Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Una pena envuelta en serenidad y agradecimiento

Texto: Miguel Ángel Iriarte [Com 97 PhD 16]  Ilustración: Santiago López Piuma [Com 21]  

A los 101 años, el 21 de diciembre falleció Francisco Ponz, rector entre 1966 y 1979, un periodo clave para la consolidación de la Universidad.


«Se muere como se vive. con la misma sencillez con la que gastó su vida impulsando la Universidad de Navarra, nos ha dejado don Francisco». Así resumió el profesor Rafael Domingo la impresión general tras el fallecimiento de don Francisco Ponz, nuestro tercer rector. En total sintonía con su carácter y con su pasión por la Universidad, nos dejó lleno de serenidad, tras sufrir un desvanecimiento en la entrada del edificio Central mientras esperaba a una persona.

Pese a sus 101 años, su salud y su lucidez resultaban llamativas. Eso, y el gran aprecio que todos sentíamos por él, causó una profunda conmoción inicial. Habíamos celebrado con alegría su centenario en 2019 y verle con su mirada sonriente y su autoridad amable siempre edificaba. Sin embargo, superando la pena, enseguida pasamos a agradecer su vida larga y fecunda.

El gran canciller de la Universidad, monseñor Fernando Ocáriz, se fijó en un detalle significativo en una carta que envió al rector, Alfonso Sánchez-Tabernero: «Me ha impresionado saber que ha fallecido a pocos metros de donde se encuentra la primera piedra de la Universidad. También don Francisco representa un pilar, un cimiento de la Universidad de Navarra, a la que ha servido con dedicación y espíritu de servicio, hasta el último día. […] Los que vengan detrás podrán mirar siempre el ejemplo de un profesor preocupado de sus alumnos, un investigador riguroso, un gobernante prudente y delicado, un cristiano cabal».

Cientos de personas se despidieron de don Francisco en el velatorio preparado en el salón de grados y el día 23 se celebró un funeral en la parroquia de San Miguel, presidido por el vicario del Opus Dei en España y vicecanciller de la Universidad, Ignacio Barrera. Se sucedieron las noticias y obituarios en distintos medios de comunicación.

Hace unas semanas pasaron por la redacción de Nuestro Tiempo las que quizá sean las últimas páginas que escribió don Francisco: unos recuerdos personales firmados en noviembre que resumen momentos destacados de su vida y de la celebración de su centenario. A ese documento, que probablemente se publique pronto, pertenecen algunas citas que aparecen en este artículo.

 

1966: UNA PROPUESTA INESPERADA

Francisco Ponz nació en Huesca en 1919. Allí conoció a una persona que luego resultó fundamental para él: José María Albareda, entonces catedrático de instituto y, más adelante, secretario general del CSIC (1939-1966) y segundo rector de la Universidad de Navarra (1960-1966). Tras el bachillerato se trasladó a Madrid, donde estudió Ciencias Naturales. En 1939 conoció, precisamente a través de Albareda, a Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, una persona y una institución sin las cuales no se entendería la vida de don Francisco: «Pedí la admisión el 10 de febrero de 1940. Fue una luz que ha iluminado el sentido de mi vida, la razón de mi existencia. Entonces no habría más de dos docenas de personas en la Obra, pero la fe y el amor a Dios del Padre [san Josemaría] nos fortalecían en la seguridad de que se habría de extender por todo el mundo en servicio de la Iglesia y de las almas».

Se doctoró en 1942 y amplió estudios en Zúrich y Friburgo (Suiza). En 1944 obtuvo la cátedra de Fisiología Animal en la Universidad de Barcelona. Tras veintidós años de trabajo científico intenso y con una posición académica asentada, en 1966 san Josemaría le preguntó si tenía inconveniente en ser rector de la Universidad de Navarra. Esta petición muestra la confianza total del gran canciller en él; José María Albareda había fallecido en marzo y la Universidad se encontraba en pleno crecimiento. «No pude evitar un sincero gesto de incompetencia para esa función, pero él me alentó diciéndome que contaría con el apoyo de valiosos colaboradores. Dejé Barcelona y desde entonces —resume escuetamente— he residido hasta hoy en Pamplona como rector (1966-1979), vicerrector (1979-1992), catedrático en activo (1966-1997) y emérito desde 1997, compaginando las tareas de gobierno en la Universidad de Navarra con las propias de profesor».

En su primer discurso como rector, en junio en 1966, alabó el legado recibido de sus predecesores: «Indudablemente el trabajo más difícil ha sido realizado ya. A mí solo me corresponde proseguirlo. Las líneas generales están trazadas, el tono universitario está logrado, el ritmo de crecimiento también está marcado ya». Sin embargo, durante los años de don Francisco en el Rectorado, en palabras del profesor Manolo Blasco, «la Universidad de Navarra se hizo mayor»; no solo por los edificios construidos y los nuevos estudios, que fueron muchos, sino por su mayor arraigo en Navarra y su proyección internacional. De hecho, al “doctor Ponz” —una denominación muy empleada en el campus— siempre le asombró que figuras reconocidas de las ciencias y las artes recibieran con gusto la distinción como doctores honoris causa en una institución con apenas veinte años de trayectoria.

En ese desarrollo, don Francisco demostró ser un maestro en el arte de gobernar. Escuchaba mucho, también a personas más jóvenes que él. Y luego, pese a su cierta reserva ante todo protagonismo, actuaba con determinación. Todavía se recuerda cómo solventó la sentada de estudiantes en Rectorado en el contexto de Mayo del 68. El rector salió de su despacho y oyó las reivindicaciones de los manifestantes. Comprobó que se trataba de cuestiones políticas relativas al régimen del momento. Sin entrar en su contenido y sin levantar la voz, explicó a los presentes que según los estatutos de la Universidad, por tratarse de un centro académico, no tenían cabida en ella los actos políticos de ningún signo. Les animó a irse porque, en caso contrario, debería ordenar su desalojo y abrirles expedientes disciplinarios. Ante un planteamiento tan neto, los estudiantes se levantaron, limpiaron la zona que habían ocupado y se marcharon pacíficamente.

 

VISIÓN AMPLIA Y LEGADO RICO

Durante sus años como rector y vicerrector (1966-1992), don Francisco mantuvo contacto con su materia de estudio, la fisiología animal: tomaron forma entonces los tres volúmenes de Francisco Ponz Piedrafita: obra científica: 1943-1991. Además, dedicó tiempo a la reflexión sobre la institución universitaria. Sus discursos e intervenciones, siempre precisos y con una prosa que mezclaba la sobriedad oscense con una visión amplia e ilusionante, dieron lugar a libros como Escritos sobre el quehacer universitario (1988) y artículos como «Principios fundamentales de la Universidad de Navarra» (2001), textos de referencia para quienes deseen conocer la historia del centro y su carácter propio.

«Don Francisco estaba siempre pensando en los demás o trabajando para los demás», comentó un profesor tras su fallecimiento. Ciertamente, impresiona cómo, una vez jubilado, dedicó «muchas horas —son palabras suyas— a consultar libros y papeles en bibliotecas y archivos, estrujando mi memoria y la de otros, por su posible interés para la historia de la Universidad». De ahí salieron varios miles de folios que preparó «como base de datos, no para su publicación» y que entregó hace dos años en Rectorado. Otra tarea reseñable, relacionada con la anterior, fue el asesoramiento y transmisión de experiencia a varias universidades de América —Argentina, Colombia, etcétera— inspiradas, como la de Navarra, en las enseñanzas de san Josemaría.

A pesar de los premios y reconocimientos recibidos —entre ellos la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio o la Medalla de Oro de la Universidad—, la modestia de don Francisco realzaba su grandeza. Así lo muestran las líneas finales de sus recuerdos, en que resume los meses más recientes, que resultaron ser los últimos para él: «Luego vino esta pandemia del covid-19 que, al menos por ahora, me respeta, no se mete conmigo. He podido celebrar los 101. Sin duda tengo ahora más presente el montón de errores y omisiones de mi vida por los que pido perdón al Señor, y los muchos motivos para dar gracias a Dios, a la Santísima Virgen y a infinidad de personas, del Opus Dei y de fuera de él, por su paciencia aguantando a este torpe borriquillo», un animal del cual san Josemaría aconsejaba imitar la capacidad de trabajo y la nobleza.

Don Francisco estuvo en su sitio hasta el final. Como escribió el vicerrector de Comunicación y Desarrollo, Gonzalo Robles, «su muerte, una tarde cualquiera de un lunes como cualquier otro, en la misma entrada del Central que cruzó tantas veces, no deja de ser una epifanía de su ars vivendi». Los que trabajaban en ese momento en el edificio se acercaron para ofrecer su ayuda. «Para quienes estábamos allí —continuaba Robles—, rezando por una improbable recuperación y dándole las gracias, su cuerpo gastado sobre aquellas losas era la imagen de su vida: el corazón en el suelo para que los demás pisen blando».

 

 

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