Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Dos hermanos en la Gran Manzana

Texto Paula Zubiaur [Com Fil 11]fotografías Matt Kolff [Hum 12]

Cuando javier y su hermana María viajaron a Nueva York en los años cincuenta, ya no quedaban muchos españoles que emigraran a la Gran Manzana. Entonces era más frecuente buscar trabajo en Europa.


“Nuestro padre se había ido de borreguero con un tío a las montañas de San Francisco en 1916. Diez años más tarde volvió a España y se casó con mi madre. A ella no le gustaba aquello, pero mi padre le dijo que o iba con él o él se iba, así que fueron los dos. Allí nacieron cuatro hijos, en West Virginia. Más tarde volvieron a España porque si no venían para la guerra les declaraban prófugos. Volvieron, pero mi padre no fue a la guerra, se quedó en casa, en Aibar”, el pueblo navarro donde nació Javier Otano, el sexto y penúltimo de los hijos que emigró a los Estados Unidos en busca de trabajo. “Fuimos a  América a buscar el garbanzo porque mi padre nos animaba. Quería que los hijos saliéramos adelante”.
“Fuimos allí con la intención de ahorrar para volver. Estuve a punto de comprar una casa en Estados Unidos y casi no dormía sólo de pensar que tenía que quedarme allí siempre”, expresa María desde la mesa de comedor que llena un lado de la cocina americana que tiene en casa. “Fuimos para trabajar. Y todo emigrante fue para trabajar”, admite Javier, sentado en una silla al lado de su hermana.

La segunda generación de los Otano emigró a Nueva York. Los hermanos –hasta cuatro– llegaron a la Gran Manzana en cuentagotas. María lo hizo acompañada de su esposo Guillermo y su hermana mayor. “Tenía 23 años. Fuimos muy contentos. Le decíamos a mi madre que volveríamos a los seis meses, pero tardamos cinco años en venir a visitarles”. Ella trabajó en una fábrica de flores artificiales propiedad de un judío, pero lo dejó para atender a la familia. Su esposo, en cambio, fue cocinero en Casa Galicia durante 23 años. A Javier, que había nacido en Aibar, lo reclamaron sus hermanos mayores, que tenían nacionalidad americana. “Fui un viernes y el lunes empecé a trabajar en Kennedy Airport construyendo las pistas para el seven-forty-deven”, relata refiriéndose al 747, el famoso avión de pasajeros. Javier, que ahora tiene 73 años y hace una década que volvió a España, emplea medidas y palabras anglosajonas. “En el aeropuerto tenía que utilizar una maza para clavar unos pins de 16 pulgadas. Al poco rato de cogerla tenía un dolor de espalda que no podía. Vino el encargado, que era vasco, y me dijo: ‘Navarrico, mañana tenemos funeral’. ‘Mis hermanas no me han dicho nada’, le contesté. ‘No, el tuyo’, me dijo, porque no sabía pegarle al clavo. Fíjate tú lo que había que hacer por sacar una peseta. Si querías dinero rápido, esa era la forma, aunque ese tipo de construcción me mataba”, reconoce. Por eso pronto pasó a trabajar en el mantenimiento de unos edificios.

Ninguno necesitó el inglés para trabajar en Manhattan. “Allí todo el mundo habla español. Hay más español que inglés en Nueva York. Cuando los hijos venían de la escuela se te quedaba alguna palabra, o al ver la tele, durante los partidos de béisbol: strike 1, strike 2… Y los partidos de hockey sobre hielo. Aprendí cuatro palabras, para defenderme”. Javier volvió a España 35 años después. El viaje, hasta que trasladó todas sus pertenencias, se extendió tres años. “Tuve que venir en 29 viajes. Mi hijo es piloto y me dejaban traer maletones con todo lo que quería”.
“La tierra tira mucho –reconoce ella–. Te gusta volver a lo tuyo, estar con la familia. Yo defiendo mucho aquel país, a mí que no me hablen mal”, advierte recordando que uno de sus dos hijos, el varón, vive en Estados Unidos.
Javier se hizo americano dos meses antes de volver a España. “En Queens había una avenida tremenda que tenía una media rotonda con cuatro o cinco bancos. Ahí los ‘viejicos’ se sentaban al sol. No es país para viejos”.

 

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