Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

La guerra del Peloponeso en versión siglo XXI

Texto: Pablo Pardo, corresponsal del diario El Mundo en Washington.


Los empleados de la embajada china en Washington no duermen en sus casas en la ciudad. Lo hacen todos en un bloque de hormigón espectacularmente monstruoso en la esquina de las avenidas de Connecticut y Kalorama. El mazacote llama la atención por su tamaño y porque desentona en un barrio en el que los funcionarios tienen como vecinos a los embajadores francés y portugués, a Barack Obama, Jeff Bezos, el presidente del Banco Mundial, David Malpass, y, hasta hace un año, a Ivanka Trump y Jared Kushner  

El edificio es en cierto sentido un símbolo del poder chino en Estados Unidos. Y, también, de las suspicacias que levanta ese poder. Unas suspicacias que ya forman parte de la cultura política estadounidense. En las últimas dos décadas, Washington ha considerado a Pekín, sucesivamente, como «competidor», «rival» y «adversario». Desde la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, la guerra fría entre ambos países es un hecho.

Eso es, sobre todo, una mala noticia para Xi Jinping. Ya el 24 de noviembre de 2018, el presidente chino le dijo en una conversación privada en Gran Canaria a la entonces vicepresidenta del Gobierno español, Soraya Sáenz de Santamaría, que su país afrontaba el peligro de caer en dos trampas. Una era la «trampa de los ingresos medios», es decir, la incapacidad de muchas economías (en especial en América Latina) de eliminar la pobreza definitivamente y entrar en el mundo industrializado. La otra, la «trampa de Tucídides» con Estados Unidos, que es como se conoce en las relaciones internacionales a la guerra del Peloponeso que enfrentó a Esparta —un poder ascendiente, o la China de entonces— con Atenas —la gran potencia del mundo heleno— hace 2450 años. Es un conflicto que apasiona a los estrategas estadounidenses, empezando por Eliot Cohen, uno de los arquitectos de la guerra de Irak, y que, aparentemente, también ha levantado interés entre sus rivales chinos.

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Desde que Donald Trump llegó al poder, y sobre todo, desde 2019, existe una Guerra Fría entre ambas potencias

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Hoy en día resulta difícil imaginar una guerra como la del Peloponeso entre Estados Unidos y China por la sencilla razón de que podría desembocar en la aniquilación del mundo. Pero no cabe duda de que desde que Donald Trump llegó al poder, y, sobre todo, desde que en 2019 empezó a imponer sanciones a las empresas tecnológicas chinas, existe una guerra fría entre ambas potencias. Eso es algo plenamente asumido en Washington, donde el único debate al respecto es si se puede calificar así a un conflicto entre dos países cuyos modelos económicos no presentan las diferencias abismales de la época de la rivalidad entre Estados Unidos (democracia liberal) y la URSS (comunismo).

Así que el continuismo en el concepto general ha sido la norma de la política estadounidense hacia China con Biden. Eso, sin embargo, no quiere decir que no haya cambiado nada. Por un lado, el presidente demócrata ha introducido un componente ideológico en la disputa. Por otro, ha logrado, al menos por ahora, replicar con China el multilateralismo, que es la estrategia tradicional de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial a la hora de hacer frente a grandes amenazas internacionales. En tercer lugar, Biden ha tratado de buscar áreas puntuales en las que llegar a acuerdos con Pekín. Y, finalmente, ha endurecido en otros aspectos la retórica de Trump.  

El componente ideológico se basa en dos puntos cruciales: libertades políticas y persecución a la minoría uigur. Con Trump, los derechos humanos dejaron de contar en la política exterior de Estados Unidos, en lo que constituía un cambio en una posición de décadas. Con Biden han vuelto. Y eso, específicamente, pasa por calificar de «genocidio cultural» la represión a la minoría uigur del oeste de China, constituida por treinta millones de musulmanes centroasiáticos. La política de presión contra China, que incluye sanciones, tiene el apoyo de demócratas y republicanos en el Congreso, por lo que es de prever que se mantenga en el futuro.

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Con Trump, los derechos humanos dejaron de contar en la política exterior de EE.UU., lo que fue un cambio en una posición de décadas

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El multilateralismo en el enfoque de las relaciones con China quedó de manifiesto en septiembre, con el anuncio de AUKUS. La nueva alianza militar entre Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos cambia la ecuación de poder en el Pacífico, porque, en virtud del acuerdo, Estados Unidos va a entregar tecnología para la construcción de submarinos nucleares (que, sin embargo, no estarán equipados con armas atómicas) a Australia. Así se va a convertir en el sexto país del mundo en contar con submarinos atómicos, que serán destinados a patrullar el mar del Sur de China. China se está anexionando esta sección del Pacífico —de una superficie similar a cinco Españas—, para desesperación de los otros países ribereños de esa masa de agua: Filipinas, Indonesia, Malasia, Vietnam y Taiwán.

AUKUS no es el único pacto de Estados Unidos contra China. Biden ha impulsado de manera dramática el Quad, del que también forman parte la India, Japón y Australia, y que incluye la cooperación militar y las maniobras navales Malabar, que se despliegan todos los años en el Pacífico o en el Índico. En el terreno tecnológico, Estados Unidos lanzó en septiembre en Pittsburgh una iniciativa para coordinar con los aliados europeos una serie de buenas prácticas que impidan la transferencia de tecnología a China. El Gobierno de Biden quiere que sus socios de Europa participen en la contención de China, y ya ha logrado que Gran Bretaña, Francia y Alemania patrullen el mar del Sur de China, y que Italia refuerce su presencia en el Mediterráneo oriental para así suplir la ausencia de barcos de esos países y de Estados Unidos que están en el Pacífico.

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China y EE.UU. firmaron una declaración conjunto en los márgenes de la COP26 de Glasgow

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Pero la ideología no solo ha desempeñado un papel negativo en la nueva guerra fría entre China y Estados Unidos; Biden también ha forjado algunas áreas de colaboración, sobre todo en la lucha contra el cambio climático, donde Washington y Pekín firmaron una declaración conjunta el 10 de noviembre, en los márgenes de la COP26 de Glasgow. Fue un documento con pocas medidas concretas pero con contenido político, porque al menos ratificaba que ambas potencias son capaces de ponerse de acuerdo en algo.  

Ese avance, sin embargo, no compensa el desplome de las relaciones a otros niveles. En especial en Taiwán, donde Biden —que durante toda su carrera política ha mostrado una considerable propensión a cometer errores en entrevistas y ruedas de prensa— ha estado a punto de abandonar el concepto de «ambigüedad estratégica», en virtud del cual Estados Unidos no aclara si intervendría militarmente si China invadiera Taiwán. En todo caso, en noviembre Estados Unidos hizo público un secreto de primera magnitud: la presencia de soldados en Taiwán, donde realizan operaciones de entrenamiento de las Fuerzas Armadas de ese país. Biden expande el programa que Trump empezó.