, el director de Belagua me preguntaba a qué hora era la clase. Cuando se la decía y comprobaba que justo esa era ya la hora exacta, me recordaba: «El tiempo de desplazamiento existe. No eres puntual por salir a la hora en punto, sino por estar ya allá. Tú no te teletransportas…». Cada vez que salgo escopetado para llegar (tarde) a una cita, resuenan en mis oídos aquellas exactas palabras. Parecen minucias, pero son enormes o, al menos, frecuentes minucias, prácticamente diarias.

También muy frecuentes, otras lecciones navarrenses más profundas. Estudiando Derecho con poca vocación jurídica, se me echaban los exámenes encima. Vivía entonces con placer morboso las noches excitantes de estudio (y café, de nuevo). A aquel trabajo intelectual contrarreloj me aficioné con la misma falta de lógica con la que otros se empeñan en la media maratón o en el ciclismo de montaña. Ahora escribo como mínimo una columna de prensa al día, y aquel gusto por la adrenalina del pensamiento al contraataque viene en mi ayuda. Si me tengo que quedar una noche extraordinaria de trabajo, como casi todas, vuelvo a ser el divertido e irresponsable estudiante de Derecho Financiero tratando de llegar al examen final con los apuntes más o menos leídos. 

Organizar mis días fijando a qué misa iré es eje que me traje de la Universidad. También allí don Juantxo Bañares me enseñó con paciencia los rudimentos de la métrica española. Ahora, cada vez que ponderan mi dominio de la técnica como un valor que sí que tengo como poeta, regreso a aquella noche navarra donde me explicaron con paciencia de artesano los elementales de la cosa. Otra lección imborrable es la admiración. Yo llegué a Navarra con el aura del chico más leído y escribido de mi clase del colegio. La vanidad me duró tres días. En Navarra me di cuenta de lo poco que sabía, de lo mucho que me quedaba por aprender y de la existencia de maestros generosos dispuestos a ayudarme a pasar del estado gaseoso al sólido, sin estancarme en el líquido. Ahí sigo.

Pasamos por muchos lugares, pero lo importante es lo que nos pasa en ellos y lo trascendente es que el espíritu de esos lugares pase a nuestro espíritu y se quede y nos quedemos. Oficialmente soy ya alumni, pero en la práctica diaria, soy un alumno más. Paseo por el campus, vuelvo a las aulas.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

¿En qué nota usted, querido alumni, que no se ha ido del todo de la Universidad de Navarra?

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