Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Caravaggio, el pintor amado que se odió a sí mismo

Texto Juan Narbona [Com 98]

Si Caravaggio hubiera muerto 400 años más tarde, lo habría hecho con una sonrisa. En el cuarto centenario de su fallecimiento, miles de personas esperaron en fila desde la medianoche hasta el amanecer para contemplar seis pinturas del maestro expuestas en el museo Borghese de Roma. En 1610, en una noche similar, el pintor había muerto solo y enfermo, oyendo como único aplauso las olas del mar y aferrado con fuerza al único lienzo que aún no le habían robado.


Michelangelo Merisi Da Caravaggio (1571-1610) se ha convertido en uno de los pintores más apreciados en el siglo XXI. A una pintura magistral se une una vida intensa y polémica: fue un genio incomprendido, un loco violento, un hombre atormentado y un triste perseguido. Finalmente, cansado de huir, los últimos años de su vida los pasó buscando un perdón que entonces se le negaba y que ahora, a cuatro siglos de su muerte, parece haber obtenido.
Caravaggio fue el enfant terrible de la pintura italiana barroca. Pocos autores han gritado tan fuerte con los pinceles su propio conflicto personal. Aunque no haya dejado más que una cuarentena de pinturas, cada una de ellas revela una visión muy personal del arte, una lucha interior, un debate entre luz y oscuridad, y un espíritu innovador capaz de mezclar en una misma escena santidad divina y miseria humana.

1585-1594  Milán y Roma: “Desnudo y extremamente necesitado”. Michelangelo Merisi será conocido siempre con el nombre de la pequeña localidad de Caravaggio, situada al norte de Italia, de la que procedía su familia y en la que vivió durante algunos años para protegerse de una epidemia de peste durante su juventud. Él, sin embargo, nació en Milán y allí se trasladó para formarse en una escuela de pintura manierista donde aprendió a manejar los pinceles antes de transmitirles su propia vida.

Entre 1585 y 1592 absorbió lo mejor de las diferentes tendencias de la pintura renacentista que ya tocaba a su fin. En las regiones de la Lombardía y Véneto, el tenebrismo y el naturalismo propios del naciente barroco comenzaban a contagiar a los artistas, y el joven Caravaggio –de viaje por esas tierras– las estudió sin saber que se convertiría en el principal maestro de tales técnicas. Tras deambular por diversas ciudades y escuelas del norte italiano, el joven artista se trasladó a la Urbe. Ni la pequeña población de Caravaggio, ni Milán, ni Brescia, ni ninguna otra de las ciudades por las que deambuló el Merisi marcarían tanto su destino como Roma. En Roma se formó el genio, de Roma se impregnó su vida, con Roma se juró muerte y a Roma suplicó perdón al final de sus días.

Hacia mediados de 1592, Caravaggio llegó por vez primera a la ciudad, “desnudo y extremadamente necesitado, sin una dirección fija, sin provisiones... y además corto de dinero”, cuentan sus biógrafos. Pronto encontró trabajo como “pintor de flores y frutos” en el taller de Giuseppe Cesari, artista de cámara del Papa Clemente VIII, pero dos años más tarde –cansado de no poder pintar rostros– abandonó el taller decidido a abrirse paso por su propia mano. “Senza denari e pessimamente vestito”, lo describen las crónicas de la época.

Empeñado en hacerse una carrera en Roma, Caravaggio conoce el fracaso y la enfermedad –se contagió de malaria–, pero es en esta época cuando entra en contacto con algunas personas que marcarían su vida. Prospero Orsi, también pintor, fue quien le ayudó a salir de la miseria, introduciendo al joven artista entre las altas esferas de la ciudad. A mediados de los años noventa, el Merisi había podido pintar algo más que parras y frutas: sus cuadros, llenos de luz y jovialidad, y de temática tanto profana como religiosa, atrajeron la atención de ilustres mecenas.

1595-1600 roma: un pintor para la contrarreforma. Atraído por los cuadros del joven pintor, el cardenal Francesco María del Monte acogió en su palacio a Caravaggio. El purpurado –experto músico, alquimista, astrólogo, científico y promotor de las artes– había fomentado en torno a sí una cohorte de pintores en la que se introdujo el Merisi. Es ahora cuando abandona la pintura profana y se dedica, ya hasta el final de sus días, casi por exclusivo a la religiosa. La gran cantidad de templos que se erigen en Roma como efecto de la Contrarreforma supuso una oportunidad para los pintores de la Urbe. Frente a la sobriedad protestante, las iglesias barrocas se propusieron mostrar la humanidad de la fe y la verdadera doctrina cristiana. Para ello, se llenaron de pinturas y estatuas de santos, reliquias y adornos.

Uno de estos templos, justo enfrente del Palacio Madama, residencia del cardenal, era la iglesia de san Luis de los Franceses. En ella quedaba por decorar la capilla Contarelli: aquella habitación fue el trampolín artístico de Caravaggio, el lugar en el que pudo mostrar su concepción de la pintura religiosa, y que le abriría las puertas a tantos otros encargos religiosos. Ya desde el inicio, el autor incluye las características que marcarían para siempre su estilo y que dividirían –y siguen dividiendo– al público: frente al idealismo de los personajes bíblicos de otros artistas, Caravaggio los representa sirviéndose de modelos de la calle, sin idealizarlos, con sus deformaciones físicas. Los representará tal cual, ancianos, mugrientos, feos, sucios... El Merisi se centrará en la fuerza psicológica de esos personajes, resaltando sus rostros con luces a veces imposibles, y envolviendo en las tinieblas los decorados del fondo. Estas luces y sombras contribuían a resaltar el dramatismo de las composiciones. Este acercamiento de lo sagrado a la realidad es quizá uno de los motivos de la actual popularidad del pintor, quien no se libró de la polémica por usar a mendigos o prostitutas para representar a figuras santas, sin ocultar sus pies sucios, sus arrugas, sus piernas hinchadas o sus ropas hechas andrajos.

1600–1606  ‘El más famoso pintor de Roma’. El inicio del siglo XVII es el momento de gloria de Caravaggio. Las telas sobre san Mateo le dieron fama en los círculos artísticos, y le llovieron los encargos. De esta época son algunos de los trabajos más famosos: La crucifixión de san Pedro, Marta y María, La muerte de la Virgen, La incredulidad de santo Tomás, La conversión de san Pablo… Sus cuadros comienzan a ser objeto de interés por los coleccionistas y entendidos, y su concepción de la pintura –naturalista e impregnada de realidad y religiosidad– dividiría en dos a la sociedad romana.

Junto con el éxito, se manifiesta ahora en el pintor el carácter violento y pendenciero que le provocaría la ruina. El Merisi se rodea de un grupo de amigos, del que se convierte en líder, que le envolverá en juergas, riñas y excesos en los ambientes más bajos de la Urbe romana. De estos años datan algunas denuncias –incluso de sus amigos– por ataques con bastonazos, difusión de sonetos injuriosos, insultos, ataques con espada, rotura de mobiliario y ventanas de diferentes tabernas, etcétera. Gracias a diferentes protectores, Caravaggio pudo siempre seguir con su actividad artística, aunque nada podían hacer por evitar que siguiera creciendo el número de sus enemigos. Un amigo suyo, Floris Claes van Dijk, también pintor, lo describía como “una persona trabajadora, pero a la vez orgullosa, terca y siempre dispuesta a participar en una discusión o a enfrascarse en una pelea. Es difícil llevarse bien con él”.

1606-1610  Exilio y muerte. Pese a ser uno de los pintores más valorados de la ciudad, Caravaggio encontró algunas dificultades para recibir encargos por su carácter polémico. Tras sortear la desgracia en numerosas ocasiones, finalmente el 29 de mayo de 1606, durante un partido de tenis (llamado en aquel entonces pallacorda) que degeneró en reyerta, mató a Ranuccio Tomassoni, jefe de una pequeña banda armada que operaba en Roma. Las autoridades emitieron una denuncia contra él y los seguidores de Tomassoni le juraron venganza. Asustado y solo, huyó a Nápoles en una carrera que ya sólo finalizaría con su muerte.

En Nápoles, lejos de la justicia romana y protegido por la poderosa familia Colonna, pudo recuperar su actividad y el prestigio que se había forjado en Roma. Sin embargo, la angustia y la depresión que se habían apoderado de él comienza a reflejarse en sus obras. En esta última etapa de su vida, Caravaggio deambula por diversas ciudades, pero siempre con un deseo fijo: regresar a la Urbe para obtener el perdón por un crimen que, honradamente, nunca había querido cometer. De Nápoles viajó a la isla de Malta, donde fue nombrado caballero de la Orden de Malta. Su arrepentimiento duró poco y de nuevo una pelea callejera y la difusión de lo acaecido en Roma complicó aún más su vida: fue expulsado de la orden y tuvo que huir de Malta, un golpe moral para el pintor que le hundió más en el abismo de la desesperación. El tenebrismo de su pintura también comenzaba a invadir su vida.

De nuevo en Nápoles, tras un breve paso por Sicilia, fue víctima de un ataque por parte de personas desconocidas, probablemente un enemigo maltés. “Tan herido –cuentan sus contemporáneos– que prácticamente no se le reconocía el rostro”. Pese al momento de temor y fragilidad (dormía armado y siempre sospechaba de quienes estaban en torno), Caravaggio siguió pintando obras de gran calidad artística, expresando con una mirada, un gesto o un haz de luz todo un mundo interior. Ahora más que nunca, el entorno desaparece, las luces –artificiales o sobrenaturales– guían la mirada del espectador. De ese modo, lo grandioso sigue surgiendo de lo miserable. En este momento de desesperación personal, Caravaggio se reafirma en su idea de que Dios es Luz, como ha intentado transmitir desde sus primeras telas de carácter religioso. Y esa luz, estaba seguro, es capaz de brillar sobre las cosas hermosas y sobre las que no valen nada, como él mismo.

Por fin, habiendo obtenido el indulto, el Merisi tomó en el verano de 1610 un barco rumbo a Roma. Consigo llevaba algunos cuadros y unas pocas posesiones. Sin embargo, el barco hizo una escala a unos 150 kilómetros de la Urbe, en la población de Porto Ercole. Allí el pintor fue retenido en la cárcel y cuando salió para embarcarse, la nave ya se había marchado. Afectado de disentería y débil, cuentan que comenzó a correr por la playa persiguiendo al barco que tenía que haberle llevado a Roma. “Llegado a un lugar de la playa –concluye uno de sus biógrafos–, se arrojó en el suelo. Sin ayuda humana, en pocos días murió malamente, como malamente había vivido”. Era el 18 de julio de 1610.