Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Garrocho mira la otra cara del tapiz

Texto:  Ana Terreros [Com 21] y Álvaro Fernández de Mesa [Filg 21]. Fotografía: Manuel Castells

Hace un par de años que Diego S. Garrocho (Madrid, 1984) empezó a manifestar su preocupación por el lugar que ocupan los jóvenes en esta sociedad posmoderna. Invitado por el Instituto Core Currículum, visitó la Universidad de Navarra con la intención de transmitir a los alumnos sus inquietudes. Hablamos de esto y también del patio del colegio, de Homero y Platón, de banderas que no ondean y de vajillas Duralex


Si uno piensa en el vicedecano de Investigación de la Facultad de Filosofía y Letras de la Autónoma de Madrid, lo normal es que no se le venga a la cabeza alguien como Diego Garrocho. El hombre joven que espera en la entrada del Museo lleva blazer y vaqueros. Cuando nos acercamos, levanta la mirada del móvil y se lo guarda en el bolsillo del abrigo. Estaba escribiendo un tuit que daría que hablar.

Garrocho habla de Platón, Derrida y Ortega —a los que «hay que leer más»— pero también de la valla de su colegio, que ve todos los días desde que se mudó ahí al lado. Ha sido profesor visitante del Boston College y del MIT, pero no vive alejado de la realidad de sus alumnos. Hasta les escribe cartas que luego resultan merecedoras de premios. Y, sobre todo, le gusta entrar al diálogo. De cualquier cosa.

En un tiempo en el que parece necesario medir las palabras, Garrocho saltó a la escena pública en noviembre de 2020 al sacar temas «que no ocupaban un espacio en la conversación social, pero de los que mucha gente quería hablar». Con cierto atrevimiento e intentando calibrar riesgos, quiso hacer ruido. Y lo consiguió, eso es así. Muchos respondieron a la pregunta que lanzó en El Mundo: ¿Dónde están los intelectuales cristianos? El eco que se generó a partir de ahí no lo podía prever.

Sabe que hay un sector que no tolera todo lo que diga y se ha «inmunizado». Sin embargo, Garrocho no entra al debate con intención de participar en ninguna batalla cultural: «Aunque en ocasiones he puesto encima de la mesa temas que han suscitado polémica, no lo hago desde un partidismo de guerra. Expongo los argumentos que creo que son ciertos y que pueden ayudar a construir una comunidad política más próspera, justa y verdadera».

Un combate exige bandos, pero este profesor de Ética no ha encontrado una bandera que defender y otra que perseguir; algo que se hace patente cuando sus columnas de opinión o sus publicaciones en redes sociales reciben críticas desde esferas opuestas. Pero eso no le preocupa, siente que «ser atacado desde ideologías diferentes por tus ideas significa que estás apostando por el pensamiento libre».

Para él hay dos motivaciones en política: «Una por amor a unas siglas y otra por amor a la justicia y la verdad, con toda la prudencia que estos conceptos exigen». La segunda, por la que él aboga, implica «no tener miedo a salir fuera de pista ni a hollar nuevos caminos», dice.

 

IGNORANCIA VIRAL O CULTURA

«Aunque el conflicto con argumentos bien pensados es una de las bases fundamentales de una democracia próspera», Diego Garrocho piensa que, si las disputas se banalizan, «los polos de ese encuentro se vuelven mediocres y estas dejan de tener sentido porque pasan a ser una lucha». También se cuestiona sobre el motor que mueve las democracias: «Creo que lo que las mantiene en movimiento es el libre curso de la conversación y la disputa entre ideas; el dar cuenta de las ideas propias y someterlas a escrutinio público para enriquecerlas».

Garrocho califica de superficial el debate público en España y considera que no podrá ganar profundidad mientras se continúe desarrollando simplemente en las redes sociales. Además, estas plataformas han hecho que los propios medios de comunicación den un giro en su manera de opinar e informar: «Antes las cabeceras, independientemente de su sesgo ideológico, informaban de manera pertinente. Tenían autoridad y legitimidad. Hoy buscan titulares rotundos, visibles y escandalosos. Para reconstruir el espacio de debate, hay que volver a prestigiar los medios de comunicación». 

Ahora bien, Garrocho no es un enemigo de las redes sociales. De hecho, se puede decir que es un converso, ya que no hace tanto que desembarcó en Twitter, donde suelta pequeñas píldoras. Pero sí le preocupa cómo se suelen utilizar: «Me da pena cuando veo a profesores universitarios rebajarse al nivel de un chaval de diecisiete años que se lo pasa bien desde su cuarto. Yo intento hacer un uso lúdico y desenfadado, porque no podemos pretender crear un debate en una estructura tan simple».

En su opinión, esta cultura del zasca —que afecta tanto a los jóvenes— por una parte no da pie a profundizar y, por otra, provoca que la ignorancia acabe imponiéndose, porque «tiene una capacidad de viralizarse mucho mayor que la cultura». Garrocho ve este problema con cierta inquietud, y advierte de que la solución exige esfuerzo: «Los jóvenes tienen que manejar las fuentes históricas, filosóficas y espirituales del mundo en el que viven. Sin eso, están absolutamente desprotegidos». No entiende ese afán por mirar hacia delante sin fijarse en lo que ya ha ocurrido, porque así resulta imposible entender nuestro tiempo, ni evitar errores que se han cometido antes. Este «reseteo de la historia» en la educación «sitúa a los chavales en la casilla de salida. Sin armas, sin poder servirse de todo lo que la tradición nos había dado». 

Como afirma en Sobre la nostalgia, su segundo libro después de Aristóteles. Una ética de las pasiones, «condenar la memoria no es más que una estrategia para intentar que la memoria no nos condene a nosotros». Garrocho tiene claro que una visión vital demasiado anclada en el pasado es dañina, ya que puede conducir a no plantearse preguntas nuevas. Pero reivindica la nostalgia como «un rasgo esencialmente humano, que habla del recuerdo de aquello que nos falta».

A pesar de que siempre ha formado parte de nosotros —«en Homero ya hay una rememoración de lo sido, de la posibilidad del regreso…»—, hoy en día la nostalgia tiene, en su opinión, una especial relevancia. Y más después de dos años de pandemia: «Ahora encontramos en los bares de moda la típica vajilla de casa de tu abuela. ¿Por qué? Porque la gente quiere refugiarse en el hogar, quiere volver a soñar como entonces». Un fenómeno que, como apunta, resulta muy interesante si sirve para dar importancia a las raíces: «Nos hemos dado cuenta de lo que nos duele no ver en Nochebuena a la abuela ni al cuñado pesado. Que sí, es un pesado, pero es bonito verlo y recordar que perteneces a un grupo de personas, a una tribu. Que estás vivo».

Garrocho confía en que este gusto por lo vintage se traspase también al plano intelectual. Que además de rescatar los pantalones campana de tu madre del armario, se revalorice todo el conocimiento ya adquirido y se dé una mirada reposada a lo que se está haciendo: «La ciencia ha progresado una barbaridad en muchísimas direcciones. Pero necesitamos un diálogo que nos ayude a preguntarnos hacia dónde queremos avanzar». Por eso defiende la necesidad imprescindible de la educación en los clásicos. Leer a Homero, entender a Platón y conocer a Dante no debería ser el lujo ni la ilusión de un erudito,  «porque es lo que te da la clave para comprender cómo se ha construido el mundo en el que vives».

Garrocho lo ve como un tapiz al que hay que darle la vuelta para apreciar los nudos que lo conforman. Para interpretar la época actual también es necesario mirar los entresijos: «Hay una colección de implícitos que no sabemos reconocer porque no nos los han enseñado. Una tradición sin la que no sabremos interpretar el mundo».

 

UN LUGAR DE RESISTENCIA

Donde se pueden impartir todos estos conocimientos es en la universidad. Por eso Garrocho cree que puede convertirse en algo que él mismo viene demandando: un espacio que permita un debate público sólido y basado en un conocimiento razonado. Una institución, además, a la que la sociedad aprecia: «Miramos a las universidades cuando, por ejemplo, hay una pandemia. Nos encontramos con una serie de expertos que nos resultan más fiables, en principio, que un par de famosos».

Para él, la universidad es una institución cultural «en sentido amplio», donde al mismo tiempo que se desarrolla un conocimiento práctico prestigioso, se le da un gran valor a aquello que la sociedad no pide tanto. Como una cátedra de hebreo, por ejemplo. «¿Tiene algún sentido desde el punto de vista comercial? No. Pero la universidad es un lugar donde custodiar determinadas reservas culturales».

Le inquieta que si no se protege el peso de la sabiduría por sí misma en la universidad, ¿dónde se va a hacer? Si en ella no hay una preocupación por las humanidades, por aquello tantas veces catalogado como «poco útil», ¿en qué se convierte? No puede ser solamente un centro de especialización, sino que debe tener la inquietud de aportar algo más a la sociedad: «Debe acoger esa labor de transferencia de conocimiento como parte de su misión. Y así claro que podrá influir en el debate público». En cambio, advierte de que corre el peligro de ir a rebufo de lo que la sociedad le pide si no lidera los ámbitos intelectual, cultural y científico. Aquí es cuando Garrocho saca su lado más revolucionario. Cree que la universidad tiene que ser un poco más rebelde, y atreverse a llevar la contraria, convertirse en «un punto de resistencia. Si hoy no se lee, que en la universidad se reivindique el ejercicio de la lectura; si no se puede mantener una conversación sin mirar el móvil, que la universidad sea donde eso ocurra».

A Garrocho, que es profesor de jóvenes universitarios —la franja de edad con más usuarios en redes sociales en España—,  le gustaría que en sus clases «todas las pantallas se queden a la entrada en una caja». Igual no puede lograr que exista un debate real fuera, «pero al menos que se mantenga en las aulas». 

Se ríe ante la cuestión sobre cuál sería, en definitiva, la misión de la universidad. «Esa pregunta ya se la hacía Ortega hace noventa años» nos dice, «y aún no hemos llegado a una respuesta clara». Sin embargo, sí cree que «debe ser un espacio de diálogo privilegiado. Un lugar de alta, altísima libertad. En un aula universitaria se tiene que poder hablar de cualquier cosa sin cancelaciones, sin tensiones ni mordazas». De esta forma, podrá servir a la sociedad. Porque le da precisamente lo que más necesita: un sitio donde se debatan los problemas y se busquen las soluciones a través del diálogo razonado.

1400 me gusta y 500 reacciones. Esa es la interacción del tuit que escribió el vicedecano antes de que comenzara esta conversación. 

Un tuit lúdico y desenfadado y políticamente incorrecto. Como a él le gusta. Al parecer, ser vicedecano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Autónoma de Madrid no va reñido con aprovechar las herramientas del mundo digital para influir en la opinión pública. El arte de saber mirar las dos caras del tapiz.