Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Sin cables en la selva peruana

Texto y fotografía Asier Solana [Com 09]

Hace un año, un sacerdote misionero le propuso ser periodista en Radio Sepahua. Allí se encuentra desde agosto realizando labores de voluntariado. 


Río Urubamba [Perú]. Me encuentro de viaje. Hace tres días que salí de Sepahua, donde trabajo como voluntario en la emisora radial de una misión. Estas jornadas ocupo mi tiempo en surcar río arriba el cauce del Urubamba, un afluente del Amazonas, con la intención de llegar a una pequeña ciudad de ocho mil habitantes llamada Quillabamba (llano de la Luna, en quechua). Los dominicos fundaron allí una radio hace cuarenta años, de cuya experiencia espero aprender algo.

Anoche descansé en Camisea, una pequeña comunidad nativa de cuarenta familias de etnia machiguenga, famosa por ser el centro de operaciones en plena selva de un mastodóntico proyecto extractivo de gas natural, conocido como Lote 56 o simplemente Gas de Camisea. Dicho sea de paso, una actividad que les reportarán a estas familias millones y millones; de los cuales han recibido sólo una parte mínima, aunque suficiente como para sacar adelante algunos proyectos, como tender cable que les dé suministro eléctrico veinticuatro horas al día. Pero hace cinco días, unas lluvias “como no se habían visto en ocho años”, según los lugareños, y la siguiente crecida del río derribaron dos postes del tendido. A oscuras de nuevo. Por suerte, un bote llegó dos horas después del mío a Camisea, en esta ocasión transportando combustible. Motor encendido en la comunidad y luz de nuevo.

Aun así, por más que ayer pude disfrutar de luz eléctrica hasta las once, la única conexión a Internet en esa población no funcionaba. En un alarde de generosidad, la suerte se alió conmigo y, tras semanas con la conexión interrumpida, el técnico especialista en la materia llegó a este lugar del Bajo Urubamba. Miguel Reátegui, así se llama. Él es el hombre que necesitas si quieres tuitear entre monos, tucanes y víboras.

Después de cenar un caldo de gallina, con gallina incluida (un lujo), Miguel se puso manos a la obra y en un cuarto de hora ya había restablecido la conexión satelital a Internet. Yo, que estaba acogido por el dueño de esa única conexión, tuve la sorpresa de probarla cinco minutos, abrir mi bandeja de entrada y conocer, gracias a uno de sus mensajes, la propuesta de escribir esta carta. También pensé lo difícil y casual que fue conectarme un momento con el mundo en un lugar que no existe para nadie, excepto para las multinacionales. No una, sino tres operan en la zona; desde hace siete años que el grifo del gas alimenta las calefacciones de Lima sin parar.

¿Qué es Sepahua? Como decía, en Camisea sólo estaba de paso. El verdadero lugar desde el que debería escribir esta carta se llama Sepahua, que me recuerda a un poblado del viejo Oeste: de reciente creación, casas de madera, calles de tierra, población llena de inmigrantes buscafortunas, frecuentes conflictos personales y políticos por negocios. Además, tiene suministro eléctrico quince horas al día, y acceso fácil a Coca-Cola y cerveza. Pero no pregunte usted por el agua potable, sería embarazoso responder. Aunque han puesto la primera piedra de un proyecto que costará 10 millones de soles (3 millones y medio de euros) para traer saneamiento a 3.500 personas. Financiación que, por supuesto, llega de lo que las multinacionales petrolíferas pagan en concepto de regalías.

Sepahua está más allá de lo que antiguamente fue el penal del Sepa, una cárcel natural donde desterraban a los criminales más indeseables. En ese lugar más allá del fin del mundo vive un misionero navarro, de la Ultzama, llamado Javier Ignacio Iráizoz, que hace diez años tuvo la idea de poner una emisora, «Radio Sepahua»; así ayudaba a las comunidades a tener conexión con su entorno, y transmitir las palabras de quienes necesitaran hacer llegar algún mensaje. Hace un año, yo tuve la desvergüenza de preguntarle si por casualidad no querría un periodista. Parece ser que sí, porque ahora vivo en su misión, donde coordino su pequeña radio. Un medio de comunicación en el que me he dado de bruces con sorpresas maravillosas como Zaqueo, un joven asháninka de quince años que al preparar sus programas demuestra una destreza informática impropia de alguien cuyo padre caza con arco y flechas. O el profesor José Lava, que cuando lo conocí llevaba nueve años recopilando las noticias locales, guiándose por su instinto y curiosidad en un periodismo genuina e ingenuamente intuitivo

Me contaba cómo tuvo que dejar de informar sobre la corrupción en una comunidad nativa por las amenazas recibidas, o aquella vez que el gobierno local le puso publicidad con la intención de que no sacara ninguna noticia que les molestara, y recibió en su chacra una visita de aires mafiosos. Más tarde lo viví muy de cerca, cuando la radio denunció la aparición de miles de peces muertos en torno a los conductos que transportan el gas natural. En aquel entonces, uno de los periodistas que se atrevió a contarlo vio cómo su cuenta de correo electrónico era hackeada y otro recibió una amenazante llamada nada más y nada menos que de una autoridad del Gobierno, para decirle que estaba alarmando a la población. 

Fueron detalles como esos los que me hicieron comprender qué es esta radio: una pequeña emisora destinada a ser testigo privilegiado de un momento de cambio crítico, en el que llega la riqueza y, junto a ella, la pobreza: tan pronto un viernes hablamos de millones de dólares como si fueran céntimos, como el siguiente sábado conocemos a Clemente, un hombre de más de setenta años que se arrastra a la orilla del río para pescar porque no puede sostenerse en pie, y llevaba tres meses sin atención médica para su leishmaniasis, debido a que no llegaban los fármacos a la posta médica. Me gusta contar esta historia porque tuvo final feliz: el doctor Luis Adauto, alcalde y médico, al conocer la noticia se preocupó de enviar el tratamiento cuanto antes. Supongo que, dado que hay que viajar por el río, tardaría un par de días como mínimo.

Porque todo tarda cuando tiene que fluir por el cauce del río Urubamba. Como aquel día que viajaba con el padre David en una pequeña canoa. Alguien desde la orilla nos llamó, y vi cómo el padre daba orden de ir a la orilla. “Es que es mi comadre, y nos quiere invitar a comer”. “¿Pero llegaremos a tiempo a nuestro destino?”, le pregunté. No le dio importancia a mi inquietud, porque no la tenía. Almorzamos un paco, uno de los mayores manjares que se pueden pescar. Y cuando lo estimaron oportuno, nos fuimos. De todas formas, llegamos.

Es en ese mundo donde todo se toma su tiempo, en el que cualquier indígena machiguenga (o asháninka, yine, amahuaca, etc.) puede encender su transistor a pilas y oír al instante eso de: “Está usted escuchando Radio Sepahua 100.5 FM, la señal que integra. Gracias por su preferencia”.