Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

¿Existe un dolor patrimonial?

Texto: Jorge Collar, periodista y decano de los críticos del Festival de Cannes. 

Detroit, de Kathryn Bigelow, habla de racismo y de la no alcanzada imparcialidad de la justicia. Algunas voces cuestionan que la directora pueda tratar de estos hechos.



Cuando Kathryn Bigelow decidió rodar Detroit, y recordar el 40 aniversario de los disturbios de la capital del automóvil que se saldaban con la muerte en manos de la Policía de tres afroamericanos, sabía que entraba en una zona peligrosa de fuerte impacto social. Pero ya había corrido riesgos semejantes al evocar, en sus dos películas precedentes, la guerra de Irak en En tierra hostil (The Hurt Locker, 2009) y la caza implacable de Bin Laden en La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012). No era la primera vez que se le dirigían reproches. Desde siempre, algunos rechazaban la fuerza de un cine que no se avenía a la imagen que se hacían de la obra de una mujer.

Detroit es de nuevo un filme especialmente duro, con detalles de una violencia que puede incomodar. Todo, en un estilo realista, casi documental, que cuenta su historia a partir de los hechos de la noche del 23 de julio de 1967 que condujeron a cinco días de disturbios, pillajes e incendios en Detroit. Por un lado, la Policía y la Guardia Nacional; por el otro, la comunidad afroamericana de ciertos barrios de la ciudad. Estos incidentes sirven de fondo narrativo para una historia que se centra en un grupo de personajes de la Policía y de nueve afroamericanos detenidos por un suceso que podría haber sido trivial pero que adquirió proporciones trágicas. 

Varios amigos celebran el retorno de un soldado de Vietnam en compañía de dos mujeres blancas en el Algiers Motel, un club privado. Entre ellos, los miembros de un grupo musical —The Dramatics— cuya primera actuación en público interrumpe la Policía. Uno de los asistentes comete el error de disparar al aire con una pistola de fogueo desde la ventana del establecimiento. El ruido del disparo hace creer a las fuerzas de seguridad que se trata de un francotirador que atenta contra la autoridad. La Policía detiene a todo el grupo tratando de saber quién es  el autor del disparo. El interrogatorio —de una brutalidad a veces insostenible, que causará tres víctimas mortales— constituye la primera parte de la película. La segunda aborda el proceso de los policías responsables de las muertes, que no serán finalmente condenados.

Como de costumbre, Kathryn Bigelow  domina su relato. Cada personaje desempeña un determinado papel en una noche de violencia en la que el espectador será testigo de unos hechos subrayados por una fuerte tensión racial. La directora,  marcada desde los quince años por el impacto de esos incidentes, y su guionista, Mark Boal, han recogido numerosos testimonios y pueden afirmar que lo que cuentan en la película refleja la realidad. El espectador debe saber que en este caso no hay un personaje central portador de un mensaje positivo, si bien el interpretado por John Boyega podría haberlo sido. 

El esfuerzo de seguir fielmente lo ocurrido y la voluntad de ser imparcial no han librado a Kathryn Bigelow de las críticas. En primer lugar, las subjetivas que suscita  todo relato histórico de hechos polémicos. Aunque la película denuncie una acción negativa de la Policía, se ha dicho que los agentes racistas son solo una  minoría, en torno a Krauss (Will Poulter), que es, además, un personaje de ficción. También se ha denunciado la falta de elementos para juzgar la situación de la comunidad afroamericana frente a la dureza de la segregación racial. 

Pero quizá la razón fundamental de la polémica que ha rodeado la película en Estados Unidos está contenida en la interrogante que aparecía en Variety, la publicación casi oficial de la industria cinematográfica americana: ¿puede Kathryn Bigelow, una mujer blanca que ha crecido en San Francisco en el seno de una familia burguesa y que ha cursado sus estudios en Columbia (una universidad de la élite social), defender una causa que no ha podido compartir con todo su ser? Quienes lanzan esta pregunta dan también la respuesta, rotundamente negativa. El tema del racismo en América se trasformaría, así, en una especie de coto cerrado, de un dolor patrimonial que solo un afroamericano podría afrontar. Bigelow respondía a este razonamiento con una evidencia: «Quizá yo no soy la persona más indicada para abordar este tema, pero nadie lo ha hecho en los cuarenta años que han pasado desde los sucesos». Parece obvio que establecer barreras de razas para limitar la evocación de acontecimientos históricos como si fueran el patrimonio de un grupo sería ya una forma de racismo. 


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