Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Las zapatillas del papa

Texto: Redacción NT. Fotografía: Manuel Castells [Com 87] y Archivo Fotográfico Universidad de Navarra

Hace veinticinco años, Benedicto XVI se dejó unas pantuflas en un colegio mayor de la Universidad de Navarra. También paseó por el campus de noche, solo por tomar el aire, charló con decenas de universitarios, se interesó por la investigación en bioética de la Clínica, presentó su autobiografía y recibió un birrete blanco con el doctorado honoris causa.


El último día de 2022 falleció en el Vaticano una de las mentes más preclaras de nuestro tiempo: Benedicto XVI. Fue el primer papa que dejó por su propia voluntad la cátedra de Pedro desde hace más de setecientos años, el 28 de febrero de 2013. Lo hizo un lunes cualquiera, sin previo aviso y en latín. Es uno de los aspectos que primero se resaltan de su figura: el papa que renunció. Junto con esa infrecuente humildad de callarse y desaparecer, los biógrafos destacan unánimes su espíritu universitario y su talla intelectual

Estudió Teología y Filosofía en Frisinga (Alemania), donde se sintió muy atraído por el pensamiento de Heidegger, Jaspers, san Agustín y Dostoyevski, entre otros autores. Se doctoró en 1953, y seis años después se incorporó como profesor a la Universidad de Bonn. Ejerció la docencia después en otras: Münster, Tubinga, Ratisbona… En Tubinga impartía una asignatura, Introducción al Cristianismo —título de una de sus obras más conocidas— en la que hablaba con tanta claridad y exactitud, con tanta pasión por la materia, que asistían a sus clases más de mil estudiantes y hubo que instalar pantallas por los pasillos. Entre el auditorio estuvo don Pedro Rodríguez, quien a partir de 1967 fue uno de los profesores que pusieron en marcha las Facultades Eclesiásticas de la Universidad de Navarra. Quedó tan impresionado por el cardenal Ratzinger que, en 1998, siendo ya decano de la Facultad de Teología, lo propuso como candidato al doctorado honoris causa de la Universidad. 

El Gran Canciller, Mons. Javier Echevarría, invistió también en aquella ocasión a Julian Simon y a Douwe Breimer. A Joseph Ratzinger le emocionó que los laureados fueran «tres personas tan diferentes: un economista hebreo, un farmacólogo calvinista y un prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Esto —dijo en su discurso tras recibir el título— es el resultado de un espíritu de apertura que encuentra algo común en ese empeño por buscar la verdad y el bien de la persona».

Joseph Ratzinger llegó a Pamplona un viernes, 30 de enero, hace un cuarto de siglo. Se alojó esos cuatro días en el Colegio Mayor Belagua. Por entonces no solo había desarrollado una intensa carrera académica. Había participado de forma decisiva en la redacción de dos de los documentos fundamentales del Concilio Vaticano II, en el que se lo consideró un reformista. Lo consagraron obispo y nombraron arzobispo en 1977 y, unos meses después, Pablo VI lo creó cardenal. En 1982, Juan Pablo II se lo llevó de Alemania a Roma. Cuando vino al campus era ya uno de los hombres más relevantes del catolicismo, tanto por su teología como por el cargo que desempeñaba, señal clara de su sintonía con Juan Pablo II. El futuro papa, a sus 71 años, debía de creerse al final de su carrera, porque presentó su autobiografía, titulada Mi vida, el último día que pasó en la ciudad, en una rueda de prensa en la que le preguntaron sobre todo —un viaje del papa a Cuba, el terrorismo, el retroceso del catolicismo entre los jóvenes— excepto sobre su vida.  

Benedicto XVI, entonces cardenal Ratzinger, con Mons. Javier Echevarría, Gran Canciller en 1998, y Mons. Fernando Ocáriz.

«Nos habían advertido de que era una figura importantísima en el Vaticano —recuerda Paz Ugalde, entonces delegada de alumnos, que asistió a la tertulia del cardenal en el Colegio Mayor Goimendi—, pero me pareció tan cercano que me animé a pedirle algo personal: que rezara por mi hermano, que quería ser sacerdote». En otro encuentro en Belagua, los alumnos le hicieron al cardenal preguntas difíciles sobre la Teología de la Liberación o sobre el capitalismo. «El sistema capitalista y liberal, en sus raíces, es un sistema materialista —respondió Ratzinger—, y por lo tanto tampoco es radicalmente distinto de los sistemas marxistas». «Colaboradores de la Verdad» fue su lema episcopal, y ese empeño lo llevó tanto a dar respuestas incómodas como a callar cuando era preciso. 

También habló con él durante su viaje la rectora, María Iraburu, en 1998 una investigadora treintañera. «Me llamó la atención entonces, y la valoro todavía más ahora, su capacidad de escucha, de interés auténtico por la visión de los demás; una sencillez y apertura —a la verdad, a las personas— casi conmovedoras», recordó tras su fallecimiento. Visitó también la Clínica, donde, según el profesor Enrique Banús, que ejerció de traductor en la visita, «preguntó mucho sobre cuestiones del sida, trasplantes, la atención a pacientes terminales, la investigación de células madre o la reproducción asistida… “¿Ustedes cómo actuarían?”, decía». Después de su elección como papa, Banús anotó en Nuestro Tiempo  varios flashes de aquellas jornadas. «Queda en el recuerdo —escribió— aquel paseo por el campus, a las diez y media de la noche, [...] tras un día lleno de actividades: la sencillez de un paseo para estirar las piernas; y el recuerdo no de lo que hablamos, pero sí de que nos divertimos con los comentarios graciosos del secretario y los míos y los suyos».

Una de las anécdotas de ese viaje que quizá mejor reflejan la personalidad de Benedicto XVI sucedió entre bambalinas, cuando el cardenal andaba ocupado en aquellas visitas a las distintas facultades, a la Clínica y a los colegios mayores. Cuando fueron a limpiar y ordenar la habitación que ocupaba el purpurado, las mujeres que se dedicaban al cuidado y la atención de Belagua descubrieron que empleaba unas zapatillas de andar por casa vetustas y muy desgastadas. Les pareció cosa impropia de un miembro de la Curia, así que, con decisión, se fueron a comprarle otras nuevas y retiraron las viejas, que todavía se conservan en Belagua como un recuerdo entrañable del cardenal. 

Debajo del solideo rojo y de toda aquella pompa, Joseph Ratzinger nunca había dejado de ser el hijo menor de una familia humilde —su madre fue cocinera y su padre, policía— de Baviera. Hasta el final de sus días recordó con inmenso cariño el hogar familiar, una pequeña granja en la aldea de Hufschlag, donde se crio. Su hermana mayor, María Ratzinger, que nunca contrajo matrimonio, cuidó de él hasta su repentina muerte en 1991. Fue esa figura maternal, hoy casi extinta, pero tan común en el pasado: la hermana soltera del sacerdote. Por eso, cuando, siete años después de la muerte de María, en un campus universitario en Pamplona, se encontró esa misma solicitud, el futuro papa quedó profundamente agradecido. Junto al diploma, el birrete y el anillo por su doctorado, se llevó las zapatillas nuevas, por supuesto.

 


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