junio - agosto 2021
Texto: Ignacio Uría [Der 95 PhD His o4], profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Alcalá Ilustración: Carlos Rivaherrera
El 20 de enero —como marca la tradición norteamericana desde los tiempos de Roosevelt— Joseph R. Biden juró como nuevo presidente de Estados Unidos. Su victoria electoral fue clara, pero también polémica. ¿Podía haber perdido? Sin duda, pero la aparición del coronavirus y las protestas antirracistas del Black Lives Matter, que derivaron en una revuelta muy violenta de grupúsculos de extrema izquierda, influyeron en un resultado que se pronosticaba ajustadísimo. Comenzó así un tiempo nuevo para la gran potencia democrática mundial, pero pasados cien días podemos preguntarnos cómo es su liderazgo y si ha roto de verdad con las políticas de Trump.
Joe Biden ya no es Joe Biden. No es que un doble dirija Estados Unidos, pero sí que este presidente se parece poco al candidato que conocíamos. Antes de llegar a la Casa Blanca, Biden era un tipo sonriente, torpe en muchas declaraciones y con tendencia al despiste, por decirlo educadamente. De entrada, no parecía la mejor carta de presentación, aunque si tu rival es soberbio y agresivo quizá la cosa cambie.
El propio Biden lo asumía: «Soy una máquina de meter la pata», dijo en campaña. Nadie puede negarlo si recordamos cómo se refirió al senador de Misuri en 2008, Chuck Graham, en un mitin: «Levántate, Chuck. Que el público te vea», olvidando que Graham… era parapléjico. O al afirmar en su propio estado, Delaware: «Aquí el grupo de población que más crece es el de los indios americanos, los que vienen de la India. No bromeo». Las cosas iban mal, pero se pusieron peor cuando, intentando parafrasear un diálogo de cine, llamó jocosamente a una chica «yegua mentirosa con cara de perro». Según él, lo decía John Wayne en una película, pero nadie ha conseguido saber cuál.
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Biden se ha convertido en un mandatario sin apenas intervenciones públicas y muy controlado por su entorno
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Esta tendencia a equivocarse ha desaparecido casi por completo en el Joe Biden presidente. En gran medida, porque se ha convertido en un mandatario sin apenas intervenciones públicas y muy controlado por su entorno. De hecho, tardó más de dos meses en dar su primera rueda de prensa y lo hizo razonablemente bien a pesar de que los periodistas le esperaban con los cuchillos afilados. Nada de afirmaciones confusas ni de titulares escandalosos.
Biden está en modo presidencial y habla lo menos posible, lo que ya ha empezado a poner nerviosos a los periodistas. Fox News, por ejemplo, le ha criticado por su poca actividad («¿Le pesan los años o le tiene miedo a su propia lengua?») y The Washington Post, acostumbrado a sus pulsos con Trump, se queja de que no puede hablar directamente con él.
La directora de prensa de la Casa Blanca, Jennifer Psaki, asegura que el presidente «está en lo que tiene que estar, gobernando, no vive en Twitter ni fanfarronea ni dedica largas horas a jugar al golf». Es decir, Biden no es Trump. Ni para lo bueno ni para lo malo, aunque…, ¿qué ha habido de bueno y de malo en estos meses de gobierno?
El programa electoral demócrata se basaba en dos términos y se resumía en una idea. Las palabras eran reconstrucción y liderazgo mundial; la idea, acabar con las políticas de Trump. El nuevo discurso se dirigía al votante progresista, las mujeres, los jóvenes y las minorías (raciales, de sexo…), pero también al voto obrero y al de las zonas rurales, que en 2016 se habían inclinado a los republicanos.
¿En qué se concretaba ese programa? En economía, por ejemplo, subir el salario mínimo y elevar la presión fiscal a las empresas —hasta el 28% en el impuesto de sociedades— y las rentas altas (ingresos de más de 400.000 dólares anuales). Además, apostaba por la energía verde —con un gasto de dos mil millones de dólares— y el regreso al Acuerdo de París sobre el clima. Finalmente, un plan nacional de infraestructuras, verdadero talón de Aquiles de un país que invierte muy poco en este campo y que, además, carece de un sistema ferroviario a la altura de su desarrollo económico.
El presidente Biden sube al Air Force One en febrero con rumbo a Delaware | GM/Current Affairs/ Alamy Stock Photo
En otra de las cuestiones sensibles, la salud, Biden prometió recuperar la reforma sanitaria impulsada por Barack Obama —el célebre Obamacare—, que Trump amenazó con derogar pero no pudo porque un sector del Partido Republicano se opuso. Este programa, muy necesario se mire por donde se mire, otorgaba deducciones fiscales a familias con ingresos bajos —unos treinta millones de personas— para poder contratar un seguro médico. Y, sobre todo, obligaba a las aseguradoras a dar cobertura sin importar el historial médico del cliente. Acerca del gran problema inmediato, el covid-19, Biden anunció análisis gratuitos de antígenos, cien mil empleos públicos sanitarios y destinar 25.000 millones de dólares para comprar vacunas con las que inmunizar a doscientos millones de personas esta misma primavera. En cuanto a la reforma de la educación, Biden habló de la ampliación de fondos federales para las universidades públicas, el acceso universal y obligatorio a las escuelas infantiles —gratuito para las familias pobres— y una condonación de los préstamos estudiantiles para pagar las matrículas universitarias.
En política exterior, Biden aseguró volver a los acuerdos con la ONU y la OMS, fortalecer la OTAN en un marco de colaboración con sus aliados y revisar la posición sobre China, nación a la que consideraba un problema grave, pero no un enemigo existencial, estrategia que también aplicaría a Rusia. En Latinoamérica y el Caribe, el mayor desafío se encontraba en la relación con Cuba —que prometía flexibilizar después de que Raúl Castro abandonara la presidencia del país en abril de este año— y Venezuela —creando un marco jurídico para la protección temporal de sus exiliados—.
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Como el presidente recordó en enero, EE.UU. solo recobrará su influencia mundial si recupera la confianza de sus aliados
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Por lo que respecta al problema migratorio, Joe Biden anunció una Ley de Ciudadanía que cortaría los fondos federales para la construcción y mantenimiento del muro con México y facilitaría el reagrupamiento de las familias que llegan de Centroamérica. Pero, sobre todo, regularizaría a once millones de indocumentados que viven o han nacido en el país y que son clave en algunas áreas económicas (construcción, restauración…). Se trataría de la mayor normalización desde Ronald Reagan, que legalizó a tres millones de personas.
Uno se queda sin resuello después de leer todas las promesas del candidato Biden, pero algunas las ha conseguido aunque solo hayan pasado cien días. Por ejemplo, el objetivo de las vacunaciones, o un plan de salud mental, en particular, contra el suicidio, drama por el que fallecen unas veinticinco mil personas cada año. Otras, sin embargo, como la relación con Rusia, se han torcido enormemente por culpa del presidente. Durante una entrevista del canal de noticias ABC, llamó asesino a Vladímir Putin —insulto en el que ni siquiera Trump cayó— y acusó al líder ruso de intentar matar al opositor Alexéi Navalni.
En líneas generales, Biden considera que Estados Unidos solo recobrará su influencia mundial si recupera la confianza de sus aliados, vuelve al crecimiento económico y, por supuesto, derrota al covid-19. El presidente lo resumió en enero: «EE. UU. ha vuelto para liderar al mundo y no para retirarse de él […], se encuentra listo para hacer frente a nuestros adversarios, apoyar a nuestros aliados y defender nuestros valores».
Por último, tenemos la primera crisis auténtica de la Administración Biden: miles de migrantes se agolpan en una frontera oficialmente cerrada, pero que sí tramita visados por motivos humanitarios. A esta posibilidad se aferran personas que huyen de la pobreza y de la violencia centroamericana, familias que no tienen nada que perder.
Joe Biden conversa con la vicepresidenta Kamala Harris en marzo | American Photo Archive/ Alamy Stock Photo
Según el secretario de Seguridad Nacional, el cubanoamericano Alejandro Mayorkas, las cifras pueden convertirse en las peores en dos décadas, ya que los centros de acogida están saturados: solo en febrero de este año se arrestó a cien mil personas, un 33% más que Trump hace doce meses. Esta crisis humanitaria levantó fuertes críticas contra un Biden superado por un problema que no esperaba.
La política interior, por tanto, va a centrar muchos esfuerzos. Para dirigirla, se ha nombrado a Susan Rice, una afroamericana con mucho poder en el Gobierno por ser la responsable de inmigración, salud y desigualdad racial. Rice, exembajadora ante la ONU, trabaja en una nueva ley de Policía, pero el inicial entusiasmo de Joe Biden con esa reforma se ha enfriado ante las presiones de los sindicatos y la radicalidad del grupo Black Lives Matter —que apoyó a Biden en las elecciones—, que reclama la disolución de la Policía en todo el país.
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Primera crisis: miles de migrantes se agolpan en una frontera cerrada, pero que sí tramita visados por motivos humanitarios.
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Otros frentes igual de importantes para el electorado demócrata son la ampliación de los fondos federales para practicar abortos dentro y fuera de Estados Unidos —con durísimas críticas de un sector del episcopado católico—, la legalización de la marihuana y el control de armas, un problema gravísimo con más de cuarenta mil muertos solo en 2019, según la ONG Gun Violence Archive.
Si de algo sabe Joe Biden es de política exterior. Se pasó cuatro décadas en el Senado dedicado a ese tema y ocho años de vicepresidente con Obama. Ha viajado por los cinco continentes —estuvo en Moscú en 1978, por ejemplo—, pero el mundo ha cambiado mucho en el último lustro: degradación de la democracia, hiperconectividad global, oligopolios tecnológicos, populismo… y el desafío histórico de la pandemia. Por tanto, su anuncio de un cambio profundo en las relaciones internacionales será menor de lo esperado.
Las sanciones a Rusia o la guerra comercial con China no se revisarán, en su caso, hasta que pasen las elecciones legislativas de 2022. Con el mundo árabe tampoco se prevén grandes cambios, incluso en decisiones polémicas de Trump como el reconocimiento de la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara occidental —a cambio del restablecimiento de relaciones diplomáticas con Israel— o el traslado de la embajada norteamericana de Tel-Aviv a Jerusalén, capital de Israel.
Donde sí habrá modificaciones es en el abandono del aislacionismo de Trump en organismos internacionales, tales como la Organización Mundial de la Salud, la Unesco —algo que ya había hecho Ronald Reagan en 1984 y que se mantuvo dos décadas, incluso con el demócrata Bill Clinton— o el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, al que pertenecen dictaduras como Venezuela, Cuba, Arabia Saudí o China. Estados Unidos, que aporta más fondos que nadie a esas organizaciones, pidió reformas que terminaran con su politización —por ejemplo, contra Israel—, aunque, al no conseguir nada, las abandonó. Ahora se ha reincorporado, si bien críticamente. En particular, se censura al Consejo de Derechos Humanos, que, según el secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, es «un organismo lleno de defectos, necesitado de una renovación de su programa, composición y prioridades», pero al que Washington vuelve para «ejercer su liderazgo mundial y garantizar su correcto funcionamiento».
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EE.UU. ha vuelto a los organismos internacionales (OMS, ONU, Unesco) para ejercer su «liderazgo mundial».
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En las relaciones bilaterales habrá más ruido que nueces. Se trata de una esfera en la que Trump cosechó éxitos notables —como los acuerdos nucleares con Corea del Norte de 2018— y también graves enfrentamientos —China, Rusia—. Sin embargo, Trump se despidió de 2020 con un gran avance para la estabilidad en Oriente Próximo, donde varios países (Emiratos, Baréin…) normalizaron su relación con Israel —un «golpe mortal» para la solidaridad árabe, según el primer ministro palestino, Mohamed Shtayeh—, pero sin recibir ni una crítica de Arabia Saudí o de la Liga Árabe.
¿Qué hará Biden con Irán? Intentará revivir el acuerdo nuclear de 2016 impulsado por Obama consistente en la retirada de las sanciones a cambio de la renuncia iraní a la bomba atómica, como se ha visto en las recientes conversaciones de Viena en abril. Incluso es posible que Arabia Saudí e Irán retomen, después de un lustro, sus relaciones diplomáticas.
Precisamente, la conexión de Siria con Irán empujó a Biden a ordenar el 25 de febrero un bombardeo «defensivo» contra la milicia siria proiraní para el que no contó con la autorización del Congreso. De inmediato, el ataque redujo su popularidad entre los votantes más izquierdistas y levantó las críticas de algunos líderes demócratas, como el senador Bernie Sanders: «Me preocupa mucho el ataque en Siria y me temo que alargue la guerra. Llevamos casi dos décadas en este camino de violencia». El mismo camino de Obama, podríamos añadir, que envió cien mil soldados a Afganistán, mientras que Trump firmó un acuerdo con los talibanes para retirar los 2.500 militares estadounidenses el 1 de mayo de 2021. Es decir, paz a cambio de tropas.
Biden quiere cumplir el acuerdo de Trump porque prometió terminar este conflicto: «Nos iremos [de Afganistán] definitivamente, no vamos a estar mucho tiempo, pero la cuestión es cuándo». El presidente quiere evitar que una retirada mal diseñada deje al país en manos de los talibanes y tener que intervenir de nuevo, comenzando de este modo su primera guerra. Vemos, por tanto, que Biden parece dispuesto a emplear la fuerza militar con más determinación que Trump, quien no inició ninguna guerra durante su mandato, algo que no sucedía desde 1980.
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Biden es un presidente globalista que apostará por el multilateralismo.
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¿Acerca todo esto la paz en Oriente Medio? Ni mucho menos, pero permite a Washington ganar tiempo. Y en política, como escribió Talleyrand en sus memorias, ganar tiempo supone ganarlo casi todo.
Además del Mediterráneo oriental, los otros dos grandes asuntos geoestratégicos son Rusia y China. Las relaciones con Moscú pasan por su peor momento desde el final de la Guerra Fría y, desgraciadamente, no se trata de diferencias coyunturales, sino que se derivan de una visión antagónica del mundo: Estados Unidos se considera el garante de la democracia, y Rusia se ve como el dique contra el globalismo.
Joe Biden ha optado por presionar a Putin porque, al igual que Trump, lo considera una amenaza para su seguridad nacional y la de sus aliados, en particular, porque el líder ruso pretende ir recuperando la vieja área de influencia soviética. De modo que Estados Unidos mantiene las sanciones contra Rusia por la anexión de Crimea (Ucrania) en 2014, su respaldo al régimen sirio o los ataques cibernéticos contra instituciones gubernamentales norteamericanas, que desencadenaron expulsiones cruzadas de diplomáticos. La nueva gran medida ha sido prohibir a los bancos estadounidenses la compra de deuda pública rusa, lo que, unido a la caída del precio del petróleo, afecta a los ingresos de este país.
Obama y Biden durante un almuerzo en agosto de 2012 | White House Photo/Alamy Stock Photo
La situación con la dictadura china es aún más compleja, propia de lo que podríamos llamar una «paz fría». Biden se enfrenta a una potencia cada vez más autoritaria y que ha penetrado con éxito en las instituciones mundiales (ONU, OMS…). Al mismo tiempo, Pekín despliega una influencia internacional muy agresiva a través de inversiones y propaganda asociada a las vacunas y material médico. Además, en el ámbito regional, el presidente Xi Jinping ha aprovechado el abandono estadounidense del acuerdo comercial de Asociación Transpacífico para crear la Asociación Económica Integral Regional asiática.
A diferencia de Donald Trump —que ha dejado la relación con China en el punto más bajo en medio siglo—, Joe Biden no considera al gigante asiático como un enemigo, sino un desafío económico, por lo que combinará exigencia —en cuestiones como los derechos humanos, laborales, políticos— y cooperación —sobre el cambio climático, pandemia…—. Todo ello sin olvidar que el déficit comercial de EE. UU. con China no va a desaparecer, que tienen inversiones mutuas y que este país posee más deuda norteamericana que nadie.
Los planteamientos ideológicos de Biden en política exterior responden, por tanto, al pragmatismo liberal clásico (mercados abiertos, promoción de la democracia, etcétera), pero evitando conflictos innecesarios. Mejor liderar con la fuerza del ejemplo, la diplomacia y las inversiones que entrar en guerras de las que no se sabe cómo salir. Y esto a pesar de ciertos aspectos contradictorios de su política, como estar a favor de las intervenciones humanitarias forzosas, pero sin cambiar los regímenes políticos que provocan esas crisis.
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China es otro gran asunto geoestratégico. A diferencia de Trump, Biden no considera al gigante asiático como un enemigo, sino un desafío económico.
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En resumen, Biden es un presidente globalista que apostará por el multilateralismo. Sin ninguna duda, recuperará la tradicional cercanía a Europa, pero tomando distancia con el Reino Unido —más necesitado que nunca del mercado norteamericano— y alejándose de los países del Grupo de Visegrado —Polonia y Hungría fundamentalmente, que rechazan la política migratoria y de asilo de la Unión Europea—.
Sin embargo, ni podrá ni querrá romper radicalmente con la herencia de Trump. Su débil posición en el Congreso y el Senado, la crisis del coronavirus y la división de la sociedad estadounidense obligarán a Joe Biden a centrarse en los asuntos nacionales: subidas de impuestos, crecimiento del sector público y una política social omnipresente. En particular, si la vicepresidenta Kamala Harris se responsabiliza de esta área e, hipotéticamente, Biden acaba renunciando a su cargo. Una posibilidad verosímil si consideramos su edad —cumplirá 79 años en noviembre— y que él mismo ha calificado su mandato como un «gobierno de transición».
El paso del tiempo perfilará la verdadera cara de Joe Biden, un presidente de grandes promesas pero que, en sus primeros cien días de gobierno, ha chocado con una realidad muy difícil de manejar.