Vagón-bar
Cuando lean esto, ya habrá pasado la temporada de graduaciones, no solo en las universidades, sino también en las guarderías y en todas las etapas de la primaria y de la secundaria. Fui el otro día a encargar un pantalón y me dijeron que «en esta temporada de ceremonias» ya no daban para más, estaban abrumados de pedidos. Hasta hace poco, la primavera era tiempo de primeras comuniones multitudinarias, a las que desde hace unos años se suman todas esas graduaciones. Cuando me toca hablar en tales actos, suelo insistir en un argumento viejo que me es particularmente querido: que huyan de lo fácil, de la vida fácil, de las soluciones fáciles, del dinero fácil, de las personas fáciles, del chiste fácil. Desde 1999 conseguí evitar que se organizara ceremonia de graduación en el Máster que dirijo, pero el año pasado tuve que claudicar. Hablé y dije lo de siempre. Pero si tengo que discursear todos los junios y en el mismo sitio, aunque cambie la audiencia, no debería repetirme. Así que ando dándole vueltas.
Como nos dedicamos al mundo de la cultura —eso que alguien llamó hace poco el negocio de la vanidad, quizá el que más dinero mueve en el mundo— acaso convenga subrayar para qué sirve la cultura y qué significa ganarse la vida con semejante trabajo. Me acordé de una anécdota tan suculenta como, probablemente, falsa. De hecho no he conseguido verificarla, pese a que aparece por todas partes, como un auténtico fenómeno viral. Me refiero a aquella respuesta que Winston Churchill, supuestamente, dio a su ministro de finanzas —el interlocutor cambia o se difumina en las distintas versiones— cuando en plena Guerra Mundial le dijo que las necesidades militares obligaban a recortar el presupuesto de Cultura. Según unos, Churchill respondió: «Entonces, ¿para qué hacemos la guerra?» Y según otros: «Entonces, ¿para qué luchamos?»
También se me ocurrió que podría citar el memorable discurso que pronunció Víctor Hugo en la Asamblea el 18 de noviembre de 1848, para oponerse a los recortes presupuestarios en la misma materia. Otro texto también muy conocido y citado, porque, al defender la cultura, Víctor Hugo proclama que la ignorancia y el oscurecimiento moral son mucho más peligrosos y dañinos que la pobreza. Esta idea, cuando tratamos de la industria de la comunicación y el entretenimiento, adquiere matices nuevos en pleno 2019: no falta dinero, falta gente que entienda que los contenidos —además de rentabilidad— pueden generar claridad y belleza o confusión y miseria moral.
Todavía quedan un par de semanas para la ceremonia, así que no sé si me decidiré por una de las dos referencias o por ninguna. En este último caso, probablemente, optaré por un consejo sencillo, pero muy necesario para los nuevos profesionales en los días que corren. La mayoría de los discursos de graduación insisten en los mismos argumentos: nunca rendirse, perseguir nuestros sueños y esas cosas. Me pasaron hace poco el vídeo de un almirante que habla en la graduación de la Universidad de Texas y organiza sus recomendaciones apoyándose en el entrenamiento de los SEAL, el grupo de operaciones especiales más importante o más notorio del ejército de los Estados Unidos. Me pareció que el primer consejo era el aprovechable: háganse la cama por la mañana, porque empezarán el día con una cosa bien hecha y, si la jornada resulta miserable, al menos llegarán rendidos a descansar en una cama en condiciones.
A los nuevos profesionales de hoy, me parece, hay que recordarles sobre todo una cosa: que el prestigio profesional no se consigue en dos días, sino en muchos que terminan sumando años y, a veces, decenios. Porque la gran tentación reside en querer cambiar de trabajo o incluso de orientación profesional si ven que no triunfan inmediatamente o si perciben que ni siquiera están cerca, que les falta mucho para situarse entre los mejores. Claro, ¿qué pensaban? La competencia y el prestigio correspondiente se ganan aplicando mucho esfuerzo, con éxitos y fracasos, durante mucho tiempo. Salvo en el caso de unos pocos genios, que se llaman así, precisamente, por su carácter excepcional. Para quienes trabajamos en el negocio de la vanidad, saber esto se convierte en condición de supervivencia. La vanidad destruye a quien la padece y a quienes padecen al vanidoso. Incluso en su versión más suave, produce una inseguridad espantosa, desestabilizadora. Por eso hay que avisarles.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade de Coruña.