Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Entrevista al presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso

Texto Nacho Uría [Der 95 PhD His 04] Fotografía Bruno Portela Ilustración Luis Grañena

José Manuel Durão Barroso (Lisboa, 1956) es uno de los actores principales de la política mundial. Junto con Angela Merkel, Mario Draghi (presidente del Banco Central Europeo) y Christine Lagarde (directora gerente del FMI), integra el Grupo de Frankfurt, colectivo informal considerado el “Gobierno” de la Unión Europea. Elegido en 2004  y renovado en 2009 para un segundo mandato, Barroso ha demostrado una notable capacidad política y diplomática. Quizá a la altura de su predecesor más emblemático, el socialista Jacques Delors. El presidente de la Comisión no suele conceder entrevistas exclusivas a un solo medio, pero recibió a Nuestro Tiempo por su carácter universitario.


Apenas unos días antes de la reunión del G-8 del pasado junio en Irlanda del Norte, José Manuel Durão Barroso recibió a Nuestro Tiempo en la sede la Comisión Europea en Lisboa. Sin cuestionarios previos, el político portugués analizó durante una hora la actualidad europea y el futuro de la Unión.

 

Uno de los temas más polémicos en el fracasado intento de Constitución Europea fue el de las raíces cristianas de Europa. Al final, no prosperó su inclusión. ¿Qué nos une entonces en un proyecto común? 

Mi formación es jurídica y en la universidad aprendí que hay un Derecho positivo y hay también un Derecho natural. Es  decir, hay una Constitución formal y una Constitución real. En la génesis europea es imprescindible considerar la importancia de tres fuentes principales: la herencia judeocristiana, el clasicismo grecorromano y también –tenemos que ser justos con la Historia– el Renacimiento y la Ilustración. Europa es el resultado de muchas influencias, y esto aporta una riqueza cultural que debemos mantener. Ahora bien, hay una matriz indudable que incluye los valores cristianos, presentes también en el pensamiento humanista que todos los europeos compartimos.

Pero la mención al Cristianismo no aparecía en el proyecto de Constitución…

No fue posible una mención expresa por razones políticas. Era necesaria la unanimidad de los Estados miembros y hubo algunos gobiernos, pocos ciertamente, que rechazaron esa referencia. Insisto, por razones políticas que tenemos que respetar. Con todo, es más importante la cultura europea nacida de las fuentes que antes cité, que la constitución formal. En mi opinión es evidente que esas raíces culturales, donde también están las cristianas, conforman no solo la identidad europea, sino la civilización que los países europeos llevaron a otras partes del mundo. 

Hasta 2010, año en el que la crisis se agravó, la Unión Europea era un ejemplo de desarrollo económico y estabilidad política. Ahora ya no es así. ¿Le preocupa este cambio?

Claro que nos preocupa. Vivimos los momentos más difíciles de la Historia de la integración europea. Sin embargo, no puedo compartir los análisis catastrofistas, que nacen del atractivo intelectual, para mí sorprendente, del pesimismo. Esas opiniones demuestran muy poco conocimiento de Historia y carecen de perspectiva porque Europa está hoy mejor que hace sesenta, cincuenta o veinte años. España y Portugal, por ejemplo, son hoy democracias y todas las naciones que estaban bajo el yugo de dictaduras comunistas ahora disfrutan de libertad. Pero no solo eso, que es mucho, sino que la Europa de los Veintiocho cuenta más en el mundo que cuando tenía doce miembros. Lo recuerdo bien porque yo era ministro de Asuntos Exteriores de Portugal con una Europa de doce estados y puedo comparar. 

Sin embargo, el futuro de la Unión y del euro es incierto. 

Ahora pasamos por tiempos difíciles, pero también debemos ponerlos en su contexto. La crisis financiera, recordémoslo, no nace en la Unión Europea, sino en los EE UU, aunque ha tenido un fuerte impacto en Europa por diferentes razones. Básicamente tres: la irresponsabilidad de ciertos sectores financieros, la imposibilidad de algunos Estados de mantener sus niveles de deuda pública y, por último, la acusada diferencia de competitividad entre los países de la Eurozona. Ahora bien, no estamos en una crisis del euro, que es una moneda estable y creíble. De hecho, países como Gran Bretaña, que no pertenece al euro, sufren los mismos problemas y están aplicando una política muy restrictiva, equivalente a la de Estados que sí tienen moneda única.

¿Estábamos preparados para esta crisis?

Ciertamente, no. Por ejemplo, no teníamos un fondo de rescate, que ya existe. Ahora estamos en medio de una galerna desconocida y tenemos que  fabricar a toda prisa los botes salvavidas. El euro no fue la causa de la crisis, pero es verdad que en la Eurozona tenemos planteados grandes desafíos. La enseñanza, en cualquier caso, es evidente: el crecimiento basado en la deuda es insostenible, sea pública o privada. 

¿Piensa que la recesión será larga?

A corto plazo es inevitable pero, en general progresamos, sobre todo al superar el pesimismo sobre el euro. Después tenemos casos particulares –España, Portugal, también Grecia e Irlanda o Chipre–, que están haciendo enormes sacrificios, en especial sociales. Esa tarea es de una magnitud extrema, pero es la única vía para corregir desequilibrios económicos y ganar competitividad. Este es el punto diferencial: la competitividad.

¿Cómo saldrá el proyecto europeo de esta crisis? 

Sin duda, reforzado. Vamos a ganar en competitividad, en el control más eficaz de los déficits y de la deuda, con esfuerzos más ambiciosos en la reforma de la competitividad y más inversiones para el crecimiento. Un crecimiento sostenible, no artificial ni basado en burbujas –inmobiliaria, financiera, etcétera– que nos han colocado en esta situación.

¿Se aprovechará el cambio del modelo económico para alcanzar una unión política? Francia ha propuesto un gobierno económico único y una integración política en 2025.

Francia es un país muy importante en la UE, de modo que celebro las iniciativas que supongan más Europa y refuercen la integración económica y monetaria. A partir de ahí, es necesario discutir los detalles porque la credibilidad de una moneda depende de la solidez de las instituciones que la respaldan. Por eso la integración económica es importante, pero no a cambio de enfrentar a los Estados miembro entre sí. El mercado único es para todos los países de la Unión.

En 1790 el Gobierno federal norteamericano asumió la deuda de algunas de las Trece Colonias. Así nació el Departamento del Tesoro, que ayudó a consolidar el país. ¿Necesitamos un Tesoro europeo?

Sí, lo necesitamos, aunque los paralelismos son complejos. Es verdad que en la construcción europea hay muchos elementos federales y ahí la equivalencia con los Estados Unidos es justa. Hoy tenemos la Comisión como organismo supranacional, un Banco Central Europeo independiente, la elección directa de un Parlamento por los ciudadanos… Pero nuestro proceso no puede ser asimilado al norteamericano porque la Unión Europea nace de la integración de naciones históricas y los EE UU no. Sin embargo, yo creo en una Europa federal democrática, es decir, una asociación libre de Estados. Pero sin comparaciones simplistas con Norteamérica, porque nuestro objetivo no es un supraestado ni una centralización, sino una federación de Estados europeos.

¿Defiende usted, entonces, el federalismo? ¿Con qué referente?

El proceso europeo es original y no puede identificarse con un concepto único. El federalismo es seguramente muy importante como inspiración y como método. En algunos aspectos el federalismo estadounidense puede ayudarnos, pero también el suizo. Ambos sirven de ejemplo, no sólo como resultado final sino en los pasos concretos que han seguido para ser Estados federales. Una de las cosas más apasionantes de mi trabajo es sentir que estamos haciendo Historia, en especial cuando superemos esta crisis. El futuro cercano es de un alcance histórico enorme. Europa superará sus dificultades, se unirá más e influirá más en la globalización. El camino para lograrlo es profundizar en el proyecto original europeo, que supone más democracia.

¿Teme que los partidos eurófobos (“Aurora Dorada” en Grecia, el UKIP en Gran Bretaña o el “Frente Nacional” en Francia, por citar algunos) acaben con el ideal europeo?

Ese es un buen apunte, pero usted sabe que los movimientos populistas nacieron antes de esta crisis y que en sus inicios no tenían una crítica directa a Europa. En Holanda, por ejemplo, ya estaba Pin Fortuyn y en Austria Jörg Haider. Incluso en Suiza, que no es miembro de la UE, está Christoph Blocher por no hablar del Tea Party estadounidense, que no tiene nada que ver con Europa. En mi opinión, su preocupante crecimiento se nutre de la angustia ciudadana por el futuro y el alejamiento de las élites nacionales -sobre todo políticas y financieras-, que no tienen respuesta a los problemas reales. Ese es el terreno ideal para los extremistas, que simplifican las cosas y manipulan a los votantes con su demagogia. 

Piensa entonces que el problema no es el rechazo a Europa…

El discurso populista critica a Europa pero, seamos sinceros, se dirige sobre todo contra la inmigración. En Gran Bretaña el motivo principal para votar al UKIP no es su antieuropeísmo, que es un pretexto parcial, sino su discurso antiinmigración. Por ejemplo, contra los rumanos o los musulmanes. 

¿Y quién hará frente a esa ola xenófoba?

Las fuerzas moderadas que aceptan el patrimonio intelectual, cultural y moral de Europa lo defenderán con convicción y retomarán la iniciativa política. Los grandes partidos europeos, los que vertebran la Unión, saldrán de su zona cómoda y asumirán que la UE no es algo definitivo e inmune a los ataques. Existe un consenso implícito en las elites de que Europa tiene que ser democrática. Si no, tendremos un grave problema de legitimidad.

Algunos Estados sufren también otro problema: los separatismos. Por ejemplo, el escocés, el vasco o el corso, que afectan a naciones centenarias. ¿Cómo se ve este asunto en Bruselas?

Está claro que no corresponde a la Comisión Europea opinar sobre cuestiones de organización interna ni sobre disposiciones constitucionales de los Estados miembros. Ciertas hipótesis, como la separación de una parte de un Estado miembro o la creación de un nuevo Estado, no tendrían carácter neutro con relación a los Tratados de la Unión. Si un Estado consulta a la Comisión sobre una situación concreta, esta se pronunciaría acerca de las consecuencias jurídicas según la legislación europea. 

¿Cómo reaccionaría la Comisión ante la independencia unilateral de un territorio de un Estado miembro? Por ejemplo, Cataluña.

Usted sabe que la Unión Europea se basa en tratados suscritos por los Estados miembros. Por tanto, si el territorio de un Estado deja de formar parte de ese Estado y se convierte en un nuevo Estado independiente, los tratados no se le aplicarían. En otras palabras, un nuevo Estado pasaría a ser un tercer país para la Unión, y los tratados dejarían de ser de aplicación en su territorio desde el día de su independencia.

Queda claro que no sería automáticamente miembro de la Unión, pero… ¿podría solicitar su entrada?

Podría hacerlo. El artículo 49 del Tratado de la Unión Europea señala que cualquier Estado europeo que respete los principios establecidos en el artículo 2 de dicho tratado puede solicitar convertirse en miembro de la UE. Si esa petición es aceptada unánimemente [énfasis] por el Consejo Europeo, se negociaría un acuerdo entre el Estado candidato y los Estados miembros –condiciones de admisión, modificaciones de los tratados que tal admisión supondría, etcétera–. Ese acuerdo quedaría sujeto a la ratificación de los Estados miembros y del país candidato. Esta es la doctrina consolidada.

Parece una posición bastante neutra, por no decir equidistante.

Totalmente neutra. No expresa preferencia ni oposición a esta o aquella solicitud porque valorarla no es competencia de la Comisión Europea, que es una simple guardiana del Tratado de la Unión.

¿Qué opinión tiene del caso español?

Mi opinión personal es de respeto por ese gran país que es España y también por la identidad catalana, que conozco, y la vasca, que conozco igualmente. No me compete a mí expresar opiniones sobre esta cuestión, que es puramente legal, antes incluso de mi llegada a la Comisión.

¿Qué haría entonces la UE ante la hipotética salida de un Estado miembro? Pienso en Gran Bretaña, por ejemplo, que realizará un referendo en 2017 sobre su permanencia en la Unión.

La UE es una asociación libre de Estados democráticos. Todos sus miembros, salvo los seis fundadores, han solicitado su entrada. Por tanto, cualquier país es libre de salir. Esta es una cuestión de principio muy importante. Nosotros no tenemos nada que ver con otras experiencias históricas, por ejemplo la Unión Soviética, donde había Estados o naciones que estaban obligados a mantenerse dentro de esa organización. Pienso que el Reino Unido va a permanecer en la UE –y esa es la voluntad manifestada por su actual Gobierno–, pero es una decisión que deben tomar los británicos. 

¿Por qué tolera la Unión Europea las permanentes excepciones de Gran Bretaña, como estar fuera del euro o no pertenecer al Espacio Schengen?

Gran Bretaña tiene unas especificidades que le gusta manifestar, y la Unión no sólo las respeta sino que las considera una contribución a la diversidad europea. Su postura en asuntos como la ampliación de la UE, la agenda comercial o su colaboración en la reforma económica aportan criterios diferentes. Por no hablar de su privilegiada relación con nuestros aliados norteamericanos. El Reino Unido ha aportado mucho a la Unión Europea. Por ejemplo, el concepto mismo de “Mercado interior” fue respaldado incondicionalmente por Londres. Por eso su permanencia es buena para Europa y seguramente para ellos también, pero insisto en que es una decisión soberana.

A veces Europa parece una gran Suiza. Estable y próspera, pero poco influyente en el contexto internacional. 

Es verdad. Eso es verdad, pero… ¿por qué sucede? El 60 por ciento de la ayuda mundial al desarrollo procede de Europa y en cuestiones económicas contamos mucho. En ambos asuntos tenemos una política integrada e incluso la Comisión representa a la Unión en negociaciones comerciales con la China, Japón… Con todos. Ahí Europa cuenta y no puede haber un acuerdo económico mundial sin la Unión. Ocurre lo mismo en asuntos de Competencia, donde las grandes multinacionales (Microsoft, Google, Gazprom, etcétera) respetan a Europa porque tiene una política unificada, que es, por cierto, responsabilidad de la Comisión.

Sin embargo, en política exterior nuestro papel es casi irrelevante…

Es cierto que, tanto en política exterior pura como política de seguridad, estamos por debajo de lo que deberíamos –punching below our weight, como dicen los anglosajones–, pero mejor que hace unos años. Por ejemplo, actualmente participamos en más misiones de Política Común de Seguridad y Defensa –Mali es la última– que nunca. O en la seguridad marítima del Cuerno de África (Operación Atalanta). Contamos más de lo que pensamos y, a pesar de toda la información contraria, los europeos valoran el papel decisivo de la UE en la resolución de conflictos. Por ejemplo, el de Aceh, en Indonesia, o el trabajo realizado en el acuerdo estable entre Serbia y Kosovo.

Es cierto que tenemos un soft power, según lo definió el profesor de Harvard Joseph Nye, basado en la ideología y la cultura. Pero suena conformista.

Europa podría contar mucho más si los Estados miembros aceptaran una mayor coherencia y unidad de acción exterior.

De todas maneras, también hay cuestiones económicas internacionales que avanzan con una lentitud exasperante. Pienso en el tratado de libre comercio con los EE UU.  

En esta cuestión hay mucho en juego y debemos tener una mente abierta y creativa. La Comisión ha estado siempre interesada en este asunto y yo mismo he hablado varias veces con el presidente Obama sobre ello. Recuerdo la cumbre del G-8 en Camp David de 2012, donde los miembros europeos de ese grupo me pidieron que representara su posición, o la reciente en Irlanda del Norte. Ciertamente, fue una reunión informal, pero supimos que los EE UU están listos para un acuerdo que comenzará a negociarse este mismo verano. 

Pero puede ser bloqueado por el Senado norteamericano, más interesado en acuerdos con Canadá o Corea del Sur.

También puede hacerlo el Parlamento Europeo, que tiene un papel importante en los temas comerciales. En realidad, en el comercio tenemos bien trabajada la vía diplomática –que ciertamente es intergubernamental porque afecta a la soberanía nacional–. Esto se percibe más en Naciones Unidas, donde la UE y los países candidatos y también los candidatos a candidatos [ríe] actúan como un bloque. Eso nos da una influencia decisiva cuando mediamos en posiciones enfrentadas de otras partes del mundo. No somos una superpotencia diplomática porque nos falta cohesión, pero somos parte esencial en el equilibrio mundial, un actor que no se puede ignorar.

En Europa hay conflictos territoriales entre países. Por ejemplo, Eslovenia con Croacia, Grecia y Macedonia, el dispar reconocimiento de Kosovo, etcétera. ¿Es la Unión Europea la solución para este tipo de disputas?

Sería óptimo que la UE encontrara soluciones para esos problemas, que además ocurren en nuestro continente, pero también debemos sopesar cuál sería la alternativa si no existiera la Unión. Probablemente esos conflictos tendrían una dimensión mayor, militar incluso, como vimos hace unos años en Bosnia. En los Balcanes no hay todavía una situación estable, pero al menos las disputas son pacíficas. Asumo que nuestra actuación no es perfecta, pero ayuda a estabilizar la región, como se ha visto en Serbia -donde acabamos de decidir abrir las negociaciones para la ampliación- y Kosovo -donde se iniciarán  las conversaciones para un acuerdo de estabilidad y asociación-.

Rusia es una fuente reiterada de problemas y aprovecha la dependencia que tenemos de su gas (el 30 por ciento en toda la UE) para condicionar otras políticas. Por ejemplo, sobre derechos humanos.

Rusia tiene importancia para Europa por el suministro de gas, aunque importamos casi la misma cantidad de Noruega. Pienso que no tenemos dependencia energética de Rusia, sino que hay una “interdependencia” porque en términos de comercio relativo somos su primer socio mundial. De todos modos, no me gusta ver estas relaciones en clave de conflicto. Rusia es parte esencial de la cultura europea. Con Rusia el diálogo es exigente pero constructivo. Es un país muy importante para la Unión Europea y con el que tenemos que profundizar los acuerdos.