Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Ignacio Araujo: «Mis edificios no me importan lo más mínimo»

Texto: Miguel Ángel Iriarte [Com 97 PhD 16] y Teo Peñarroja [Fia Com 19] Fotografía: Manuel Castells [Com 87] y Archivo Fotográfico  

Ignacio Araujo (Madrid, 1929) tiene noventa años, un buen humor envidiable, una amplia colección de pipas y una afición casi compulsiva por la pintura. Autor de una decena de edificios del campus, fue director de la Escuela de Arquitectura entre 1964 y 1967 y subdirector hasta 1986. Ha dedicado más de sesenta años de su vida a hacer —en muchos casos, como sinónimo de «construir»— la Universidad de Navarra.


Los de la maleta

 

Don Ismael Sánchez Bella llegó a Pamplona en 1952 con una maleta y el sueño de comenzar la Universidad de Navarra. La serie Los de la maleta muestra a los protagonistas de los primeros años de nuestra historia. Las entregas anteriores a esta son:

 

Entrevista a Francisco Ponz (número 704)

Constructores de un sueño (número 705)

 

 

En 1956, con la carrera terminada un año antes en Madrid y tras una estancia breve en Roma, san Josemaría pidió a Ignacio Araujo que fuera a Pamplona a colaborar en la construcción de la Universidad de Navarra, entonces Estudio General. Así que desembarcó en la calle Bergamín, donde montó un estudio en una época en la que en la capital navarra había apenas ocho o nueve arquitectos y convenció a los pocos meses a un jovencísimo Juan Lahuerta de que le acompañase. Edificó mucho en la ciudad —se estima que unas 1.400 viviendas— y en el campus —los colegios mayores Aralar, Belagua, Goimendi y Olabidea, varias fases de la Clínica y la biblioteca antigua, actual edificio Ismael Sánchez Bella, y hasta coordinó la obra del Central— y eso le ha merecido distinciones como la placa de la Fundación Documentación y Conservación del Movimiento Moderno Ibérico por su contribución a esta corriente en Pamplona. Y, aunque es catedrático, no sienta cátedra. Cuando no puede responder, dice sencillamente: «Esa es una de los pocos millones de cosas que no sé».

 

¿Cómo empezó la Escuela de Arquitectura?

Yo estaba tan tranquilo en mi estudio un día de 1964 cuando me llamó el rector José María Albareda y me preguntó si quería poner en marcha la Escuela de Arquitectura. Y, como uno estaba acostumbrado a decir que sí, pues dije que sí [Se ríe].

Lo primero que hice fue marcharme con César Ortiz-Echagüe a visitar escuelas a Múnich, Zúrich y Stuttgart. Repartimos trabajos: Rafa Echaide [profesor de la Escuela hasta 1994] estuvo en Suecia y Jaime López de Asiáin en Estados Unidos. El viaje duró siete o diez días, lo justo para ir recorriendo sitios, hablando con profesores, ver cómo funcionaban las escuelas e informarles de lo que queríamos hacer aquí. En Europa, un centro no estatal en el régimen de Franco se veía como una cosa muy buena. 

 

Usted se apoyó mucho en don César Ortiz-Echagüe.

Fue la figura fundamental. César ganó el premio internacional Reynolds de 1957 y representaba en España a Werk, una revista muy buena de arquitectura. Éramos amigos de toda la vida, como nuestros padres. [Además, era el delegado de san Josemaría en España. Vivía en Madrid y seguía muy de cerca la Universidad]. Cuando estuvimos en Alemania nos dimos cuenta de las diferencias de nivel económico con nuestro país. 

 

Los medios de la Escuela al principio no serían tan buenos...

Íbamos encargando borriquetas y material para las clases de Dibujo. Hicimos lo que pudimos. Hubo un momento, antes de comenzar, en el que se nos juntaron demasiados alumnos porque la Diputación dio muchas ayudas y yo le dije a José María Albareda: «Hay un montón de gente que viene aquí porque tiene la beca, pero creo que no tienen ningún futuro en esto». Y me autorizó a hacer una selección; ese es el origen de las pruebas de acceso en la Universidad. La mitad de los que se habían matriculado se fueron. Quedaron ochenta, quizá menos, sesenta. Y alguno de los que no entraron vino luego a dar las gracias.

Otro problema era encontrar profesores. Visitamos a todos los arquitectos de Pamplona y, de ese modo, fichamos a unos cuantos de prestigio, buenos de verdad, que lo hicieron muy bien, y así empezamos Arquitectura [en 1964].

 

Con Licinio de la Fuente, ministro de Trabajo, en 1973.

 

¿Siempre estuvo clara la ubicación de la Escuela en Pamplona?

No. Tuvimos mucho tomate con San Sebastián, porque los arquitectos donostiarras y la Diputación querían que nos instaláramos allí, y nosotros pretendíamos poner la Escuela en Pamplona. Entonces Ismael Sánchez Bella me preguntó, y le dije que prefería estar con Letras y no con Ingeniería, porque la arquitectura es mucho más humanística, no es propia de una escuela técnica.

 

¿Qué retos implica construir una universidad?

Un proyecto de arquitectura es la respuesta a unas preguntas que no debes afrontar solo desde el punto de vista estético sino desde el de la vida. Y, por lo tanto, lo que te importa es el juego de espacios, la relación entre ellos, sus proporciones. 

 

¿Cómo se concibe un edificio que tiene que durar para que muchas personas trabajen ahí?

Un ejemplo: la biblioteca. A mí siempre me ha gustado mantener un cierto clasicismo, orden y proporción: formas que son más permanentes que otras más caprichosas. Ajustamos todo con un cuidado exquisito. Como detalle, cuando instalamos las ventanas de aluminio procuramos que todos los gruesos fuesen iguales. O para ver los relieves de la fachada encargamos un informe para que no se manchase la piedra. Lo hicimos todo con esa idea y no se ha ensuciado nada en estos sesenta años. Se trata de pensar como propietario. Eso lo aprendí de san Josemaría. Yo no puedo hacer una cosa por antojo, porque tengo que pagarla.

 

Viki González revisa uno de sus trabajos con Araujo en 1988.

 

¿Cuál es el edificio que más quebraderos de cabeza le trajo?

No sabría decirlo. El que llevó menos tiempo fue la primera ampliación de la biblioteca. Se necesitaba rápido para instalar temporalmente la Facultad de Económicas. Alfonso Nieto, el rector, dijo: «A ver si conseguimos que esté para el curso siguiente». Y yo le dije: «¿Y por qué no este septiembre?». [Se ríe otra vez]. «¿Eso es posible?», me preguntó. Cuando empezamos el edificio estaban fabricando los cerramientos de fachada en un pabellón: a medida que las piezas llegaban las íbamos montando, y para eso tenías que tenerlo todo previsto.

Alfonso Nieto no creía que terminásemos en fecha y se lo dijo así a Rafa Callejo [trabajaba en las obras del campus]. Rafa me lo contó e hicimos una apuesta: «Si acabamos a tiempo, llenas la mesa de mi habitación de latas de tabaco Dunhill, y, si no, te hago un cuadro así de grande [con sus manos describe un espacio amplio] de San Sebastián». Y acabamos a tiempo. Yo me dediqué a repartir Dunhill a todos mis amigos que fumaban pipa, pero claro, como uno es un señor, le pinté un cuadro de San Sebastián enorme de una ola rompiendo. Lo hicimos tan rápido porque hacía falta. Era la diferencia entre empezar un curso o no empezarlo: adelantar un año la puesta en marcha de Económicas. 

 

El edificio Central lo firma Fernando Delapuente, pero...

Lo firmamos Juan Lahuerta y yo, que coordinamos la obra; pero la dirección del proyecto fue de Fernando. Como arquitecto [sonríe], me parece que el Central no está bien proporcionado, especialmente por el tamaño de las torres; y la simetría es excesiva, algo propio de un ingeniero como era Delapuente. Él venía de vez en cuando desde Madrid... Una anécdota divertida de aquel ambiente. Fernando era muy guasón. Era la época en que construíamos la escalera de honor, la noble, por llamarla de algún modo. Estábamos viendo la curva del pasamanos y entonces él le dice muy serio al encargado de obra: «Sois unos bastorros; es que no tenéis ni idea. Fíjate en esta curva: la habéis hecho un milímetro más alta de lo que dije». Y, al siguiente viaje de Fernando, de acuerdo con el encargado, él y yo nos quedamos mirando un rincón de la piedra, y dijo Fernando: «Pero ¿qué os pasa?». Y le dijimos: «Mira, Fernando... ¡que en aquel ángulo nos hemos desviado medio milímetro!». [Ríe con fuerza]. Entonces Fernando nos decía: «Vosotros sois unos vascos eficaces, pero no tenéis ninguna sensibilidad». Nos tomaba el pelo.

 

«La Escuela de Arquitectura se hizo para formar buenos arquitectos, buenas personas y buenos cristianos». La frase es suya. ¿Cómo se puede entender que en una universidad uno se convierta en un buen cristiano?

De lo que se trata es de formar personas que tengan un sentido de la vida y que hagan bien su trabajo. Es lo que decía san Josemaría, no me lo he inventado. La preocupación que yo tenía era que la gente fuera muy realista y nada idealista. Idear formas sí, pero en la vida hay que pisar tierra firme porque, si no, todo son caprichos. 

 

Araujo recibe la visita del arquitecto Rafael de la Hoz en 1994.

 

Y al echar la vista atrás a todos estos años, ¿le parece que valió la pena invertir todas esas horas en la Universidad?

¡Hombre, por supuesto! Es que no tengo la más mínima duda. Lo que siento es que algunas estén mal invertidas, que podríamos haberlo hecho muchísimo mejor. 

 

¿Está orgulloso de sus edificios?

Me gusta mucho la biblioteca y también la fachada de la Clínica que da al Hospital de Navarra, la de la entrada de Urgencias. Pero los edificios y todo eso a mí no me importan lo más mínimo. Cuando te haces viejo te importan otras cosas. Pero, por otra parte, es verdad: nos ha tocado un trabajo que aparentemente queda muy lucidito. Pues bien, ahí está, que se quede. 

 

No todos los arquitectos lo ven así. Algunos son un poco especiales...

Cada uno es como es. Juan Lahuerta me decía que si yo moría antes que él, a mi tumba llevaría lilas. Él estaba preocupado por la proporción y esas cosas. Y yo le respondía: «Pues yo a ti te cerraré el ataúd con juntas de dilatación». [Ríe con fuerza]. Luego no lo hice porque no estaba bien. Es que a Juan le gustaba ajustar mucho los cálculos.

 

¿De qué está más contento al cabo de los años?

De la Escuela, de la gente. No de los edificios, sino de las personas. De lo que haya quedado en los alumnos y en los profesores... Uno nunca sabe. No quiero ponerme muy trascendente, pero Dios sabe más.

 

Junto a san Josemaría y otras personas en la ermita en 1968.