Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Entrad sin miedo y subid más

Texto Enrique García-Máiquez [Der 92], poeta y ensayista.

Celebrar la última piedra, en vez de la primera, como se suele, da un significado más redondo a la celebración y, sin duda, mucho más seguro. En consecuencia, queremos conmemorar los sesenta años de la publicación de La última batalla, la entrega final de la heptalogía de Las crónicas de Narnia. Da la clave de la obra completa de C. S. Lewis y del sentido de su vida.


Puede extrañar que demos tanta trascendencia a un cuento para niños en la obra del prestigioso profesor universitario de Oxford y de Cambridge. Quizá por eso nos dejó esta advertencia en la dedicatoria a su ahijada Lucy Barfield del primer libro de la serie, El león, la bruja y el armario (1950): «Algún día serás lo suficientemente vieja como para empezar a leer cuentos de hadas de nuevo».

La cita recuerda otro sabio aviso de la literatura. El de Cervantes sobre su inmortal novela: «Los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran». C. S. Lewis (Belfast, 1898 - Oxford, 1963) se reparte el pastel con su íntimo amigo J. R. R. Tolkien, de modo que los mozos leen El señor de los anillos y los hombres lo entienden, mientras que Las crónicas de Narnia reservan su atractivo para los niños; y la celebración para los viejos.

Lo que los niños ven en Narnia —trepidantes aventuras aparte— lo subraya Lewis en una de sus muchas Cartas sobre Narnia (1985): «Estoy muy satisfecho porque te diste cuenta de “la historia escondida” que hay en los libros de Narnia. Es curioso, los niños casi siempre la descubren, mientras que los adultos casi nunca». Se está refiriendo a la alegoría de la Redención que se desarrolla en esos libros translúcidos.

Los jóvenes y los adultos prefieren, como Tolkien, un mito sin equivalencias tan evidentes; y lo encuentran en la Tierra Media. Lo que los viejos redescubren en Narnia, en cambio, no es tanto «la historia escondida», como el constante ir y venir entre esa historia escondida y nuestra realidad. Ese es el secreto, y la clave de C. S. Lewis.

Idas y venidas

Por su propia esencia, la alegoría fuerza a emprender un camino de ida y vuelta. La alegoría tiende un puente entre la imaginación y la realidad. La primera deja de ser escapista, para ser un reflejo y un regreso, y la segunda deja de ser obvia y opaca. El lector atento de Narnia tiene siempre en mente la historia real y va de ella a lo que acontece en el reino de Aslan y viceversa. El sacrificio del león transparenta el del Calvario; y el Génesis y el Apocalipsis enmarcan la heptalogía con El sobrino del mago (1955) y La última batalla (1956). El debate sobre la mayor o menor virtualidad artística de este recurso frente al mito autónomo lo mantuvieron más o menos amigablemente Tolkien y Lewis. Lo interesante es que Lewis estaba, desde sus primeros estudios, predestinado. Su gran ensayo sobre las literaturas medievales se titula La alegoría del amor (1936). No fue una opción meramente estética ni académica ni ocasional.

Lo que destina a Lewis con la alegoría es su íntimo vaivén interior. Obsérvese que el movimiento incesante aparece también en el planteamiento argumental entre los dos mundos, este y Narnia; pues los protagonistas están siempre atravesando de uno a otro lugar a través de un armario, de un cuadro o de un accidente de tren. Y, al saltar en el espacio, saltan a tiempos distintos, no solo diacrónicos sino diversos. Esto se exacerba en La última batalla: los protagonistas cruzan del mundo real a Narnia, como siempre, pero vuelven a cruzar otra puerta a mitad de la aventura y otras más, después, ya sin cesar. «Entrad sin miedo y subid más» es el estribillo final (abierto) de la historia.

Un anhelo insaciable

Tal movimiento tiene una raíz biográfica que, a la vez, explica el misterio de Lewis. Infinidad de admiradores se han preguntado por qué, tras dejar su ateísmo juvenil para pasar al deísmo y, enseguida, al cristianismo, no dio el paso final de la conversión al catolicismo, como podía esperarse de su evolución y de sus escritos. Para Tolkien supuso una decepción. Joseph Pearce ha tratado de explicarlo en el documentado ensayo C. S. Lewis y la Iglesia Católica (2003), donde asume la hipótesis de Tolkien: el legado de beligerante protestantismo norirlandés pesó demasiado, y Lewis fue incapaz de librarse de sus prejuicios anticatólicos.

Pero, teniendo en cuenta que se liberó de muchos de los tics de «Puritania», como él llamó al mundo de su infancia, hemos de aventurar otra explicación más fundamentada en su obra. Se trata del afán de  C. S. Lewis de seguir avanzando sin pausa, simbolizado en tanto cruzar puertas (armarios, cuadros, dimensiones, tiempos, muros, mundos) hacia Narnia. Tal frenesí y su inercia lo volvían reacio a entrar en la Iglesia Católica, que es, a fin de cuentas, la casa definitiva. A diferencia de su admirado Chesterton, él prefiere la metáfora del camino a la del hogar.

A Tolkien, la continua intromisión de la voz del narrador en Las crónicas le irritaba, quizá porque no cayó en que ese ir y venir y cruzar de un mundo a otro era la característica esencial de la personalidad de su amigo. Frente al arraigo de los hobbits en la Comarca, Narnia es una estación de paso, como son de paso, fíjense, la casa de acogida del armario de El león, la bruja y el armario o la estación de tren de El príncipe Caspian (1951) o la detestable Escuela Experimental de la que arranca La silla de plata (1953) o la casa de los tíos en La travesía del Viajero del Alba (1952) —observen qué insistencia en el mismo campo semántico: travesía, viajero e incluso el alba, que, en la teología de los Padres —San Agustín, por ejemplo—, es claramente pascual y escatológica, un ya-pero-no-todavía.

Una vez percibido ese movimiento, es un no parar de ir hallándolo en toda la obra del norirlandés. La misma heptalogía de Las crónicas no responde a un plan fijo. Lewis fue pasando de un libro a otro en raptos de inspiraciones sucesivas. Ese movimiento también se encuentra en su vida intelectual: asombran la humildad y la disposición abierta de quien confiesa que amigos o jóvenes interlocutores le convencieron con frecuencia o de esto o de aquello. Se dio incluso el insólito caso de que la reseña de una joven y desconocida profesora (Elizabeth Anscombe) hizo cambiar a Lewis un capítulo de Milagros (1947) en la reedición de 1960.

Igual dinamismo ubicuo hallamos en su vida. En el libro autobiográfico Sorprendido por la alegría (1955) nos cuenta: «Yo llevaba cruzando el mar de Irlanda seis veces al año desde que tenía nueve». No resulta casual, en absoluto, que su propia conversión ocurriera a toda velocidad. En un paseo en moto vio que Cristo era el Salvador: «A San Pablo le golpeó un rayo mientras cabalgaba rumbo a Damasco. A mí me asaltó un pensamiento en el sidecar de mi hermano, camino del zoológico». Narnia alberga, dicho sea al vuelo, un aire a zoo mitológico con sus faunos, dríades, centauros, unicornios, sirenas y minotauros.

Su amor al viaje y a la peregrinación parte de una concepción muy íntima de la alegría o la beatitud como algo siempre incompleto. En Mientras no tengamos rostro (1956), que Lewis consideraba su mejor obra, Psique se explica: «Y de tanta belleza, precisamente, me venía el anhelo, sí, siempre el anhelo. Más allá, en alguna parte, tiene que haber más belleza aún».

Esa ansia de Psique era autobiográfica de Lewis. En Sorprendido por la alegría la describe como el más deseable de los estados: «Me encontré en el mismo instante fuera de aquel deseo y deseando volver a él. […] la historia de mi vida no se centra en nada más […] es la del deseo insatisfecho, que es en sí mismo más deseable que cualquier otra satisfacción». Y concluye: «La Alegría no es distinta solo del placer en general, sino también del placer estético. Debe tener un estremecimiento, un dolor, un anhelo insaciable».

Una vida desbordada

En consecuencia, el muy perspicaz Pearce no acaba su estudio con la muerte de C. S. Lewis. Dedica el último capítulo a la multitud de conversos al catolicismo en deuda con él. Lewis es el escritor que más citan.

Desde nuestra hipótesis del anhelo insaciable, es lógico que otros hayan aprovechado el tirón y la inercia de Lewis para continuar su trayectoria hasta su conclusión natural: el anhelo satisfecho en la fe satisfactoria. Sheldon Vanauken lo compara con Moisés, que llevó al pueblo hasta la Tierra Prometida, pero sin entrar. Lewis hubiese preferido la imagen del Virgilio de Dante —el poeta que acompaña a su discípulo, aunque no hasta el final— con la que él honró a George MacDonald en El gran divorcio (1945). Su ser como estar en camino se refuerza si pensamos que entendió su vida como metáfora o, mejor dicho, como alegoría, en un sentido análogo a Simone Weil, que la experimenta como signo, vocación o sacramentum, según sugiere Salvador Antuñano. De su obra apologética más representativa, titulada Mero cristianismo (1952), es Lewis mismo quien nos advierte que «no es una casa, y mucho menos la Casa, sino un simple medio de encontrar el camino a Casa».

La virtualidad apologética

Puede que la paradoja del apóstol del catolicismo no católico no sea tal paradoja. El hecho sorprendente de que la fe se enseñe mejor desde fuera vendría avalado por el ejemplo previo de Chesterton, que había convertido a muchísimos antes de decidirse. Y viene fundamentado en una idea del mismo Chesterton: el cristianismo muestra toda su grandeza desde lejos y de nuevas.

Como ha visto Eduardo Segura en J. R. R. Tolkien: Mitopoeia y mitología. Reflexiones bajo la luz refractada, es «el mito [lo que] nos permite volver a nuestra propia realidad y mirarla con ojos distintos». Justo a través de los mitos el joven ateo C. S. Lewis comenzó a vislumbrar la verdad del cristianismo. Fue la noche en que, paseando, sus amigos el católico Tolkien y el anglicano Hugo Dyson le explicaron que la historia de Jesús era, en efecto, uno de los grandes mitos, que, además, en esa ocasión única, había ocurrido.

La inolvidable profesora Irene Vázquez (1973-2013) hablaba de un encuentro reversible de la imaginación con la realidad, usando la palabra reversible en el sentido técnico que le da el filósofo López Quintás, pero que a nosotros nos vuelve a poner sobre la pista de la inquietud esencial de Lewis, siempre de ida y vuelta. La alegoría pasa, pues, de ser un recurso retórico a convertirse en una manera muy ajustada de cumplir con el precepto chestertoniano de presentar el cristianismo desde fuera.

En Sorprendido por la alegría, C. S. Lewis había advertido: «Todo cuidado con las lecturas es poco para un joven que quiera seguir siendo un ateo sensato». Las alegorías y los mitos se lo pondrán aún más difícil. Por un lado, al no hablar directamente de la fe, pueden sorprender por la espalda al que solo lea en busca de aventuras. Por otro, su belleza tiene más capacidad de cautivar, como un paisaje en un espejo. Efecto que Lewis había descubierto de niño: «Por aquellos días, mi hermano trajo al cuarto de jugar la tapa de una lata de galletas que había cubierto con musgo y adornado con ramitas y flores para convertirla en un jardín, o en un bosque, de juguete. Esa fue la primera cosa bella que vi. Lo que no había conseguido el jardín de verdad lo consiguió el de juguete». La anécdota nos ayuda a comprender la virtualidad apologética de Narnia y, de paso, ese aire suyo de mundo un tanto infantil (evidente, si se compara con El señor de los anillos), pero que encanta a los niños y que los viejos, ahora sabemos mejor por qué, celebran.

En Mero cristianismo, Lewis había advertido: «Desde que los cristianos dejaron de pensar por completo en el otro mundo se volvieron totalmente ineficaces en este. Apunta al Cielo y tendrás la tierra de rebote: apunta a la tierra y no tendrás ninguno de los dos». Con Narnia, añadía otro mundo más en el que pensar, con la intención de que nos volviésemos triplemente eficaces en este y para el Cielo.

La última batalla (sin final)

La resistencia de Lewis a los finales se ve en los finales. La última batalla resulta, por tanto, imprescindible. Antes, ya había dado pruebas de su resistencia y rechazo al reposo. Una muy clara en Sorprendido por la alegría, cuyo último capítulo se titula «El comienzo».

Otra, muy honda: su correspondencia con los jóvenes lectores de Las crónicas de Narnia. Si le suplicaban que escribiese más entregas de la serie, les replicaba que las hicieran ellos. Es fácil detectar en esa respuesta un vivo interés por que Las crónicas se continuasen en el alma de los niños. Habían saltado de la Vida al mito y debían, nuevamente, saltar a la vida de los lectores, en un triple salto moral. Lo que conecta con una idea muy querida de Lewis: el mito no necesita la literatura porque las palabras son solo un medio más. En el prólogo a Phantastes (1858), la obra de su admirado MacDonald, explica: «Los relatos míticos se encuentran en el extremo opuesto a la poesía lírica. […] En la poesía, las palabras son el cuerpo y el tema o contenido es el alma. Pero en el mito, los hechos imaginados son el cuerpo y lo inexpresable es el alma. Las palabras, el mimo, la película o la serie pictórica ni siquiera constituyen las vestiduras; no son mucho más que un teléfono. Lo comprobé hace muchos años, cuando me contaron el argumento de El castillo de Kafka en el transcurso de una conversación y más adelante leí el libro. La lectura no me aportó nada en absoluto». La cita es larga, pero nos permite deducir que Lewis pretendía que el cuerpo del mito encarnase en el alma de sus lectores y que allí creciese incesante, aunque cambiando. Aslan había advertido a Lucy en una circunstancia análoga: «Las cosas nunca pasan del mismo modo, pequeña». Lo esencial es no estancarse, que es, significativamente, el pecado de Susan: «Malgastó todos sus años en la escuela deseando llegar a la edad que tiene ahora, y desperdiciará el resto de su vida intentando mantenerse en esa edad. Su idea es precipitarse a la época más tonta de la vida lo más rápido posible y luego quedarse allí tanto tiempo como pueda».

Quedarse, nunca, en ningún sitio, aún menos en la adolescencia. Por eso, el final de La última batalla, uno de los más bellos de la literatura, no se resigna a ser un final, ni siquiera a pesar de la muerte ni del fin del mundo. Hay que seguir cruzando puertas, hacia arriba, siempre. El lema que allí se repite es el motto de Lewis: «Entrad sin miedo y subid más». Y así acaba (¡o no acaba!):

«Y mientras hablaba [Aslan], ya no les pareció un león; pero las cosas que empezaron a suceder después de eso fueron tan magníficas y hermosas que no puedo escribirlas. Y para nosotros, este es el final de todas las historias, y podemos decir verdaderamente que todos vivieron felices para siempre. Sin embargo, para ellos fue solo el principio de la historia real.

Toda su vida en este mundo y todas sus aventuras en Narnia no habían sido más que la cubierta y la primera página: ahora por fin empezaba el Primer Capítulo del Gran Relato que nadie en la Tierra ha leído, que dura eternamente y en el que cada capítulo es mejor que el anterior.»