Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Desfragmentar la ciudad

Texto: Miguel Ángel Alonso del Val, catedrático de Proyectos Arquitectónicos de la Universidad de Navarra. Ilustración: Ana Galvañ

El imparable aumento de la población urbana a nivel mundial ha intensificado el debate sobre el futuro de la vida en las ciudades. El siglo XX fue testigo de propuestas funcionalistas que produjeron en muchos casos un crecimiento urbano excesivo y caótico. En cambio, en las últimas décadas la ciudad se está concibiendo como una unidad orgánica en la que el protagonismo corresponde a la persona, al entorno natural y al equilibrio entre ambos.


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ace noventa años, uno de los teóricos soviéticos más influyentes, Nikolai Milyutin, publicó sus propuestas para la ciudad utópica de la Revolución rusa. En un libro titulado Sosgorod (1930), mostraba la aplicación del desurbanismo, término creado por los teóricos rusos Mosei Guinzburg y Mikhail Okhitovich. Era la respuesta comunista a las caóticas metrópolis propias del capitalismo occidental, singularmente representadas por Chicago y Nueva York. Milyutin se basaba en principios arquitectónicos racionalistas sobre un modelo de ciudad lineal ligado al proyecto desarrollado en Madrid por el español Arturo Soria a finales del siglo XIX.

Sus recetas urbanas organizaban la ciudad en bandas paralelas y no en barrios, un elemento que los soviéticos consideraban clasista. Por otra parte, buscaban eliminar la contraposición entre ciudad y campo, que Milyutin tenía por uno de los mayores defectos del capitalismo, mediante la destrucción de los límites entre ellos; al tiempo que proponían abandonar las ciudades tradicionales y convertir algunas, como Moscú, en un espacio destinado al turismo de masas donde se conservaran los edificios representativos del antiguo régimen, al estilo de los actuales parques temáticos.

Su proyecto de zonificación radical de la vida urbana —atribuir determinados usos a áreas concretas del callejero— tuvo un impacto decisivo en la teoría de la planificación de ciudades. Lo hizo principalmente a través de la propuesta de Le Corbusier para la Ville Radieuse o Ciudad Radiante (1933), que aunaba las formulaciones previas de una Ville contemporaine pour trois millions d’habitants (1922) y del Plan Voisin para París (1925). En ellas se asumió ya el carácter emblemático de las torres de oficinas y el reparto eficaz de las distintas funciones urbanas —residencia, ocio y trabajo—, conectadas mediante potentes arterias viarias y separadas por espacios verdes. Este trazado innovador se apoyaba en la conocida como «Carta de Atenas», un documento ideado en 1933 y publicado en 1941 con la firma, entre otros, de Le Corbusier. Su contenido se desplegó como una doctrina incontestable, apuntalada por la construcción de una ciencia urbanística basada en estándares y técnicas asociadas al aprovechamiento de los espacios y al ordenamiento de las actividades urbanas.

 

PROPUESTAS DE ZONIFICACIÓN DURANTE EL SIGLO XX

Este modelo internacional de ciudad moderna, reducido en muchos casos a una mera fragmentación del territorio en áreas especializadas, respondía al mito nórdico del «bosque habitado» y trataba de sustituir, con ventajas higiénicas y productivas, a la «escena urbana» de la vieja ciudad mediterránea. Todavía hoy, el patrón urbanístico heredero de aquella planificación basada en el zoning, un término usado por primera vez por Edward Basset en Nueva York, es una referencia mundial aunque dificulte la gestión, que demanda rapidez en el cambio de uso.

En todo caso, la ciudad constituye, fundamentalmente, un espacio comunitario cuya riqueza brota de la interacción, no de la separación. El mundo mediterráneo conserva este arquetipo de ciudad, que se apoya en dos principios complementarios: comunidad y aislamiento. Comunidad entre sus habitantes, donde la calidad de los espacios representativos es transcendental; aislamiento para construir una segunda naturaleza a escala humana. La casa y la ciudad se encuentran así, desde Santiago a Jerusalén, íntimamente ligadas en su concepción y en su tradición para forjar el paradigma de ciudadanía de Occidente.

El mundo nórdico, por el contrario, concibe la ciudad como la sublimación de lo natural y no puede abandonar la idea primigenia de habitar un espacio de fugas infinitas. La ciudad continental, sea Amberes o Varsovia, nace sobre un cruce de caminos que se refiere a un mercado, una fortaleza o un santuario. Alineadas sobre aquellos tránsitos, las viviendas nunca se desligan del campo y suelen conservar un gran espacio verde, el common sajón, un recorte del paisaje en la ciudad que no es una piazza, sino un central park.

 

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Urbanizar es un concepto continental, pero civilizar es un concepto mediterráneo. Urbanizar es una ciencia, pero civilizar, crear ciudadanos, implica un humanismo que perdió vigencia en el transcurso del siglo XX.

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Podría decirse, por tanto, que el mediterráneo es un ámbito creador de ciudades, mientras que el nórdico construye urbanizaciones. Hasta tal punto importa esta distinción que se percibe incluso en los paradigmas desde los que analizan el fenómeno teóricos como Leonardo Benévolo o Aldo Rossi (la ciudad como historia) y el que usan Kevin Lynch o Denise Scott-Brown (la ciudad como paisaje). Aunque en Occidente ambas tradiciones se han ido fundiendo, para el mediterráneo lo importante no es la extensión sino la concentración, la memoria y, en definitiva, la cultura. Urbanizar es un concepto continental, pero civilizar es un concepto mediterráneo. Urbanizar es una ciencia, pero civilizar, crear ciudadanos, implica un humanismo que perdió vigencia en el transcurso del siglo XX.

Tal declive no se debió al simple influjo de un anhelo socialista, pues no resultaba menos destructiva para el corazón de la ciudad la apuesta del arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright. Su
Broadacre City (1932) daba vida a la utopía de frontera, basada en las fundaciones de Thomas Jefferson, como un ideal de ciudad jardín de baja densidad, amparada en la distinción radical entre downtown y suburbia, entre el centro de negocios con su rascacielos emblemático y las viviendas unifamiliares sobre huertos de un acre que, teóricamente, aseguraban el autoconsumo. Este modelo, vinculado al automóvil y a casas genuinamente americanas, ha sido imitado en todo el mundo y ha producido urbes como Monterrey (México), que, renunciando a su origen hispano, ha crecido como un inmenso manto de parcelas aisladas a lo largo de cien kilómetros.

 

Ilustración: Ana Galvañ (recortada)

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or desgracia, esta ciudad extensa pero no intensa, hecha de fragmentos privados, fruto de una zonificación esquemática apoyada en multiplicar y especializar las infraestructuras de comunicación, facilita la marginación social. Las autopistas urbanas, las normativas sectoriales o las prescripciones de seguridad crean rupturas que pueden gangrenar un tejido urbano y separar a sus habitantes en grupos según criterios étnicos, económicos, sociales, etcétera. Estos modos planificadores arcaicos son el origen de los fenómenos de saturación que se observan en lugares como Shanghái y son la fuente de conductas proclives al ensimismamiento arquitectónico en ciudades emergentes como Abu Dhabi (Emiratos Árabes Unidos) o Bakú (Azerbaiyán).

Paralelamente, lejos de las motivaciones igualitarias revolucionarias o la universal aspiración contemporánea al confort, a partir de los años ochenta la mirada posmoderna potenció una visión formalista de la ciudad, desprovista de referencias ideológicas, que favoreció el desarrollo de una actitud superficial y coyuntural sobre los problemas urbanos. Es la actitud del visitante, del observador o del turista que valora, sobre todo, la novedad y las transformaciones urbanas cargadas de mensajes simbólicos asociados a intereses políticos. En ese entorno, como muy bien expresa el sociólogo estadounidense Richard Sennet en su texto Construir y habitar. Ética para la ciudad (2018), el urbanismo se ha convertido en «una disciplina fracturada, dividida entre construir y habitar. Hay ramas del conocimiento que siguen una vía de progreso, enriqueciendo con el tiempo su acervo de hechos e ideas. Pero no ha sido así en el caso del urbanismo. En consecuencia, no existe hoy una propuesta generalmente aceptada y convincente acerca de cómo abrir una ciudad».

 

PUNTO DE INFLEXIÓN: BIENAL DE VENECIA 2006

El concepto actual de ciudad abierta, auspiciado en los sesenta por el crítico inglés Reyner Banham, abre un debate sobre la gobernanza de la ciudad y pone el énfasis en recuperar la conexión entre el habitar y el construir. Un reto que la Bienal de Venecia de 2006 entendió como imprescindible para responder al inevitable futuro megaurbano que nos acecha y que muestra  las desigualdades a través de imágenes tan impactantes como la favela brasileña de Paraisópolis enfrentada a las lujosas torres de viviendas de São Paulo.

Entre las conclusiones de aquella bienal se reclamaba una «arquitectura de ciudad e integración social», con unos edificios y espacios públicos diseñados para reforzar esa unión. La arquitectura no debe ser la coartada de una intervención desvinculada de la realidad urbana, ni un puro objeto comercial a la moda. En este sentido, los edificios singulares, especialmente los públicos, serán importantes no tanto por lo que proclaman sino por lo que regalan a la ciudad que les cede un lugar privilegiado, como es el caso del Parque Biblioteca España del colombiano Giancarlo Mazzanti en Medellín.

También se hizo hincapié en Venecia 2006 en la importancia de tejer redes de «transporte capilar y oportunidades personales», porque un transporte público eficiente contribuye a la equidad social, y una red múltiple de comunicaciones e infraestructuras de todo tipo facilita la creación de una ciudad para el nuevo siglo: la ciudad de las oportunidades personales que nace de la comunicación y de la accesibilidad. La experiencia del brasileño Jaime Lerner con la Red Integrada de Transporte en su Curitiba natal es paradigmática.

 

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La ciudad diseñada por especialistas es una ciudad fosilizada o pensada para el corto plazo, que rápidamente se queda obsoleta.
En cambio, una visión global de la ciudad como organismo vivo que se adapta en el tiempo la concibe como un lugar de mediación.

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Para conseguir la deseada integración urbana resultaba inevitable apelar a «una ciudad densa en una comunidad sostenible». Cuanto más compartan las ciudades y sus ciudadanos, menos energía se consume y menos polución se genera. La ciudad compacta aporta seguridad a sus habitantes, evita la segregación social y privilegia el intercambio persona a persona. Siguiendo los dictados de aquella bienal, cualquier modelo debería basarse en «el espacio compartido y la tolerancia pública». La cantidad y calidad de los espacios públicos y las dotaciones comunitarias afectan directamente a la construcción de una sociedad tolerante pero fuerte, a la defensa de su patrimonio público y de sus valores ciudadanos; un patrimonio que no lo forman solo los edificios o las instituciones sino también los espacios públicos que dotan de identidad a sus ciudadanos y de singularidad a cualquier lugar porque son reflejo de una memoria de capas superpuestas en la ciudad histórica. Un ejemplo de impacto fue la operación del High Line de los arquitectos Corner, Outlof y Renfro en el oeste de Manhattan. Entre 2004 y 2014 construyeron un parque urbano elevado para revitalizar una antigua línea de ferrocarril; hoy se ha convertido en uno de los lugares más visitados en la Gran Manzana.

Por último, la bienal demandaba una ciudad gestionada desde «el diálogo ciudadano y el gobierno municipal». Los dirigentes políticos deben comprender que solo las intervenciones urbanas basadas en el diálogo entre lo público y lo privado perviven en el tiempo y generan una sociedad justa, abierta y cohesionada: una verdadera sociedad de ciudadanos integrados que se sienten representados por su ciudad. El caso de la transformación de Abandoibarra en Bilbao, capitaneado por los alcaldes Iñaki Azkuna e Ibon Areso y conocido como «efecto Guggenheim», es una referencia en este campo.

Pero estas buenas prácticas no tendrán efecto en el siglo XXI mientras no cambie el patrón de zonificación. La clave está, pues, en desfragmentar. Desfragmentar la ciudad y, al mismo tiempo, recuperar el papel del urbanismo como un humanismo, como un saber habitar que dirija un saber construir, elaborado con una mirada mucho más amplia que la entrega inconsciente del control de las metrópolis del futuro a la idolatría de la llamada inteligencia urbana: el big data y la smart city.

 

CONTRA LA FRAGMENTACIÓN

Como ocurre en un ordenador, lo importante no son los datos que se almacenan sino su destino. En su procesado, demasiada información, usada y reusada, se desordena y reduce el rendimiento, de modo que puede llegar al bloqueo. Como explica Rafael García Pérez en su ponencia «Desfragmentar la universidad» (2014): «En la vida corriente, hay programas informáticos que en pocos minutos desfragmentan el disco duro restituyendo la unidad perdida. Sin embargo, la realidad social se diferencia sustancialmente de la informática. Ni la fragmentación de la vida ni la del conocimiento han seguido un proceso tan lineal; tampoco su reversión parece realizable de manera automática». En efecto, la desfragmentación de una realidad tan rica como la vida urbana requiere establecer algunas etapas.

 

Ilustración: Ana Galvañ (recortada)

 

 

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n primer lugar, hay que desfragmentar los problemas. A veces los escollos se concentran en un punto y se ven solamente desde un aspecto, cuando deben analizarse como el resultado de muchas vicisitudes. Las dificultades de tráfico son un ejemplo clásico. La mirada del especialista no puede anteponerse al enfoque generalista de quien considera la ciudad como un organismo vivo, cambiante y adaptable, no como un sumatorio de compartimentos estancos.

Esta actitud entraña que hay que desfragmentar las funciones: decidir quién puede y debe realmente resolver ciertos conflictos. En muchos casos, está demasiado difusa la capacidad de toma de decisiones y esto hace que las respuestas sean tan dispersas que amplifiquen los problemas en lugar de resolverlos. Para ello, es fundamental conectar e implicar a las distintas unidades funcionales que se ocupan de los problemas urbanos: desde la seguridad hasta la movilidad, desde el planeamiento hasta la sanidad, etcétera.

También hay que desfragmentar la información. La información que suministra una ciudad a los distintos operadores es hoy tan amplia, y su uso tan interesado que, a la inevitable irrupción de la inteligencia artificial, necesitamos contraponer la inteligencia humana, una de cuyas muestras más sabias es el sentido común que se refleja en la tradición, sobre todo si se aplica a un bien compartido que dota de referencias a una sociedad como es el espacio urbano.

Y eso significa que hay que desfragmentar las soluciones. Las propuestas deben ser más globales, complejas y unitarias, con visión de futuro, no simples actuaciones de urgencia y, por tanto, coyunturales. Un ejemplo: la mayor parte de las acciones de cirugía urbana a partir de los años cincuenta se han concebido como ingeniería de tráfico basada en fórmulas estandarizadas. Así, ante un problema de congestión en un nudo de circulación, un experto tiende a resolverlo ampliando el nudo o superponiendo uno nuevo cuando este se llena, y luego otro. Tal solución, adoptada en grandes urbes como Tokio o Ciudad de México, atrae y concentra cada vez mayor cantidad de vehículos en un punto, tiende al colapso y produce un espacio nocivo.

 

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La mirada posmoderna potenció una visión formalista de la ciudad, desprovista de referencias ideológicas, que favoreció el desarrollo de una actitud superficial y coyuntural sobre los problemas urbanos.

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Otros casos muy desafortunados de segregación surgieron al levantar urbanizaciones para ciertos colectivos, en vez de buscar fórmulas que contribuyeran a la integración social de sus ocupantes. Las ciudades satélites de las periferias parisinas son ejemplos claros de este error y fuente de una irresoluble complicación social frente a otros casos positivos, como el de la ciudad de Pamplona, donde la vivienda protegida y de promoción pública ha constituido el nervio de las nuevas actuaciones residenciales durante generaciones.

Por último, desfragmentar la ciudad comporta entender que este concepto es patrimonio de múltiples sujetos y que implica una unidad. Durante siglos se construyeron grandes ciudades con esquemas claros y técnicas muy sencillas, pero con un sentido de unidad verdaderamente original. Romanos en el Mediterráneo y españoles en América demostraron una capacidad de síntesis hoy perdida por culpa de un conocimiento fragmentario e interacciones también parciales, que convierten cualquier planificación en un rompecabezas casi indescifrable.

 

LAS CUATRO CES

Frente a esas tendencias disgregadoras, el deseo de humanizar la ciudad está en el origen de movimientos de recuperación del espacio público invadido por los automóviles, que ha protagonizado el urbanista danés Jan Gehl gracias a sus libros Life Between Buildings (1987) y Cities for People (2010). En ellos revisa el modo en que utilizamos el espacio compartido y da primacía al ser humano y a sus capacidades relacionales por encima del pragmatismo funcional. Este pensamiento humanista e integrador toma el testigo de una tendencia iniciada en los años sesenta por figuras tan destacadas como el británico Gordon Cullen, autor de Townscape (1961), o la teórica estadounidense Jane Jacobs y su manifiesto The Death and Life of Great American Cities (1961).

Esta voluntad de integración social necesita de la densidad y la permeabilidad, dos instrumentos urbanos de eficacia demostrada. Crear densidades permeables contribuye a evitar el abandono y el aislamiento de barrios enteros de la ciudad que podrían ser ámbitos de oportunidad para sus habitantes. Es el caso del ensanche de Barcelona de 1860 (plan Cerdá), que  logró compactar la ciudad al introducir nuevos usos y habitantes, al tiempo que abrió conexiones transversales. Ciertamente la gentrificación o expulsión de sus moradores en los cascos consolidados es un problema, pero mayor lo es su ruina física y social, de ahí el valor universal de la apuesta europea por la regeneración urbana.

Estas labores deben basarse en una serie de criterios compartidos para lograr una ciudad de barrios competitivos entre sí que creen polos de actividad diferenciada, lugares con personalidad propia que son patrimonio de toda gran urbe, sea San Francisco o Londres, lo cual reclama complejidad, diversidad y complementariedad de usos. Tienen que ser operaciones de tamaño relevante que construyan un paisaje transformando el territorio, con un claro equilibrio entre viabilidad económica y sostenibilidad ambiental.

 

Ilustración: Ana Galvañ (recortada)

 

 

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omo se hizo en Barcelona 92, este tipo de intervenciones debe orientarse al urbanismo concertado entre lo público y lo privado, con exigencia de compromisos sobre los plazos y condiciones que integran el proyecto, potenciando los espacios y dotaciones públicas con una apuesta decidida por el patrimonio común de carácter natural y cultural. Y, por otro lado, se requieren actuaciones con entidad suficiente como para apoyar la vivienda protegida, que ha demostrado ser un instrumento esencial de transformación y cohesión social del territorio urbano.

Se plantea así una nueva actitud ante la ciudad, que recoge numerosas buenas prácticas consolidadas en el tiempo. Su mayor logro sería generar un urbanismo que responda, también en el siglo XXI, a una ciudad construida —no simplemente planificada— a partir de unas nociones que, como la palabra ciudad, comienzan con la letra ce: compacidad, complejidad y conectividad.

Esta propuesta asume la defensa de una ciudad compacta frente a otra dispersa: la ciudad como una «máquina de encuentros», como un gran mecanismo cultural que favorece la coincidencia de los diferentes, donde lo distinto aprende a convivir y a ser comunidad.

Además de la compacidad, se debe potenciar la complejidad, la mezcla de usos, el mestizaje ciudadano promovido, por ejemplo, en Berlín. Esta característica asusta a los gestores pero facilita el encuentro de lo diverso y es el soporte fundamental de una correcta estructura de seguridad. La ciudad es tanto más segura cuanto más se vive y se comparte en ella, porque la coincidencia de personas y grupos distintos produce seguridad. Es el gran legado de las ciudades europeas, que son tan atractivas y seguras precisamente porque son densas, compactas y complejas.

Complejidad significa también incorporar en la ciudad los usos productivos de la tercera revolución industrial, basada en el conocimiento. Una ciudad es creativa si favorece el encuentro entre sus habitantes gracias a su estructura urbana y a su infraestructura tecnológica. Así, la conectividad no solo debe pensarse como transporte sino también como accesibilidad a los servicios, a las redes energéticas o de información, a los mecanismos de retención de talento y generación de valor en el siglo XXI.

 

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La clave está, pues, en desfragmentar. Desfragmentar la ciudad y, al mismo tiempo, recuperar el papel del urbanismo como un humanismo, como un saber habitar que dirija un saber construir.

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Todo lo anterior implica que los problemas urbanos no se resuelven desde la especialización de quienes solo saben de tráfico, transporte, hidráulica, redes eléctricas, normativa, patrimonio, sostenibilidad, etcétera. La ciudad diseñada por especialistas es una ciudad fosilizada o pensada para el corto plazo, que rápidamente se queda obsoleta. En cambio, una visión global de la ciudad como organismo vivo que se adapta en el tiempo la concibe como un lugar de mediación donde lo específico, también la herencia cultural, cualifica el espacio urbano y lo pone al servicio de la ciudadanía.

Finalmente, aparece en el horizonte la necesidad de apostar por la ciudad de la cuarta ce: la ciudad circular. Este concepto, adoptado por Nantes, Helsinki o Groningen, puede entenderse en un sentido restrictivo, puramente productivo o energético, o en un sentido amplio de recuperación de un modelo urbano en equilibrio con la naturaleza próxima, que abandone la idea de territorio y la sustituya por la de paisaje integrado, donde el ser humano encuentre la armonía de habitar en entornos amables, incluso dentro de las grandes conurbaciones.

Para ello, se debe renunciar definitivamente a los viejos conceptos de zonificación, segregación o especialización de áreas funcionales que han conducido a la plena fragmentación del territorio urbano. Es hora de recuperar la ciudad como un todo, como un paisaje habitado, como un cuerpo en el que se vive y que interactúa con sus habitantes y donde, cada día más, lo público y lo privado deben aprender a colaborar para construir el modelo de la ciudad del futuro; esa «ciudad de las cuatro ces», letra con la que también se escriben cultura, convivencia, conocimiento y cooperación: la ciudad de los ciudadanos. 

 

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