Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Un triple salto mortal

Texto: Paola Bernal [His Com 23] y Teo Peñarroja [Fia Com 19] Fotografía: Raquel Arilla [Com 13], Archivo Universidad de Navarra, Archivo Histórico IESE  

Cuando la Universidad de Navarra apenas estaba empezando, su fundador ya soñaba más lejos que todos los demás. En sentido estricto. Unos pocos años después del comienzo del Estudio General en el casco viejo de Pamplona, san Josemaría espoleó el nacimiento de una business school, el IESE, en Barcelona, y, en San Sebastián, la creación de una escuela de ingenieros, Tecnun, un instituto de secretariado, ISSA, y un centro de investigación, el CEIT.


Los de la maleta

 

En esta entrega —la undécima— de «Los de la maleta», la serie de reportajes en la que contamos los orígenes de la Universidad de Navarra, nos marchamos con los pioneros que la llevaron a Cataluña y el País Vasco.

 

Carlos Cavallé era el único que hablaba un perfecto inglés en el IESE en septiembre de 1958. Claro que el IESE lo formaban Antonio Valero, él y cinco personas más. Tenía veinticinco años y estaba en su último curso de Ingeniería en Bilbao cuando recibió la llamada de Valero. Le propuso que visitara Barcelona. Ahí, en el número nueve de la Vía Augusta, le contó que san Josemaría le había animado a fundar una escuela de negocios para los empresarios en Cataluña, un enclave donde bullían las corporaciones. Le preocupaba que los directivos desarrollaran conocimientos y capacidad para gobernar bien sus negocios y tratar mejor a sus trabajadores. Valero tenía el encargo de echar a andar el proyecto en el curso 1958-59 y el tiempo se le echaba encima.

Tras la reunión en la capital catalana en junio de 1958, Cavallé llegó para formar parte de un equipo cuyos nombres escribió Valero en el «Primer plan de acción del IESE». Junto a él aparecían Fernando Pereira, Félix Huerta, Anton Wurster, Juan Farrán Nadal y Rafael Termes Carreró

Antonio Valero no era un experto en negocios. Había estudiado Ingeniería Industrial y se doctoró en Industrias Textiles. En 1949, con veinticuatro años, ganó la cátedra de Economía de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Textiles de Terrassa y, unos años después, la de Producción de Fibras Químicas. Compaginaba sus clases con un trabajo de adjunto a la dirección en una empresa de colorantes químicos y también ejercía de consultor. Cavallé habla de él como de un amigo querido: «Tenía una gran capacidad intelectual, especialmente para la exposición y el debate, algo que ayudaba muchísimo a la clarificación de las ideas». Ese mismo ingenio le llevó a fijar la mirada fuera de España, porque en el entorno inmediato no existía nada parecido. 

Javier Pampliega cuenta en La historia de una business school en el barrio de Pedralbes que, en abril de 1958, el primer director del IESE visitó L’École des Administrations des Affaires en Lille. La dirigía un graduado de máster de Harvard, Stephan Cambien, que aplicaba el método del caso desarrollado en la universidad estadounidense desde 1921. Este sistema incipiente y prometedor rompía los moldes educativos y se volvió popular en el mundo académico de los negocios. Cuando volvió, Carlos Cavallé tradujo del francés al castellano los casos que había recogido en Lille. Antes de las sesiones inaugurales que darían el pistoletazo de salida al IESE el 25 y 26 de noviembre de 1958, en septiembre de ese mismo año, Valero volvió por segunda ocasión a la ciudad francesa. Después de un viaje por Europa llegó al IMEDE de Lausana (Suiza), donde obtuvo casos de cada una de las asignaturas que se iban a impartir en inglés por la escuela de negocios de Harvard. Estos se tradujeron en el IESE en octubre y noviembre de 1958, donde participaron Carlos Cavallé y Anton Wurster. Al ver el éxito del caso, decidieron que lo mejor sería acercarse a la raíz y conocer al más famoso de los centros de la Ivy League. Los profesores Robert Osher Schlaifer en abril de 1959 y Thomas Cicchino Raymond unos meses después visitaron el IESE como observadores internacionales y consejeros académicos. En julio de 1960, Valero se personó en Harvard invitado por Andre Renwick Towl, que llevaba años en la labor de selección y preparación de los materiales docentes del método del caso que Valero ya empleaba en el IESE. En Massachusetts, a pesar de los escollos lingüísticos, entabló buenas relaciones. Cavallé también asistió para formarse en el ITP (International Teachers Programme) y estuvo hasta julio de 1961. El vínculo era tan estrecho que en abril de 1963 se fundó el Comité Asesor conjunto HBS-IESE para aconsejar en la creación del Máster en Dirección General en Barcelona. Valero plasmó la visión del proyecto que emprendía en una frase del folleto del programa: «Las empresas son lo que son sus personas». 

 

Encuentro del IESE en San Sebastián en 1963

APRENDER DE LOS MEJORES

En 1960, mientras Valero conocía el funcionamiento de Harvard, Pachi Tegerizo también tenía la mirada puesta en Estados Unidos. Tegerizo era un ingeniero al que san Josemaría había encargado la misión de montar una escuela de su disciplina en San Sebastián y que, con el tiempo, se convirtió en el espíritu mismo de la institución. Desde el principio y contra lo habitual en la época, veía claro que el proyecto que dirigía sería investigador y no solo docente. Por eso, un día de 1963, reunió a cuatro de sus colaboradores más jóvenes para convencerles de que se formaran en el extranjero. Antonio Guillén-Peckler fue al Massachusetts Institute of Technology (MIT) para estudiar Ingeniería Mecánica. En esa misma materia profundizó en París un prometedor ingeniero industrial, José Antonio Pero-Sanz. Jaime Faustman, otro de los primeros en incorporarse al proyecto, se formó en Materiales en Aquisgrán. El último, Manuel Fuentes, doctor en Físicas por la Complutense, asistió a la Universidad de Sheffield después de recorrer con Tegerizo varios centros ingleses. 

Quienes conocieron a Tegerizo coinciden en que era una persona especial. «Un fuera de serie, muy listo pero muy humilde y con sentido común. El punto de referencia de todos nosotros», se emociona José María Bastero, director de la Escuela entre 1978 y 1993. Los alumnos apodaban a Tegerizo «la madre» por el extraordinario cariño y dedicación con los que trataba a cada uno de sus estudiantes.

Esta nueva iniciativa nació de una petición del presidente de la Diputación de Guipúzcoa, Vicente Asuero, al entonces rector, Ismael Sánchez Bella, y a su inminente sucesor, José María Albareda. No sospechaban el alcance de aquella reunión. Por el cincuenta aniversario de la Escuela, Enrique Reina defendió su tesis doctoral sobre la historia de Tecnun, un trabajo del que proceden muchos de los datos y fechas de este reportaje.

 

Antonio Valero recorrió Europa buscando los mejores métodos de enseñanza para el proyecto que tenía entre manos: fundar una escuela de negocios en Cataluña.

 

En enero de 1960, Asuero les comunicó su intención de que San Sebastián tuviera unos estudios de Ingeniería. Después de los logros en Pamplona, querían que la Universidad de Navarra se encargara de echar a andar el proyecto. Ese mismo año, la Santa Sede erigió como Universidad al entonces Estudio General de Navarra y se nombró Gran Canciller a san Josemaría

La Diputación se puso manos a la obra y cedió a la Universidad un inmueble en el número 7 de la calle Urdaneta, detrás de la catedral del Buen Pastor. Este impresionante edificio de sillería de arenisca obra de los arquitectos Ramón de Cortázar y Luis de Elizalde se había inaugurado en 1900, por lo que fue necesario reformar el interior para adecuarlo a sus nuevas funciones. Los pocos elementos que se mantuvieron pertenecían a un antiguo casino palaciego del siglo XIX: la escalinata y la lámpara que alumbraba a los alumnos que corrían de clase a clase. En el primer piso estaban el salón de actos, la biblioteca con su sala de estudio y gran parte de las aulas. La secretaría y la dirección se ubicaban una planta más arriba. En la tercera y última colocaron un espacio amplio repleto de mesas de dibujo cobijadas por un techo abuhardillado. Los laboratorios habitaban las profundidades del sótano, excepto el de química, que se encontraba en el segundo piso.

El curso se inició el 17 de octubre de 1961: en aquel momento cinco profesores, alrededor de cincuenta estudiantes y un pequeño equipo de administración y servicios vivieron la apertura. Siendo tan pocos, se conocían casi todos. Aún no existía una cafetería, por lo que cruzaban la calle para almorzar en algún bar. El más famoso al que acudían lo presidía un mural de un pulpo, tal y como lo recuerda Diego Ramírez, profesor de Matemáticas de 1963 a 1997. 

 

Carlos Cavallé encontró la clave del éxito del IESE en las palabras de don Álvaro del Portillo: debían poner sentido cristiano de la vida en todo lo que hicieran.

 

1963: YA ESTAMOS CASI TODOS

En la historia de la Universidad hay que señalar con un rojo brillante el año 1963, que acumula unos cuantos hitos fundacionales en Guipúzcoa. Por alguna casualidad planetaria, entre el 17 y el 19 de octubre de 1963, el IESE decidió celebrar en San Sebastián su III Asamblea, la cita anual en la que los alumnos de los programas de alta dirección y los profesores se reunían con la idea de fomentar su formación continua. Los estudiantes y profesores de Tecnun participaron también de aquel encuentro. Valero, que acababa de aterrizar de un viaje a Boston con Cavallé, aprovechó una de las últimas sesiones para contar una anécdota: el profesor Harry Hansen, de Harvard, le había confesado a Cavallé que consideraba al IESE la mejor escuela de negocios de Europa, y le animó a ser ambicioso y pretender un programa de máster mejor que el de la mítica universidad norteamericana.

Al mismo tiempo, otro centro de la Universidad daba sus primeros pasos en un imponente inmueble donostiarra. Villa Eva era un edificio que mandó construir el último año del siglo XIX  Francisco de Ussía, marqués de Aldama, para veranear. En 1930 lo vendió a la familia Arocena, que había hecho fortuna en Cuba y le dio cierto tono tropical. Era todo un palacete, con azulejos, columnas muy altas de un blanco impoluto, frisos decorados y puertas de madera con molduras y cristales de colores que brillaban cuando se reflejaba el sol. La Universidad compró esta casa, y sus instalaciones se tuvieron que adecuar de palacio veraniego a centro de formación. Al fin, el recién creado Instituto Superior de Secretariado y Administración (ISSA) abrió sus puertas en 1963 en la ciudad de La Concha con María Luisa González de primera directora. Esta instrucción tenía el propósito de auxiliar a los directivos en las labores administrativas del día a día. Tres años después se inauguró en su seno el Laboratorio de Idiomas, uno de los primeros de España, y en 1968 comenzaron a impartirse dos planes de estudios nuevos: Intérprete de Empresa y Estenotipista e Intérprete. Ana Magraner, alumna de la segunda promoción de ISSA, recuerda esos momentos de mucha intensidad en la preparación. Eran chicas jóvenes —gran parte de ellas aún no había cumplido los dieciocho—, y algunas vivían lejos de casa. Los dedos se les enredaban y se confundían en las clases de Mecanografía o Estenotipia, y la lengua debía desbrozar nuevos caminos para la fonética de los idiomas aún ignotos que empezaban a descifrar: inglés y alemán. Las profesoras eran oriundas del Reino Unido y de Alemania, lo que daba cierta solemnidad al asunto.

En 1963 también se fundó en el edificio de la calle Urdaneta el Centro de Investigaciones Técnicas de Guipúzcoa con Pachi Tegerizo pluriempleado: liderándolo al tiempo que seguía de subdirector de Tecnun. Su misión consistía en ejercer de laboratorio industrial y de investigación para la provincia, en colaboración con la Escuela de Ingenieros. Un punto clave del modelo era el hecho de que se trataba de una investigación aplicada. No se pretendía solucionar problemas abstractos, sino cuestiones concretas que afrontaban las empresas de la región. En 1982, por un acuerdo con el Gobierno Vasco, nació el CEIT, que convivió durante unos años con el CIT hasta obtener su configuración actual. Su primer director general fue José María Bastero, quien simultáneamente pilotaba la Escuela. Manuel Fuentes era entonces el director científico.  

 

El Laboratorio de Idiomas de ISSA en 1972

 

Podría pensarse que los centros que nacían bajo el impulso de la Universidad adquirirían cada uno una identidad diferente, arraigados en tierras distintas y lejos del edificio Central. Hasta cierto punto eso sucedió, pero se mantuvo un aire de familia mucho más notable que las disparidades idiosincráticas. En el ambiente del IESE, de Tecnun y de ISSA flotaba un clima cálido que marcaba la diferencia. En 1989, durante la entrega del doctorado honoris causa a John H. McArthur, decano de la Escuela de Negocios de Harvard y estrecho colaborador del IESE, don Álvaro del Portillo, segundo gran canciller, confió el secreto a Carlos Cavallé: «Lo que tenéis que hacer es poner sentido cristiano de la vida en todo». Cavallé lo concreta con un ejemplo: los altos directivos se quedaban maravillados con el grado de atención y de detalle que se ofrecía a cada persona. Por ejemplo, al cambiar de aula, siempre había alguien esperando para acompañar a los alumnos a la siguiente actividad con una sonrisa. En Pamplona, San Sebastián y Barcelona se vivía la misma máxima: lo principal siempre era prestar un servicio a la sociedad.  

Quien espoleaba esa misión de servicio era san Josemaría y, para muestra, un botón: en 1963 se reunió en Roma con Antonio Valero, Félix Huerta, Carlos Cavallé y alguno más de los prohombres del IESE. Ellos se explayaron contándole que la business school marchaba a las mil maravillas. Cuando terminaron su exposición, san Josemaría les dijo: «Está muy bien lo que habéis hecho con los empresarios. ¿Por qué no hacéis algo para la gente joven?». La sala se quedó en silencio sopesando las opciones. Cavallé propuso crear másteres. Su idea le condujo a armar el proyecto. Esos esfuerzos se verían recompensados en 2014, cincuenta años después, cuando la revista Financial Times le llamó para entrevistarle por ser el director del primer máster de Europa.

 

CADA VEZ MÁS GRANDE

Tecnun crecía exponencialmente —durante la década de los sesenta superó los seiscientos alumnos— y hubo que aumentar la plantilla de docentes. En 1963 se incorporó Diego Ramírez para enseñar Matemáticas. Antonio Valero le conocía y le recomendó para la Escuela. Había estudiado Ciencias Matemáticas y trabajaba en Zaragoza en la Estación Experimental Agrícola de Aula Dei, un centro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. 

No fue el único que recaló por aquella época en San Sebastián. Javier Gil, que no había cumplido aún los diecisiete años, llegó desde Tolosa como alumno de la tercera promoción, que sería conocida como «la generación yeyé» por el éxito musical de Concha Velasco que sonaba entonces. Los yeyés estrenaron un plan de estudios que redujo el número de cursos de siete a cinco, lo que reunió en las mismas asignaturas a los del primer par de años con los que ya estaban casi en la meta. Al nervio del comienzo en la universidad había que añadirle que compartían clase con chicos dos o cuatro años mayores, algunos incluso más. A esta misma hornada pertenecía Belén Mongelos, la mujer pionera en los estudios de Ingeniería Industrial en nuestra Universidad.

 

Las estudiantes de ISSA aprovechaban los descansos entre clases para salir a relajarse al jardín desde donde tenían vistas privilegiadas de la bahía de la Concha.

 

En el edificio de la calle Urdaneta, en 1965, abrió sus puertas algo deseado por todos: un pequeño bar, ceñido debajo de las escaleras, según se entraba en el hall, a la izquierda, que atendía CiprianoCipriFernández. Más tarde se ocupó también, con la ayuda de Julio Navarro, del servicio de reprografía. Por su carisma y su dedicación, Cipri se convirtió en un verdadero héroe para los alumnos. Ese mismo año cayó como un asteroide en la Escuela un artefacto alienígena: un ordenador, el primero, modelo IBM 1620. Los alumnos y profesores lo usaban con un antediluviano sistema de tarjetas perforadas para realizar cálculos complejos que hoy se resuelven en segundos con un teléfono móvil. Aunque la máquina se ubicó en la primera planta, subir todos esos peldaños de mármol con el aparato a cuestas (era del tamaño de una generosa mesa de reuniones) significó todo un reto. Incluso el habilitar un aula para colocarlo y mantener la temperatura entre veinte y veintidós grados. También había que asegurar unas condiciones de humedad. Los cuidados se asemejaban a los de un recién nacido en la incubadora. Una vez instalada la criatura, solo faltaba aprender a usar algo que muchos no habían visto en su vida. El profesor húngaro Miklos Palfy era de las pocas personas entonces con conocimientos para utilizar aquella máquina, y se incorporó al claustro con el desafío de acercar la informática incluso a los que no se llevaban bien con ella. 

Aquel año puso un pie en San Sebastián otro hombre que marcaría el rumbo de la Escuela de Ingenieros y de toda la Universidad de Navarra. Faltaban aún un lustro para que José María Bastero se sumara al equipo, pero el destino y el mercado laboral lo llevaron a la perla del Cantábrico para trabajar en una naviera.

 

NO VA A SER TODO ESTUDIAR

Javier Gil tenía muy claro que a la Escuela no se iba a jugar: «Los dos primeros años o te dedicabas prácticamente solo a estudiar o no pasabas de curso». Eran planes duros, materias muy exigentes y exámenes que daban miedo. Hacían la función de espada del rey Arturo: solo aquellos dignos de ella terminarían el grado. A partir de tercero podían elegir asignaturas para especializarse. Por ejemplo, Ingeniería Industrial ofrecía, con el nuevo plan de 1964, las ramas de Mecánica, Electricidad y Electrónica y Metalurgia.

Pasado el tercer curso, el estudio seguía siendo intenso, pero había más oportunidades de disfrutar de la vida universitaria. Las tardes repletas de libros y los escritorios ocupados de sol a sol dieron paso a las horas a la luz de la luna. El acontecimiento del año era el paso del ecuador, cuando los alumnos celebraban que habían logrado completar la primera mitad de su carrera. Todo empezaba con la selección de la madrina del festejo. Escogían a una joven conocida y de familia bien de la ciudad que patrocinara la fiesta.  En paralelo se organizaban otros eventos. En una ocasión se planeó un popular desfile de modelos: los chicos de Tecnun salían a la pasarela vestidos de marcas de tiendas de San Sebastián para promocionar su ropa o vendían bufandas con los colores terrosos distintivos de ingeniería. Todos eran voluntarios, y, para confirmar el tópico del desparpajo, abundaban los andaluces. 

 

En ISSA, la formación se enriquecía con el ambiente internacional de sus compañeras o profesoras de idiomas.

 

En una de esas reuniones de 1970 se conocieron el yeyé Javier Gil y Gloria Guerrero, que un año antes había comenzado a trabajar en ISSA y se encargaba de las Relaciones Públicas del centro al mismo tiempo que impartía clases. Aquella amistad terminó en un feliz matrimonio. No existía internet y Gloria hacía muchas visitas para invitar a gente interesante a participar en mesas redondas o conferencias en ISSA. Lo suyo, aunque no tuviera ese nombre, era el multitasking. Además de aquellas visitas y de la docencia, se encargaba de atender a los medios de comunicación, las relaciones públicas, los actos académicos y la promoción. Junto con todo eso, asumía la importante labor de mantener viva la llama de las alumni a través de unas reuniones anuales. 

Galopando el estudio y la diversión, las treinta y cinco chicas de ISSA que habían comenzado sus estudios en 1963 veían cada vez más cerca la meta y las ofertas de empleo. La segunda promoción, a la que pertenece Ana Magraner, visitó Italia como viaje de fin de carrera junto con Karmele Azpiazu, una profesora que, valiente o inocentemente, se ofreció para acompañarlas. Azpiazu era la más joven del claustro y, según Magraner, la única capaz de seguirles el ritmo a las estudiantes. Casi sesenta años después, todavía se acuerda del paseo en góndola por los canales de Venecia.

El claustro académico y administrativo que albergaba Villa Eva no era muy abultado. Una gran mesa circular se alargaba en la sala de profesores. En ella se reunían Gloria Guerrero y el resto de docentes. Ahí pasó muchas tardes. Recuerda con cariño aquellas en las que el abultado vientre de sus embarazos complicaba la tarea de sentarse y sus compañeras, serviciales como siempre, le ofrecían ayuda. Desde su comienzo, las alumnas que llenaban las aulas venían de distintas partes del mundo, desde Europa hasta Latinoamérica. El carácter internacional, tanto de origen como de proyección, logró situar a las estudiantes en instituciones de alto nivel, desde la Unesco hasta los ministerios de Asuntos Sociales y Cultura, pasando por la presidencia del Gobierno o la Comisión Europea. En todos esos lugares trabajó Ana Magraner entre 1979 y 2013.

 

Pachi Tegerizo era conocido como «la madre» por el cariño y cuidado que le otorgaba a cada estudiante y compañero que se cruzara con él por el pasillo o despacho.

 

Aquellos primeros años, por la Nochebuena, en el emblemático palacete donostiarra se celebraba la misa del gallo para las familias de los trabajadores. Los hijos de los empleados de Tecnun y de ISSA acudían con sus pequeñas corbatas y sus trajes de gala, maravillados por aquel inmenso árbol de Navidad que los recibía como en un abrazo. Pilar Ramírez [Ing Ind 89], hija de don Diego, recuerda con la reverencia que solo da la niñez aquella ceremonia. Y también que, después de los villancicos, salía disparada a jugar con los otros niños mientras los padres despachaban las últimas y calurosas felicitaciones entre colegas. 

Pero todavía hay más. No contentos con pasar esa noche santa en un palacio con vistas a la Concha, los más pequeños tuvieron hasta los años setenta la fortuna de ver la cabalgata de los Reyes Magos desde el balcón del edificio de Urdaneta, donde quedaban tan a la par de los protagonistas del desfile que casi podían tirarle a Melchor de las barbas. Quizá pocas anécdotas den mejor cuenta del espíritu familiar que llenaba de cariño y de sentido los primeros pasos de la Universidad en Donosti. Crecía una convivencia más allá de lo profesional, hasta el punto de que los profesores y administrativos —y sus familias— eran, más que compañeros, amigos. 


 

CAMBIO DE GENERACIÓN

Desde Cataluña, en aquella época, el IESE ayudó a desarrollar quince escuelas de dirección por todo el mundo. La red de centros asociados alcanzó países como México, Argentina o Estados Unidos. Podría decirse que cerraron su primera etapa en 1967, cuando a Antonio Valero le sustituyó al frente del proyecto Juan Ginebra Torra. Al mismo tiempo, en el País Vasco, los primeros años de Tecnun supusieron un crecimiento imparable. Algunos profesores avanzaban en su carrera académica, como Diego Ramírez, que ganó la cátedra en 1966. Fue el primer profesor de la Escuela en lograrlo. Para 1967 ya se había multiplicado por trece el número de matriculados: de los 45 de la primera promoción a 614. Las aulas empezaban a quedarse pequeñas, de modo que Joaquín Casellas y su equipo se lanzaron a la construcción de tres nuevos edificios en el barrio de Ibaeta, el germen del actual campus de San Sebastián. En el nuevo complejo se desarrollaría también el CEIT.

No se trató propiamente de un traslado: durante veintidós años se mantuvieron ambas sedes. Los estudiantes trajinaban en el autobús de Tolosa desde el centro de la ciudad a ese nuevo vecindario que entonces apenas contaba con unos caseríos en el paisaje. Allí superó Javier Gil sus últimos exámenes de la carrera.

 

En la tercera planta del edificio de Urdaneta, habilitaron un espacio amplio para clases. En la primera, se ubicó, en 1965, el primer ordenador de la Escuela, un modelo IBM 1620.

 

El brillo que caracteriza el ambiente de San Sebastián se tornó gris en los años setenta. En un clima de tensión social y política, la causa de ETA se intentó colar en las aulas. Las actividades extrauniversitarias estaban tan reguladas por el régimen franquista que debían obtener el permiso del gobierno civil para realizarse. Si se trataba de una conferencia, por ejemplo, debían entregar un resumen sobre el tema para obtener el nihil obstat. En agosto de 1968, la banda terrorista ETA perpetró su primer asesinato, el de Melitón Manzanas, en Irún. Aquello cubrió la ciudad con un velo de temor e incertidumbre que se mantuvo durante muchos años, enrareció hasta el extremo la convivencia social y marcó, de un modo u otro, a varias generaciones de estudiantes de Tecnun y de ISSA. 

Pero la vida seguía, y en 1969 Javier Gil, Belén Mongelos y el resto de su promoción se graduaron con gran jolgorio. No eran los únicos que dejaban Tecnun atrás. A Diego Ramírez le habían ofrecido el vicedecanato de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra, cargo que asumió desde la capital guipuzcoana. Al año siguiente, 1970, José María Bastero se incorporó a la Escuela de director de estudios, un puesto de mucho trato con los estudiantes, y, ocho años más tarde, asumió la responsabilidad que dejaba Joaquín Casellas de máximo responsable. En 1977 obtuvo la cátedra, y en 1989, todavía al cargo de la Escuela, cerró definitivamente la etapa de Tecnun en la calle Urdaneta. Fue un mal trago, a decir verdad. Los futuros ingenieros de la Universidad habían pasado casi treinta años hincando los codos, riendo y haciendo amigos en ese edificio del casco histórico de la ciudad.

Cumplidos los tres años de novios, Gloria y Javier se casaron en 1973. Al curso siguiente, él se doctoró en Materiales. Esta investigación le había permitido una estancia en Lovaina (Bélgica) y una estrecha relación con el profesor Jaime Faustman, a quien visitaba en Aquisgrán. Más tarde serían compañeros de trabajo cuando Javier se incorporó al claustro docente. Javier y Gloria recuerdan esta etapa: una emocionante historia de amor que nació en San Sebastián y floreció en seis hijos y veinte nietos que son «lo mejor de nuestra vida». Ambos pusieron, con su porción de implicación en el proyecto, los cimientos de la Universidad en San Sebastián… y mucho más que eso. Javier Gil, después de tantos días, meses, años invertidos en la Universidad, todavía vibra con el mismo entusiasmo. «A mí lo que me gustaría es volver a empezar», dice. Y lo dice de corazón.

 

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