Vagón-bar
Estarse quieto
He comenzado moviéndome, muy contra mi apetencia, subiendo y bajando varias veces la autopista que lleva de A Coruña a Oporto: una especie de tobogán que discurre paralelo al Atlántico y regala verdor, historia y mar en sus contornos. Me gusta. Parece nueva cada vez, cualquier ligera mudanza de clima la transforma, aunque permanezcan siempre esos nombres al lado del camino que invitan a detenerse o a desviarse: Santiago de Compostela, Padrón, Pontevedra, Illa de San Simón, Vigo, Tui, Gondomar, Valença, Braga, Santo Tirso, Maia, Famalicao, Gondomar de nuevo. El paisaje, como todos, también cambia mucho según qué lleves en el alma: subí hace años esa autopista para despedirme de mi padre y la bajé muchas veces soñando días de paz en Enxomil. Días de estarse quieto.
Cada uno se recompone como puede. A unos les da, y los comprendo, por tragar miles de kilómetros, por desplazarse lo más lejos posible en busca de lo insólito, siempre rodeados de gente y barullo, siempre a punto de no llegar a alguna parte o de perderse.
A mí me da por estarme quieto, pasmado si es posible. No disparo ni una foto, no grabo ni medio vídeo. Tampoco tengo nada que compartir en WhatsApp, en Facebook o en Twitter. Me callo. Me siento y leo. A veces con una cerveza, a veces junto al mar, a veces en la ribera del Duero a su paso por Oporto, mirando desde Gaia cómo se amontona la ciudad en mil asimetrías y colores, con las casas aupándose unas sobre las otras para ver cómo entran y salen los barcos: viejos rabelos y gabarras, veleros deportivos y cruceros bulliciosos que remontan el río hasta su tramo español. También escucho mucho, sobre todo a los más próximos, a menudo mientras caminamos. Aprendo. Y los días se me hacen anchos y cortos, buenos.
Al principio, al cuerpo le cuesta pararse y estarse quieto, y a la cabeza, más. Los primeros días de descanso parecen días de niebla suave, algo desafinados, borrosos como el despertar de una anestesia, lleno de luces desvaídas y voces o ecos que no se distinguen. O como cuando uno quiere escuchar música, pero anda con demasiadas cosas a vueltas que se atropellan sin decoro unas a otras disputando la atención de la mente. Si uno se queda quieto e insiste y va apagando lucecitas y monólogos, la música lo disuelve todo y queda la armonía sola, sin espacio para nada más.
Y después de un buen rato, pongamos una semana o semana y media para el caso de las vacaciones, se recupera el control de las lucecitas, ya no quedan monólogos aturullados y vuelven poco a poco las ganas de volver.
Porque unas vacaciones auténticas, bien aprovechadas, incluyen las ganas de volver. Y estas solo comparecen si hay adónde y, sobre todo, si hay a quién. Si no hay adónde ni a quién volver, familia y proyecto, resulta probable que las vacaciones encubran apenas una huida vulgar: la gran evasión de uno mismo que suele concluir en un bajón inferior al del punto de partida. Por eso los periódicos se llenan en septiembre de síndromes postvacacionales. Porque las escapadas de ese tipo están casi siempre abocadas al fracaso. Por muy bien que hayan sido planificadas, raramente acaban alcanzando la ansiada libertad.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.