Texto y fotografías: Ana Palacios [Com 95]
35 horas es el tiempo que separa Ucrania y España, y este es el diario de ese viaje. Un relato sobre el corredor humanitario más grande abierto hasta ahora entre ambos países. La Asociación de Voluntarios de CaixaBank, la Fundació Convent de Santa Clara y la Asociación Mensajeros de la Paz lo organizaron en tiempo récord para ayudar en una situación de emergencia extrema. Ocho expediciones que llevaron 75 ambulancias a Ucrania y que, en diez autobuses y tres vuelos chárter, rescataron a 550 personas. Horas llenas de incertidumbre, desesperación, confusión, agotamiento, pero también de alivio y esperanza por sentirse a salvo con sus familias de acogida.
En la foto de apertura de este fotorreportaje, Svetlana, con su hija Mariana y otros cuatro familiares más, escapa de Jersón. Son las 3 a. m. y viajan de Cracovia a Barcelona en este vuelo chárter con otras cien personas que buscan refugio en España. Entre ellas, tres heridos de guerra a quienes atenderán en hospitales al llegar.
La estación de autobuses de Przemysl, ciudad polaca fronteriza con Ucrania, es el punto de encuentro con las familias ucranianas. Allí, los voluntarios identifican a cada persona y les asignan uno de los diez autocares que viajarán a España. Joao, uno de los 435 voluntarios de estas ocho expediciones realizadas entre marzo y septiembre, reparte zumos, agua y, a los más pequeños, también peluches. La mayoría de pasajeros son mujeres y menores y se ven pocas despedidas. Entre lágrimas, el padre de Katia dice adiós a sus tres hijos y a Olga, su mujer. Él se queda en Ucrania y ellos, con su perrito, se alojarán en Valencia, en casa de unos amigos, hasta que todo se calme.
Justo antes de partir, suena el himno de Ucrania, que cantan con emoción. Marina, en el centro de la imagen, huye con sus tres hijos: Roma, Sasha y Anastasia. Trabajaba en Kiev para una empresa de Igualada y, cuando comenzó la invasión, sus compañeros la invitaron a refugiarse en España.
El pequeño Andryi, de dos años, mira por la ventana, fascinado con los nuevos paisajes. En la fila de atrás, Valentina, una aparejadora jubilada, viaja sola. Está asustada y llora durante casi todo el camino. En Barcelona la espera su hija, que vive en España, y también aparecerá por sorpresa su hijo, que, aunque reside en Suiza, quiere ir a recibirla.
Margarita hace pompas de jabón mientras ella, su madre y su hermano aguardan al autobús en Przemysl. Hoy viven con una familia en Solsona.
En el aeropuerto de Cracovia, a punto de embarcar en uno de los tres vuelos chárter, Oleksandra y sus dos hijos, Olekksandr y Vladislav, están exhaustos. Han huido de Chernóbil y les esperan en Oviedo.
Irina sufre una parálisis cerebral. Su madre, Oksana, y su hermana, Sofía, la llevaron en brazos los cien kilómetros desde Leópolis, porque los autocares hasta la frontera no podían trasladar su silla de ruedas. En Polonia, les facilitaron otra. Enric, que es pediatra, supervisará a Irina durante el viaje. Una familia les acogerá en Andalucía.
Anastasia, de doce años, está ilusionada con la idea de llegar a España para ver palmeras y papagayos, y cuando el convoy se detiene en un área de servicio en Francia, se emociona al descubrir un campo de flores.
Durante el trayecto, Paulo, uno de los tres conductores que viajan en cada autobús para que no haya más paradas que las reglamentarias, reparte caramelos a los niños.
Xoan, pediatra voluntario, juega con Roma en una estación de servicio. «Ellos se distraen y nosotros también —relata el médico—. Todos nos evadimos durante un rato de la realidad tan dolorosa que están viviendo».
Svetlana ha escapado de Ucrania con su bebé, Mark, su hermana Alla, que viaja con su hijo Svej y la madre de ambas. Huyen de Járkov, donde han dejado a sus maridos porque les han llamado a filas. No quieren quedarse en Valencia mucho tiempo, pero están decididas a aprender el idioma y a intentar conseguir un empleo en el sector de la estética, al que se dedicaban en su país. Aunque su madre dice que trabajarán de limpiadoras o de lo que haga falta. Están agotadas y pasan muchas horas del camino durmiendo.
Son las cinco de la madrugada y los primeros autobuses procedentes de Przemysl acaban de llegar al Hotel Renaissance de Barcelona después de treinta y cinco horas de viaje. En el aeropuerto de El Prat reciben a los refugiados que embarcaron en Cracovia. Cenan caliente y descansan. Por la mañana, a algunos les recogen parientes o familias de acogida. Otros continúan su viaje hasta distintas ciudades españolas. Garantizar que los 550 refugiados tengan un hogar donde alojarse ha sido una de las partes más complicadas del proyecto.
El paso fronterizo de Medyka, entre Polonia y Ucrania, se puede transitar a pie. Cien metros separan la verja del acceso a los autobuses gratuitos que llevan a Przemysl. En este improvisado pasillo, voluntarios de todo el mundo ofrecen comida caliente, mantas, ropa, juguetes… Una agridulce transición de la guerra a la incertidumbre en cinco minutos. Otras familias prefieren desandar el camino porque no quieren abandonar a los suyos.