Vagón-bar
Decía Samuel Johnson que, cuando algo le preocupaba o angustiaba mucho, intentaba mirarlo con la perspectiva de un año después y, al hacerlo, casi siempre se quedaba muy tranquilo. Si la perspectiva se va a los trece o catorce años, el motivo de aquella angustia puede caer en un olvido cerrado.
Una mañana de finales de 2001 o principios de 2002, cuando salía del garaje camino de no sé dónde, sentí una tremenda soledad: tenía que afrontar algo que ahora ni siquiera recuerdo. Me vino a la imaginación una imagen: unos soldados americanos subiendo en hilera por las montañas de Tora Bora camino de las temibles cuevas —luego resultó que no eran para tanto— donde se suponía que andaba escondiéndose Bin Laden. Iban en quads, en fila, muy distanciados unos de otros. Había visto la foto en un periódico. Quizá el blanco y negro agudizaba la soledad de aquellos hombres que avanzaban hacia un peligro terrible. Entonces se me ocurrió: claro, así lo vería Miguel Lluch: mi coche es el quad y voy a por ellos. Me entró la risa, porque podía evocar con precisión su grito: «¡A por ellos!».
Miguel tenía una visión épica de la vida que exageraba mucho, porque sabía que nos hacía gracia. Conocía de memoria los diálogos completos de muchas películas y disfrutaba recitando con énfasis la arenga que abre Patton, en especial aquel párrafo: «Y si dentro de treinta años, sentados junto al hogar y con vuestro nieto sobre las rodillas, él os pregunta qué es lo que hicisteis en la Segunda Guerra Mundial, no tendréis que contestarle: “Pues... acarreé estiércol en Louisiana”».
También se sabía enteras, por ejemplo, La princesa prometida y Atrapado en el tiempo. Ambas cintas conjugan ternura, humor y épica, aunque de un modo muy diferente cada una. Tuve la suerte de convivir unos pocos años en Pamplona con don Miguel, hace ya quince, y luego no le he vuelto a ver. Sin embargo, la noticia de su fallecimiento casi me derriba: quizá por lo repentina o porque somos de la misma edad o, simplemente, porque, aun sin tratarle ahora, le quería mucho. Quizá por su tremenda sencillez: él nunca era problema. Aceptaba cualquier cosa, incluso cuando le decía algo injusto, solo para bromear: si no advertía a la primera que estaba metiéndome con él, se limitaba a decir: «Ya», y no discutía. Entonces, desarmado, tenía que explicarle que estaba enredando, que no lo decía en serio. Quizá en esa capacidad de prescindir de sí mismo residía su discernimiento, su sensibilidad para percibir que te pasaba algo. Recuerdo una vez que entró en mi cuarto, me hizo un comentario rápido que, en el fondo, era una pregunta. Le dije una frase que él entendió apenas empecé a construirla y, antes de que la acabara, ya la había glosado con otro comentario breve —no era un consejo— que tuvo la virtualidad de dejarme completamente tranquilo, en paz. Porque a veces basta con que alguien te entienda.
Con Miguel, descubrí los sesudos ensayos de Romano Guardini y, a la vez, me reí como un bobo. Solo quien le conocía bien podía percibir cuándo estaba fatigado o contrariado, porque lo disimulaba con la última anécdota que le había ocurrido y en la que casi siempre quedaba mal, como un «tontín», decía: el último baldosazo —palabra que inventó para describir la situación en la que alguien, justo cuando tienes mucha prisa, te fija en una baldosa para contarte largamente un asunto menor— o se quejaba en broma porque no conseguía escribir nada heterodoxo, o hacía un comentario incisivo para inflamar una controversia inmediata, al tiempo que con las manos iniciaba el gesto de quien enciende una mecha y... se iba. Sus dos doctorados en universidades de mucho prestigio, la calidad de sus publicaciones, la brillantez de sus clases y prédicas... nada de eso comparecía jamás. Teníamos que enterarnos por terceros. Él estaba en lo suyo, en responder fielmente a lo que San Josemaría quería de sus curas: que fueran santos, humildes, alegres, doctos y deportistas.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.
@pacosanchez
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