Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

Domingo Villar, artesanía y maestría

Texto: Joseluís González [Filg 82], profesor y escritor.

La eclosión editorial de novelas policiacas ha traído novedades. Destaca el gallego Domingo Villar con su inspector Leo Caldas. Con solo tres novelas, fluidas —y ásperas—, sabe destejer la historia de un crimen y contar el mundo desde los aledaños del Atlántico


En la primera novela que leí de Agatha Christie descubrí el asesino. En la segunda no. En la tercera tampoco. Pero, aunque yo era aún adolescente, sí me di cuenta del truco: la narradora escamoteaba datos. No le daba todo al lector.

Con el tiempo y los libros fui aprendiendo que no hace falta siempre contar la historia entera. Hemingway, por ejemplo, en sus cuentos de hace ya también casi un siglo, tapa cosas, atenúa actos, desvía fichas o las retira del tablero, pero no engaña. Ofrece al lector encarnar un papel: completar huecos. Ver algo más entre las paralelas de las líneas del libro. Por ejemplo, si a las dos solitarias maletas de una pareja apenas les caben más pegatinas y marbetes de hoteles, significa que no suelen pasar más de una noche en el mismo sitio y viajan sin adentrar raíces, casi dando tumbos. Que no comparten de lleno un proyecto común. Que esa relación se agrieta.

Eso sí: aquella escritora británica sabía contar. Contar y calcular. Marcaba el compás de la expectación. Ponía una cosa y a continuación otra, no embarullaba los episodios, resumía a sus personajes, que alineaba en la primera página par de cada novela, hacía avanzar con ingenio la intriga y revoleteaba con una acrobacia al final. Pero no desbrozaba el interior de nadie, no se internaba en la épica del alma. Pero no retrataba los altibajos de la sociedad en que se encontraban los cadáveres. Pero no sajaba la podredumbre ni lo más frágil de nosotros. Pero no te quedabas pensando en la vida ni en esa certeza de que, cuando la luz avanza, retrocede la oscuridad. Narraba bien pero no construía grandes novelas.

Sí construye novelas de verdad y artísticas Domingo Villar (Vigo, 1971). Y sin descartar lo escabroso de la condición humana, lo que echa para atrás a la conciencia. Aunque es desde 1989 madrileiro —gallego que reside en Madrid—, se nota su afecto y admiración por la tierra y la ría en que creció. Escribió guiones, trabajó en radio. De momento lleva publicadas tres novelas: Ojos de agua (2006), La playa de los ahogados (2010) y la que, tras quinientos folios tecleados con el título Cruces de piedra, los cruceiros, comprendió que debía rehacer y acabó con doscientas muchas páginas más, y distinta, convertida en El último barco (2019). Su éxito de lectores, de premios, de traducciones —una veintena de idiomas—, de ventas… es innegable. De reconocimientos internacionales, aun estando ubicadas en su lugar natal, Vigo. O quizá por estar ambientadas allí. Vigo es una populosa ciudad portuaria, limita con una frontera hecha Miño y océano y tiene pasado milenario y pasado reciente, más un paisaje de hermosura difícil de repetir, más sus propios errores urbanísticos: un autor de novelas policiacas debe aprovechar tan buen escenario. Domingo Villar perfila las descripciones —líricas, contenidas—, en gallego, y los diálogos —irreprochables técnicamente— en español. El resto también lo hace muy bien. Porque concreta y construye. Porque encarna.

Ha modelado buenos personajes buenos. Y malvados con el alma enmohecida y turbia. La verosimilitud preside los breves capítulos. Cenan y recogen la mesa. Como hace Cervantes. Fuman, se confunden, pasan calor. Aprecian y comparten el vino y el buen yantar. El joven comisario Leo Caldas, vigués, es el mejor de esas páginas. Colabora desganado en un programa de radio, es inteligente, quiere a su padre, bodeguero sutil de albariño, tiene inclinación al jazz, lee, puede pasarse horas mirando una chimenea encendida, no habla de más, escuchar no le importa, siente compasión... y ama a Alba. No hay descripción física suya completa en las novelas. Su ayudante, en cambio, un zaragozano grandullón, expeditivo, volcánico, Rafael Estévez, no entiende el temperamento galaico. Pero tiene maño —magno— el corazón. Forman el contrapunto de esos dúos peculiares de las novelas policiacas, y Villar lo aprovecha para crear la distensión del humor.

No quiero pisotear las tramas. Cadáveres desnudos y tumefactos. Ahogados con las manos atadas con bridas. Hijas de médicos desaparecidas. Alguno de ustedes tal vez deje de leer a las no muchas páginas, abrumado por la podredumbre. Se perderá la hondura de los temas. Tras amores homoeróticos o el miedo mudo resalta la ceguera a la que arrastra el pecado de la codicia. Ni Villar ni Caldas ni el narrador prejuzgan ni sentencian. Cada capítulo se abre con una palabra y sus multiformes acepciones de diccionario. Como la vida: significados parecidos o no tanto multiplican la realidad.

 

 

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