Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Una suma de causas

El suicida: José Antonio Arrabal


Cuando estábamos reuniendo la documentación y completando las entrevistas que han hecho posible este reportaje, leímos en el diario El Mundo las declaraciones de José Antonio Arrabal, un vecino de Alcobendas (Madrid) que buscaba el modo de suicidarse legalmente. Tenía entonces cincuenta y siete años, estaba casado y era padre de dos hijos. Hacía tan solo un año y medio que le habían diagnosticado esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Antes de esa noticia, que él consideraba «una sentencia de muerte», ya había superado una hipereosinofilia, una enfermedad rara, con solo cinco casos conocidos en España.

Pensamos que merecía la pena tratar de hablar con él para conocer su historia y, de paso, exponerle las reflexiones en torno al suicidio que nos habían ido brindando los especialistas consultados. Le adelantamos por teléfono cuál era el sentido de nuestro trabajo, accedió a reunirse con nosotros y en noviembre de 2016 viajamos a Alcobendas.

En los primeros minutos de una entrevista que se alargó casi tres horas, José Antonio Arrabal nos dejó claro que no quería sufrir. Él buscaba una solución definitiva para morir sin dolor. Por ese motivo, estaba promoviendo una recogida de firmas online para despenalizar el suicidio asistido en España. Sus otras alternativas eran viajar a Suiza —donde está permitido suicidarse o ayudar a que otro lo haga—  o comprar por internet los productos necesarios y  hacerlo en nuestro país, grabándose en vídeo.

José Antonio reconoció que no había hablado mucho con su familia: «Ellos saben que es cosa mía». Le preguntamos un poco más y nos dijo que en su propósito de morir también latía el deseo de evitarle un mayor sufrimiento a su mujer. Quisimos saber qué opinaba ella, pero su respuesta fue tajante: «No cambiaría de opinión aunque me lo pidiera mi familia».

A José Antonio le fuimos conociendo durante la entrevista. Nos habló de su temprana orfandad, de la muerte de su padre, a quien recordaba intubado en un hospital, y de las malas experiencias que acumuló en un internado de su Ávila natal. Avergonzado, confesó también que apenas tenía un amigo y que odiaba depender de los demás. Nos dejó la sensación de que la falta de control sobre su propia vida y la soledad eran las claves de su deseo de suicidarse.

De forma improvisada, la entrevista periodística se fue transformando en una conversación. En el fondo, compartíamos la ilusión de convencer a aquel hombre de que su vida tenía sentido. Nos interesamos por sus hijos. Uno de ellos, de veintipocos años, le había acompañado hasta el lugar de la cita, pero José Antonio le pidió que esperase fuera. Nos pareció muy duro que su mujer y sus hijos no tuviesen voz en su decisión. Le contamos el caso de Carlos, asturiano, enfermo de ELA como él, que había escrito un correo electrónico a sus hermanos para agradecer su cariño y sus atenciones. Esa «explosión de afectividad» —les decía— es «el bálsamo mejor para paliar el sufrimiento, y eso conforta». José Antonio escuchó con atención y manifestó su respeto hacia el autor del texto, pero insistió en que él no contemplaba otra opción que la de quitarse la vida.

Nos despedimos de él con un abrazo.

En el coche, de vuelta hacia Pamplona, el ambiente entre nosotros era optimista. Creíamos haber puesto en José Antonio Arrabal una semilla de esperanza. Con la entrada del nuevo año, supimos por televisión que seguía con la recogida de firmas, aunque respiramos con alivio cuando pasaron los tres meses que él mismo se había dado para quitarse la vida.

Sin embargo, la nuestra fue una interpretación equivocada. El 7 de abril de 2017, el diario El País publicó en una grabación la despedida de José Antonio. «Si estás viendo este vídeo, es que he conseguido ser libre», decía desde un sillón, dirigiéndose a la cámara. Tras dos minutos de imágenes, Arrabal bebe una mezcla de medicamentos que le provocan un paro cardiorrespiratorio y en última instancia la muerte. Una muerte sin compañía, llena de soledad.