Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Islas de libertad en un océano de barro

Texto: Jerónimo Ayesta López [Fia Com 20]  Colabora: María Acebal [Com 19] Fotografía: Archivo Fotográfico Universidad de Navarra

En la Universidad de Navarra los colegios mayores estuvieron presentes casi desde el principio. Los primeros fueron Aralar (1955) y Goroabe (1961), en el centro de Pamplona, y Belagua (1962) y Goimendi (1963) en el campus, junto al Sadar. Después, vinieron muchos otros; el último, Jaizkibel, abierto en San Sebastián en 2016. Algunos alumnos y responsables de aquellos colegios recuerdan la huella que dejó en ellos el tiempo pasado en estos focos de cultura  y convivencia, prolongación y motor de la vida universitaria.


Los de la maleta

 

La quinta entrega de esta serie sobre la historia de la Universidad la protagonizan siete pioneros que residieron en los primeros edificios construidos en el campus, a comienzos de los años sesenta: los colegios mayores Belagua y Goimendi. Todos llegaron en busca de una experiencia universitaria plena y se fueron con la maleta muy cargada.

 

En 1963, el campus es Belagua, Goimendi y algunas piedras del Central. Y barro. Mucho barro. Los colegios mayores aparecen como islas en un inmenso océano sin asfaltar de consistencia terrosa. Esta apuesta formativa de la Universidad de Navarra constituyó mucho más que una solución al problema coyuntural de la residencia de los estudiantes. Suele decirse que el roce hace el cariño y, ciertamente, la convivencia colegial durante esa época en un campus todavía embrionario fue especialmente intensa. Años de amigos, trabajo, ideales y libertad.

Tiene sentido que en el campus se construyeran primero los colegios mayores. Esta institución universitaria conecta con cinco siglos de tradición promoviendo la convivencia culta de estudiantes y profesores. Su clima de apertura contrastaba con los límites a la libre expresión que se respiraba en las calles. De ahí que los colegios no fueran solo islas, sino oasis; lugares sin pensamiento único, llenos de ideas claras y, en ocasiones, de un cierto activismo político.

 

TODOS LOS LIBROS DE MARX

La voz de Lourdes Álvarez de Mon suena decidida al otro lado del teléfono. Soriana, idealista, lectora de Karl Marx. Vino en octubre de 1968 a la Universidad de Navarra a estudiar Filosofía y vivió en Goimendi y en Goroabe. Al principio le asombró  ver tantas personas extranjeras: «En Goimendi había unas quince chicas de Suiza, Japón, China, América Latina. Yo, que venía de una ciudad pequeña, me llevaba muy bien con ellas. Me llamó la atención ver gente que sabía dar razón de sus pensamientos y el ambiente de libertad que noté allí».

Se ve que su talante impresionó a quienes tenía cerca. María Jesús Renedo, entonces directora de Goimendi, recuerda a Lourdes como «una idealista nata, que se metía en todos los líos y revolucionaba el colegio mayor exigiendo justicia». Aquellos eran, sin duda, los primeros albores de su carrera educativa y política: con los años, Lourdes fue catedrática de instituto durante veintiún años y concejal del Ayuntamiento de Palencia. 

 

Desde el principio los colegios mayores potenciaron las actividades deportivas (Goimendi, 1970).

 

Esos cursos en el colegio mayor avanzaron, sí, entre conciertos, tertulias, recitales de poesía organizados por Ángel d’Ors y obras de teatro. Lourdes evoca cómo algunos de los momentos más divertidos en Goimendi sucedieron representando unas versiones cómicas de los diálogos de Platón que había preparado. Se reían. Y mucho. Pero Lourdes pasó ese tiempo, sobre todo, imbuida en el contexto de Mayo del 68, que, para ella, convirtió la vida universitaria en vida política. En Goimendi, eso se traducía en conversaciones acaloradas, pero serenas, civilizadas: «Como éramos tan diferentes, se respetaba que cada una pudiera pensar lo que quisiera. Había total libertad de expresión. Lo que sí procurábamos era ver en qué momento decíamos algo para evitar molestar a las demás o crear tensiones. Yo me traje de Soria libros antifranquistas y todas las obras de Marx. Una de las responsables estuvo en mi habitación y, aunque me explicó que semejante bibliografía podía sorprender a algunas, ni mencionó que no podía tenerlos». 

La inquieta Lourdes no se limitaba a dialogar en Goimendi. Participaba en todas las manifestaciones que se convocaban en Pamplona en las que se reivindicaba la liberación cultural que buscaba. Sin embargo, lo hacía siendo consciente de que la lucha por la libertad no tenía por qué pasar por el rechazo a la religión: «En el campus se respiraba un ambiente tenso: había gente que quería enfrentar alumnos y profesores y criticar a la Universidad. A veces, iba a manifestaciones y me daba cuenta de que gritaban un eslogan que no tenía nada que ver con lo que se había dicho. Entonces, me marchaba porque, aunque me gustaba mucho el espíritu de la revolución, tenía sentido común».

Lourdes cree que este maridaje de cultura, convicciones y sensatez lo logró, en gran medida, gracias a su paso por Goimendi: «Esa es la mejor herencia que me han dejado mis padres. El colegio mayor daba formación sin decir nada; nos proporcionaba un conocimiento de la realidad abierto, crítico y basado en la vida misma y en los comportamientos de las personas tan variadas que teníamos alrededor». 

 

EL MUNDO EN UNA RADIO

Juan José Laborda llegó en octubre de 1964 proveniente de un Bilbao que para él había sido «un campo de concentración ideológico en el que el único sentimiento religioso era el miedo». Y lo que vio en Belagua y en la Universidad de Navarra fue una apertura desconocida. Por eso, afirma con rotundidad que el hecho de que el Opus Dei promoviera Belagua no limitaba la libertad, sino todo lo contrario: «Esta vinculación no era unidimensional, no había un pensamiento único. Yo tuve más oportunidad de formarme en distintos puntos de vista en Pamplona de lo que hubiera encontrado en la Escuela Oficial de Periodismo en Madrid. En Belagua había muchísima pluralidad». 

 

La sala de estudio era uno de los núcleos de actividad en Belagua.

 

Un interesante botón de muestra es lo que sucedió durante la huelga de estudiantes de 1965: «En el salón de actos de Belagua sintonizábamos radios extranjeras para enterarnos de lo que no se sabía en España, porque la información estaba censurada. No sufrimos ninguna represión en el colegio mayor: es más, favorecieron que siguiéramos con detalle lo que contaban Radio París y Radio Londres. Y esto no fue una acción clandestina: lo autorizaron los directores del colegio». 

Pero Juan José Laborda —senador socialista, presidente del Senado entre 1989 y 1996 y actualmente miembro del Consejo de Estado— no vivió sus años de colegio mayor enfrascado en el politiqueo. Sacó adelante sus estudios en Periodismo y, además, tuvo tiempo para participar en celebraciones musicales, practicar su afición al dibujo y, por supuesto, gastar bromas con gran profesionalidad. La payasada más llamativa que recuerda fue la de lanzarse a nadar vestidos por el río Sadar en plena crecida un día de enero en que diluviaba. Laborda y sus amigos llegaron a casa empapados, ateridos y con una sonrisa en los labios. Ante las preguntas de varios residentes atónitos respondieron, simplemente, que llovía mucho.

 

UN CARRITO CON CAFÉ CALIENTE

Madrileña, enérgica, de ideas claras. María Jesús Renedo vino a Pamplona en 1966 a trabajar en la industria farmacéutica, pero la insistencia del profesor Félix Álvarez de la Vega, entonces decano de la Facultad de Farmacia, logró que se dedicara totalmente a la educación universitaria. Una noche de octubre de 1968 entró por las puertas de Goimendi para ser subdirectora. Pero, de golpe y porrazo, fue nombrada directora. Aunque era una novata ante cien residentes, se fue haciendo.

Como Lourdes Álvarez de Mon, Renedo piensa que Mayo de 1968 se notó mucho en Pamplona. Goimendi era un hervidero de vida política: «Cada dos por tres, las colegiales llegaban tarde al comedor y se disculpaban al grito de “Perdona, venimos de la manifestación”». Este clima se llevaba con plena naturalidad: «Teníamos mucho lío. Nos quedábamos esperando por la noche a que vinieran. Las residentes iban a manifestarse y, si las pescaban, las metían en el calabozo dos o tres días. Entonces, la decana del colegio mayor y algunas más les acercaban comida porque allí pasaban hambre. Cuando volvían, las recibíamos en el comedor con aplausos».

 

Las tertulias son momentos de cambio de impresiones con un invitado o entre los colegiales (Goimendi, 1967).

 

María Jesús cree a pies juntillas que un colegio mayor no es solo una opción residencial más o menos agradable: educa. Marije —como la llamaban familiarmente— procuraba formar con cariño, escuchando las confidencias de muchas colegialas, teniendo detalles con ellas. Uno muy sencillo: dejando un carrito con unos termos de café caliente y algo de comer para las largas noches de estudio previas a los exámenes. Renedo perteneció entre 1968 y 1972 a la junta de gobierno de la Universidad como representante de los colegios. «Rectorado se apoyaba mucho en nosotros y nos dejaba hacer porque los directores éramos sensatos y las cosas importantes iban bien». Entonces no había aún vicerrectorado de Alumnos. Tiempo después, en 1986, Renedo lo estrenó y estuvo al frente hasta 1996.

 

SU ALTEZA REAL, EL PRÍNCIPE

Jovial, apasionado del fútbol y muy de Bilbao. Luis Arechederra —conocido con aire cariñoso como Fifo— llegó a la habitación H6 de Belagua Fase 1 en octubre de 1963. Ya jubilado de su cátedra de Derecho Civil y con muchos años en la academia a sus espaldas, Arechederra está convencido de la fuerza formativa de los colegios mayores: «La Universidad de Navarra los comprende como parte de su proyecto educativo. Belagua se entendía como un sitio en el cual se completaba el aprendizaje académico de los residentes». «Conocí a juristas de altísimo nivel: a los abogados del Estado Fernando Castromil y Tomás Santoro y al notario y vicepresidente de la Fundación Bancaria La Caixa Juan José López Burniol. El ambiente cultural y de estudio me llevó a potenciar mis horizontes profesionales. Aquel entorno ayudaba mucho». Su memoria oceánica recuerda también a José Luis Palma, cardiólogo miembro del equipo que trató a Franco en sus últimos días, y al recientemente fallecido Javier Cremades, antiguo rector del santuario de Torreciudad. Además, Fifo tiene grabada una Javierada que hizo con dos novatos «absolutamente extraordinarios»: el catedrático de Historia Contemporánea Ignacio Olábarri y el premio Príncipe de Asturias Pedro Miguel Echenique.

Pero esa vida cultural estimulante que él conoció en Belagua no consistía solo en horas de estudio: aquellos jóvenes vibraban con el nivel de los ponentes que acogía su sala de estar. Fifo recuerda que se fomentaba que por el mayor pasara todo tipo de personas. Sorprende que se denominara familiarmente tertulia a un hecho extraordinario: una multitud de jóvenes escuchando a un profesor en un contexto distendido, en una sobremesa de sopor, cafés y cigarros después de comer. Así se comprende que, en cierta ocasión, el arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oiza, contemplando a las cien personas reunidas en Fase 2, dijese con admiración que aquello no podía llamarse tertulia. En efecto, era mucho más.   

Este estilo de cultivo del espíritu tan genuinamente universitario se daba en una convivencia grata, divertida, entre carcajadas. Esta mezcla se saborea en un recuerdo muy cómico de Fifo: «Se corrió la voz de que, después de Navidad, iba a venir un príncipe de la familia real de los Braganza. Malévolamente, algunos vieron la oportunidad de gastar una broma poderosa. Como, justo antes, se incorporaba un colegial de primero para estudiar Medicina, le propusieron que hiciera el papel de noble y lo presentaron como tal». El nuevo se movió con gran desenvoltura y la ocurrencia resultó creíble. «Todos le rindieron pleitesía y acudieron a una tertulia en la que los más monárquicos le preguntaron por sus sentimientos y le declararon su lealtad. Como se empezaba a comentar el asunto por el edificio Central, el director tuvo que cortar la broma porque estaba llegando demasiado lejos. Sin embargo, eso facilitó que la recepción del verdadero príncipe fuera absolutamente normal».

Junto a este clima de cultura y buen humor, Fifo destaca la absoluta libertad en materia política y religiosa. En Belagua se impartía formación cristiana, pero todos eran conscientes de que se fundamentaba en el ambiente de alegría de la casa: «Para quien vive en un colegio mayor, ni lo universitario, ni lo cultural, ni lo religioso será nunca extraño. Se siente tocado por esas ideas. Se trata de un estilo global de corte universitario. La convivencia de Belagua —concluye Arechederra— nos civilizó políticamente».

 

CAFÉ EN LA VENTA DE ANDRÉS

El medio fundamental a través del que los colegios mayores transmiten su ideal formativo y universitario es el día a día. José Antonio Riestra, sacerdote, especialista en cristología, que vivió en Belagua entre 1962 y 1964, guarda recuerdos de la más bella cotidianidad de aquellos años. Solo había un lugar cerca del campus donde podían tomar algo: la venta de Andrés. En aquel mesón rústico, solían disfrutar de un café después de comer y, sobre todo, de unas copas de coñac al caer la noche. Pero realmente no era el único bar frecuentado por los colegiales. Las clases en el centro de la ciudad constituían una gran oportunidad para inspeccionar a conciencia la hostelería pamplonesa: «Por la mañana, todo el mundo cogía el autobús: unos, a la Cámara de Comptos; otros, al Museo de Navarra. Esto tenía un aliciente, que era la vuelta. Para ir a Belagua, había que atravesar el paseo Sarasate, y esa zona estaba llena de bares. Así, la ausencia de lugares de esparcimiento junto al campus se suplía con el llamado vía crucis Las Siete Estaciones». 

El proyecto educativo de Belagua se realizaba entre autobuses, bares y copas de coñac. Pero en esta enumeración falta un protagonista que definió el espacio de aquella época: el barro. Cualquier expedición a pie que pretendiera salir del campus suponía casi una excursión: «Al no haber camino asfaltado como el que sube ahora a la ermita, y como llovía con bastante frecuencia, a los colegiales nos reconocían por los zapatos embarrados».

Cuando se le pregunta por alguna impresión general de esa época, Riestra se refiere a sus compañeros: «De Belagua, mi mayor recuerdo son las amistades. Muchas han perdurado a pesar de los años sin vernos. Quizá es porque el primer curso fue peculiar. Estábamos solos en medio del campo: ¡no había nada! Cuando se puso en marcha el Central, se empezó a notar un poco de afluencia de gente. Ese aislamiento inicial contribuyó a que hiciéramos muy buenos amigos».

 

Residentes de Belagua atentos a la actividad nacional e internacional.

 

EN CASA EN ZAPATILLAS

La Universidad de Navarra no nació como una institución española para españoles. Desde el principio, tuvo incrustada la internacionalidad en su ADN. Y los colegios mayores no fueron ajenos a esta realidad. En 1963, llegó a Goimendi la primera mujer india que estudió en el campus. Tras licenciarse en Medicina, se especializó en Ginecología y luego defendió su tesis doctoral. Permaneció allí hasta 1967. 

Con un español oxidado por el tiempo pero afincado en el corazón, Josephine Kunnacherry rememora sus años en Goimendi: «Tengo muy buenos recuerdos. Como yo era de fuera, todas me ayudaban, y las de Pamplona me invitaban a sus casas. Los profesores eran muy cariñosos. Durante el primer curso don Eduardo Ortiz de Landázuri me invitó a comer con su familia; conocí a sus hijas Laura, María Luisa y Lupe. Todos eran muy acogedores conmigo y muy pronto me sentí en casa. Con frecuencia, los estudiantes extranjeros tomábamos café en Faustino con don Ismael». 

En Goimendi, a Josephine le mostraron la importancia de ayudar a los necesitados. A través de visitas a personas pobres, dar clases a niños y colaborar en proyectos sociales en los pueblos, tocó el sufrimiento. Ese es, seguramente, el fruto más sabroso de su paso por Goimendi: «Pensar en los demás». Y la semilla puesta durante su periodo universitario germinó. Ahora, Josephine trabaja en Delhi con diferentes ONG y con ella colaboran más de cien voluntarios jóvenes, provenientes de diversos niveles sociales, algo muy complicado en ese país. 

 

CIEN JÓVENES EXPLOSIVOS

Rafael Navarro-Valls es catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. Murciano, con esa elegancia en el hablar y en el escribir tan propia de algunos juristas. Llegó a Belagua Fase 1 en 1963 como subdirector y, posteriormente, sustituyó como director en funciones al latinista Agustín López Kindler.

Lalo, como era conocido en Belagua, entiende que la Universidad de Navarra optó por un modelo residencial, en el que haber pasado por un colegio mayor o un piso tutelado por estos constituía un elemento esencial en la formación de los estudiantes: «Los colegios mayores hacían de motor de aspectos que no se podían lograr totalmente en las facultades y escuelas: culturales, deportivos, convivenciales, espirituales».

Aunque Navarro-Valls admite que la vitalidad y los estados anímicos de más de cien residentes pueden agotar a quien tiene que dirigir el mayor, está convencido de que vale la pena trabajar para ensanchar los horizontes de los jóvenes: «No sin razón decía el científico del siglo XVII Niels Steensen: “Bellas son las cosas que se ven, más bellas las que se saben, pero las más bellas de todas son las que se ignoran”. Descubrir a los residentes la bondad y belleza de todo lo que ignoran requiere capacidad de transmitir, cercanía; en una palabra: esfuerzo». La razón de las dificultades de esta labor educativa estriba, para Navarro-Valls, en que «administrar la libertad de sujetos jóvenes, audaces y algo explosivos no suele ser fácil porque un chico de 19-23 años no suele mirar los acontecimientos desde el mismo punto de vista de quienes ejercen la autoridad. Por eso, el buen humor es necesario para lograrlo». 

Pese a que fueron momentos exigentes, Navarro-Valls cree que su paso por Belagua le aportó un bagaje fundamental: «Me enseñó que muchas veces el bienestar de una comunidad es producto de pequeños detalles que juegan un papel notable en los acontecimientos diarios. Para mi posterior destino profesional —la cátedra— me ayudó a entender la vida universitaria y la misión del profesor hacia el alumno: despertar, primero, su atención, luego su confianza y finalmente su fervor».

Vida universitaria, asombro, afán por saber. Durante aquellos años, los colegios mayores lograron una atmósfera única fraguada entre libros de Karl Marx, radios internacionales, carritos con café caliente y alguna copa de coñac. Y barro. Muchísimo barro. 

 


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