Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Uruguay: un país que anhela brillar

Texto y fotografía Luis Melgar [Com 03]

Luis Melgar se trasladó a la Universidad de Montevideo hace ahora un año y medio. Allí trabaja de profesor en la Facultad de Comunicación.


Montevideo [Uruguay]. Uruguay es un tapón. Un país pequeño engarzado entre la potencia que nunca pudo ser, Argentina, y la potencia que será –o eso dicen–, Brasil. Vive entre la nostalgia de un pasado esplendoroso –la Suiza de América– y un presente tranquilo, decadente para algunos, y castigado con un retrovisor que insiste en recordar lo que fue.
Aquí se jugó y se ganó el primer mundial de fútbol. Inventaron las tarjetas de los árbitros, a los que ahora gritan en el estadio. En el cincuenta derrotaron a Brasil, el Maracanazo. Los uruguayos cuentan que crearon la percha, el guante de boxeo sin pulgar y el fútbol sala. Por supuesto, Gardel nació a este lado del Río de la Plata, en Tacuarembó. Ellos lo saben.

Si uno se deja llevar, acaba absorbido por esa melancolía que arrastra a algunos uruguayos. Entonces se habla del esplendor y decadencia de su capital, Montevideo, una ciudad que aglutina casi a la mitad de la población del país, que no alcanza los 3.500.000 habitantes. Llegan los ecos de aquella avenida de 18 de Julio en la que los teatros montevideanos eran vanguardia y los ciudadanos se engalanaban para pasear por ella. Y el recuerdo pesa demasiado.

Si se logra salir de esa espiral del suspiro y la nostalgia, se descubre el lustre de un país que lucha por rejuvenecer, con la dificultad de contar con un crecimiento de la población del 0,3%, un alma funcionarial y unos sindicatos que se arman de huelgas cuando la ocasión lo requiere, o no.

Quizá ese nuevo lustre sea el deseo de recuperar el espíritu de los inmigrantes (españoles, italianos, ingleses, alemanes, franceses) que llegaron a Uruguay a hacer las Américas. Emigrar para emprender. Los gallegos –ya no sé si de Galicia o simplemente españoles– regentaban bares y almacenes. En mi caso, que sólo soy gallego aquí, no abrí ni un bar ni un almacén. Imparto clases en la Universidad de Montevideo.

18 de Julio aún hoy es un hervidero. En una ciudad apacible, en ocasiones obscenamente apacible, la avenida principal es el bullicio. Las galerías comerciales y las tiendas convocan un ir y venir de personas, aunque ya no se engalanan como antes. Muchos montevideanos la detestan. Les parece sucia y ruidosa. Nada que ver con su paseo marítimo, la rambla. Veintidós kilómetros que bordean un mar que es un río. Y sin embargo, sin la luminosidad del Río de la Plata, 18 de Julio vibra. Es la Gran Vía madrileña o la Corrientes bonaerense –y que me perdonen por la comparación con los vecinos–.

Este pasillo hacia la Ciudad Vieja huele a garrapiñada, que se prepara en pequeños carritos. Y grita con el trasiego de los autos y de los peatones, que sólo caminan rápido por esta avenida. Los domingos es la boca que conduce hacia Tristán Narvaja, un rastro que apesta a grasa frita y en el que se puede comprar ese libro descatalogado, un kilo de duraznos –melocotones–, cualquier programa pirateado (¡con garantía!), unas bombachas y la tapa de un teléfono móvil. Pero sólo la tapa.

Un país tranquilo y seguro. Lejos de 18 de Julio, el ritmo del uruguayo es pausado porque es un pueblo tranquilo. Tranquilo en el sentido más amplio del término. Su espíritu calmo se transmite a todos los ámbitos. El uruguayo es amable, de confianza y hospitalario. Eso sí, seguramente llegará tarde a cualquier cita.
En una Latinoamérica agitada, Uruguay parece un páramo. Uno de los países más seguros de la región, junto con Chile y Costa Rica, cuenta con un nuevo gobierno inimaginable para un español. Su presidente, José Mujica, alcanzó el poder con 74 años y un pasado como miembro de los Tupamaros, una guerrilla formada por sindicalistas y universitarios que buscó la utopía socialista mediante las armas. Visto desde fuera, y con el rabillo del ojo puesto en Chávez y los “K” –el matrimonio Kirchner–, parecía preocupante. El cambio, para algunos sectores políticos –los de la oposición–, anticipaba el fin del mundo. De momento no parece que vaya a ser así. La tranquilidad sale a flote. Poco ha variado, no hubo revoluciones y se intuye que El Pepe, como es conocido Mujica, ha llegado con el espíritu uruguayo de la concordia.

Mujica en la Presidencia, una nueva oportunidad para él. Sin duda. Uruguay aún conserva algo de eso: tierra de oportunidades. En un continente en el que las diferencias sociales pueden ser insalvables, este rincón de Sudamérica aún recompensa el sacrificio y el trabajo.

Hace unas semanas, en la Embajada de España, esperaba poder tramitar unos papeles –oh, burocracia–. Comencé a charlar con un gallego –de Galicia– que llevaba más de cincuenta años en Montevideo. Comentaba que las empresas uruguayas no valoran al empleado, pero si eres emprendedor, con esfuerzo, puedes ganar “plata”. Avanzar.

Y se nota. Es ese lustre nuevo que aflora. El cine uruguayo, que desde que llegué hace un año largo no ha logrado convencerme, se ha colado en todos los grandes festivales y ha sido premiado en Sundance y Cannes. Incluso ha exportado talento, como el cineasta Federico Álvarez, que desde hace unos meses trabaja en Estados Unidos con Sam Raimi. Savia nueva.

Ese es el nuevo espíritu. Lo veo en mis alumnos de la universidad. Ya no se obsesionan con el primer mundial –aunque está ahí, siempre está ahí– y miran al futuro. Piensan en viajar, en volver, en desarrollar proyectos. Ellos deben ser el baluarte de la nueva sociedad uruguaya, ellos tienen la oportunidad.

Mi trabajo consiste en enseñarles a escribir. Pero, al final, uno no puede evitar preguntarse si eso no es la excusa para tratar de que aprendan a enfrentarse a las dificultades y mejorar, sin miedo, sin excusas, para un país que los necesita. Que las decisiones no pesen y que arriesgar, con todas sus consecuencias, las buenas y las malas, no suponga un lastre. Y entonces Uruguay ya no es el tapón. El tapón está en mi estómago, en el miedo de fallarles y que esa savia nueva se seque un poco.