Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El éxito de todos los fracasos

Texto Joseluís González [Filg 82]

Varios ejemplos muestran cómo zigzaguea el arte con la noción de éxito y del primer descalabro o del tercero.



La Traviata se estrenó, sin éxito, en el teatro La Fenice de Venecia el primer domingo de marzo de 1853. El público se burló de la representación y lanzó sus pullas a la soprano Fanny Salvini-Donatelli, que encarnaba el papel principal, Violetta. Aunque era una cantante admirada, el auditorio la consideró demasiado mayor —tenía 38 años— y con sobrepeso: no encajaba en el papel dramático de Violetta Valery, una jovencita que muere de consunción, débil y enflaquecida. Verdi había procurado convencer al gerente del teatro para que le dieran esa particella a una voz más juvenil. Pero no lo consiguió. El primero de los tres actos acabó con aplausos. En el segundo, el público se puso en contra del estreno: se burlaron del barítono y también del tenor. Concluida la ópera, el respetable se rió a carcajadas, en vez de apreciar lo trágico del final. Al día siguiente, Verdi le escribió a su amigo Muzio en una carta ahora famosa: “La Traviata anoche, un fracaso. ¿Fallo mío o de los cantantes? El tiempo lo dirá”.

A mediados de 1982 —la película se ambientaba en el Los Ángeles de 2019— las primeras críticas de prensa especializada que recibió Blade Runner (Ridley Scott) resultaban contradictorias. Para unos carecía del ritmo narrativo propio de un largometraje de acción, y más bien se supeditaba a los efectos especiales. Algunos, en cambio, valoraban su compleja red temática: la deshumanización tecnológica, las desigualdades, la dignidad del arrepentimiento, la fuerza del amor, la porosidad del tiempo y los recuerdos, la inmortalidad, el magnetismo de los sentimientos… La película no obtuvo buenos resultados de taquilla en los cines estadounidenses —coincidía en la cartelera con E.T, de Spielberg—, pero sí en el resto del planeta. La apreciaron los cinéfilos y el mundo académico. Logró tan rápido su éxito como cinta de alquiler en los videoclubs —el buen cine gana al verse más de una vez—, que fue una de las pioneras en estrenarse en formato DVD.

Serguéi Rajmáninov tenía veintipoquísimos años, esperanzados, cuando compuso su Sinfonía n.º 1 en re menor, Op. 13, en una finca de campo, entre enero y octubre de 1895, a una media de ocho horas diarias. La obra tardó meses en estrenarse: en San Petersburgo, el 28 de marzo de 1897. Confiaba en alcanzar un éxito fulminante. Fue un contundente fracaso. Jamás volvió a interpretarse en los cuarenta y tres años más que vivió el compositor ruso fallecido en Beverly Hills. El fiasco de la primera interpretación lo avivaron unos cuantos motivos: el director, Aleksandr Glazunov, trabajó pésimamente, se saltó compases, metió varios cambios en la orquestación. Algunos asistentes al concierto comentaron, al acabar la función, que Glazunov parecía estar borracho. Además, el estilo innovador de esa música no encajaba con los gustos del auditorio, y menos con los de los especialistas, que consideraban extraño que se apartara del estilo encabezado entonces por Rimski-Kórsakov. La crítica ridiculizó aquella sinfonía de Rajmáninov, y su juventud declinó en una depresión. Se dijo que rompió la partitura, pero no es verdad: al marcharse al exilio la dejó en su apartamento de Moscú. Tras meses de médicos, apartado de la creación pero no del atril, retomó la escritura musical y, entre el otoño de 1900 y abril de 1901, compuso los pentagramas del Concierto para piano n.º 2, Op. 18. Al completo se estrenó, con el propio compositor como solista en el teclado, a finales de octubre de aquel año. Su primo Aleksandr Ziloti dirigió la orquesta. Los tensos acordes al piano del primer movimiento caen del aire como bronces de campana inolvidables. Este reconocimiento del talento de Rajmáninov le abrió una triple dimensión en su carrera: compositor, pianista y director. Dedicó el concierto al médico psiquiatra que lo había tratado. Esta obra es una de sus piezas más recordadas, y le supuso un sólido reconocimiento y fama como compositor de conciertos.

Cualquiera podría añadir ejemplos de cómo zigzaguea el arte con la noción de éxito y del primer descalabro o del tercero. Ese curioso teórico francés, Paul Virilio, sostiene esta devastadora consecuencia: que cada invento lleva ya dentro su catástrofe. Con el barco se inventa el naufragio; con la electricidad, el electrocutarse; con el automóvil, las multas y los accidentes. Ponerse miopemente trágico y gafe no lleva a muchos sitios. Más bien, otros quieren pensar todos los días, aunque les cueste, que, por ejemplo, donde hay fe en el trabajo, amor, no puede morir tan pronto la felicidad de querer hacer algo bien. Y que el fracaso, dócil, acaba cavándose.


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Categorías: Literatura