Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

La cultura emocional

Ana Marta González [Profesora de Filosofía de la Universidad de Navarra]

La sociedad tiende a afrontar los problemas personales o de convivencia en clave terapéutica. ¿Es ese el mejor camino?


¿Qué entendéis por “cultura emocional”? cuando hice esta pregunta a mi madre y a mi hermano Víctor me dieron dos respuestas distintas: para mi madre, la expresión “cultura emocional” alude a la tendencia, que advertimos en nuestras sociedades, a privilegiar los aspectos emocionales del comportamiento, en detrimento de los principios y la razón; a mi hermano, en cambio, le sugiere el cultivo de las emociones, y, por tanto, algo que, hasta cierto punto, supone el uso de la razón. Las dos respuestas presuponen un uso distinto del término “cultura”. Así, mientras que mi madre toma este término en el sentido en que lo hacen habitualmente los antropólogos —el modo de vida de un pueblo, hecho de prácticas, expresiones, rituales etcétera—, mi hermano lo emplea en un sentido más clásico —cultura como “cultivo” de las propias capacidades, adquisición de competencias, etcétera—.

Ciertamente, ambos sentidos no están desconectados: el modo en que cultivamos individualmente nuestra naturaleza –nuestras emociones, en este caso– redunda y se ve afectado por el modo de nuestra vida social. Según esto, y en contra de muchas apariencias, hay razones para presumir cierta conexión entre el modo en que los hombres y mujeres de la modernidad tardía afrontan el cultivo de las emociones y esa omnipresencia de las emociones en la vida social. 

Las dos caras de nuestra cultura emocional. En contra de muchas apariencias, digo, porque, a primera vista, podría dar la impresión de que no hay conexión alguna: abrumados por el exceso de emoción que destilan ciertos medios de comunicación, y revelan muchas interacciones ordinarias, lo que brilla por su ausencia es el “cultivo” de las emociones. Al mismo tiempo, sin embargo, hay que reconocer que nunca como ahora proliferaron tanto los cursos de “gestión emocional” y los manuales de “autoayuda”, encaminados a identificar y solucionar racional y reflexivamente los problemas emocionales que se plantean en la vida profesional, familiar, etcétera. Es explicar la conexión entre ambos aspectos lo que representa un reto para el filósofo o el sociólogo de la cultura interesados en comprender mejor el mundo que nos rodea.

Sin necesidad de acudir a la contraposición nietzscheana de lo dionisíaco y lo apolíneo, una vía muy tentadora para dar cuenta de esos dos aspectos de nuestra cultura emocional es la que, recurriendo a Freud, opta por explicar la desinhibición emocional característica de ciertos ambientes como la reacción ante la represión emocional característica de ciertos otros. Sin embargo, aplicar este tipo de explicación cuasi-mecánica de manera indiscriminada a todo comportamiento humano, tiene las desventajas de lo que Kant llamaba la ignava ratio, la razón perezosa, que por recurrir demasiado pronto a una ley general, deja de emplearse en la búsqueda de las razones más particulares de un comportamiento.

Ciertamente, en la medida en que, según sostuvo Weber, en su célebre obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, el proceso de modernización de las sociedades ha ido asociado a la racionalización de la vida social, la explicación de Freud presenta también cierta plausibilidad: en sociedades cada vez más definidas por el avance de la racionalidad instrumental, el comportamiento de los seres humanos debe también ajustarse, cada vez en mayor medida, a ciertas expectativas funcionales, que inevitablemente repercuten sobre la vida emocional, en la línea apuntada por Norbert Elias, a saber, como un proceso “civilizatorio”, que tiene mucho de ascetismo institucionalizado. En el caso de la vida profesional, donde una adecuada gestión emocional ha llegado a convertirse en algo obligado para cualquier persona que deba ejercer su trabajo en relación con otros –de manera particular las profesiones relacionadas con el cuidado, la salud, la educación, etcétera– este proceso se advierte con toda claridad. 

En todo caso, y con independencia de que este “ascetismo”, o este proceso civilizador, tengan su foco original en el lugar de trabajo (como sugiere Weber), o en la formación del estado moderno (como sugiere Elias), lo cierto es que, durante bastante tiempo ha extendido su influjo –ya sea real o ideal– a todas las esferas de la vida; de modo que, por contraste, algunos fenómenos culturales de signo más hedonista, asociados a la modernidad tardía, hayan sido considerados por algunos autores como contradictorios con el ethos capitalista, o como fenómenos “de-civilizatorios” aunque realmente podrían considerarse implícitos en su mismo núcleo, como sugería Daniel Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo.

Conviene reconocer lo que esta tesis, en su simplicidad, tiene de persuasiva. Después de todo, el ascetismo institucionalizado, característico del capitalismo productivo, tiene algo de forzoso. Ser más civilizados porque así lo reclaman la producción y la funcionalidad solo tiene interés en la medida en que estamos interesados en ser productivos y funcionales. Ahora bien, la vida no tiene que ver solo con eso: en la vida no solo hay trabajo, sino también descanso y ocio (conceptos que no eran sinónimos para Aristóteles). De ahí que una sobre-exposición a los requerimientos ascéticos de la racionalidad funcional, con la gratificación diferida que dicha racionalidad lleva consigo, pueda fácilmente generar una reacción contraria; una búsqueda inmediata de emociones, incluso una búsqueda irracional de emociones, fuera del horario de trabajo. Así, una estoica generación de sufridos trabajadores podría dar lugar a otra generación hedonista de despilfarradores consumistas.

Esta explicación, sin embargo, tiene el inconveniente de hacer superflua la consideración de significativos factores culturales que, indudablemente, han desempeñado un papel en la configuración de estilos de vida contemporáneos, factores que los individuos –que nunca son meros mecanismos de acción y reacción– toman en consideración a la hora de actuar. Concretamente, como ha argumentado Colin Campbell, en su ya clásico libro The Romantic Ethic and the Spirit of Modern Consumerism, al lado del influjo que, según Weber, ha ejercido la ascética calvinista en el desarrollo de las actitudes propias del capitalismo productivo de principios de siglo, es preciso reconocer también el influjo de otra corriente cultural que, retrotrayéndose a la ética sentimental del siglo xvii, y pasando por la ética romántica del xix, permite dar cuenta de la dinámica característica del consumismo posmoderno y, en particular, de esa misteriosa tendencia contemporánea a perseguir la propia identidad mediante actos de consumo.

Consumo y gestión emocional. En relación con esto, ha sido mérito de Eva Illouz el haber puesto de relieve, por un lado, las estrechas conexiones trabadas a lo largo del siglo xx, entre el romance y el consumo, y, por otro, el “matrimonio de conveniencia” consumado también en el primer tercio del pasado siglo, entre la teoría de las organizaciones y la psicología. 

Mostrando los caminos por los que el amor romántico ha llegado a plasmarse en prácticas económicas, Illouz evita la contraposición frecuente de economía y vida emocional, sin dejar por ello de señalar las ambigüedades implícitas en ese proceso de transferencia de los ideales románticos a los bienes de consumo, proceso que empieza a apreciarse ya con bastante claridad en las prácticas publicitarias iniciadas en los años veinte del siglo pasado, y que ya resulta manifiesto en los años cincuenta y sesenta, como ha mostrado recientemente Lourdes Flamarique comentando la serie televisiva Mad Men.

También a finales de la década de 1920 Elton Mayo desarrollaba una teoría del management en la que los aspectos psicológicos estaban llamados a desempeñar un papel preponderante. El ingreso de los psicólogos en la empresa, en efecto, vino a resolver un problema “funcional”, basándose en una observación por lo demás bastante elemental: la gente es más productiva cuando trabaja en un ambiente emocionalmente “satisfactorio”; pero, desde ahí, la psicología ha ido colonizando cada vez a más esferas de la vida humana: desde las relaciones familiares hasta la atención subsiguiente a cualquier experiencia traumática. 

Por ello tiene sentido hablar de una progresiva “terapeutización de la sociedad”, manifestada en la tendencia cada vez más generalizada a afrontar toda clase de problemas personales y de convivencia en clave terapéutica –como han hecho notar Alejandro y Alberto N. García en su pormenorizado análisis de la serie televisiva In Treatment–. La propia Illouz mira con ambivalencia este desarrollo: ¿cómo debería encarar una pareja sus problemas de convivencia cuando en las sociedades modernas la familia no puede ya contar con el apoyo de la comunidad, característico de sociedades tradicionales? –me decía hace unos meses–. En efecto: ¿cómo?

De momento parece que la modernidad tiene recursos para afrontar los problemas que ella misma ha desatado, entre otras cosas induciendo el proceso de individualización. Así, en el interés y la atención que actualmente despiertan todos los aspectos relacionados con la gestión emocional –reconocible en la popularidad de la literatura de autoayuda– podemos advertir la convergencia de dos rasgos típicamente modernos: por un lado, la confianza en la racionalidad científico-técnica, y por otro esa reflexividad –destacada por Giddens, como uno de los rasgos característicos de la identidad moderna– que ahora se vuelca sobre la propia vida emocional: el yo que se examina a sí mismo, que examina sus reacciones y las trata de controlar con los medios que los expertos psicólogos ponen a su disposición.

El proceso, como todos, presenta aspectos positivos y negativos: por un lado, parece que nos hace ganar en autonomía, pues el conocimiento que proporciona nos permite controlar mejor nuestras reacciones, lo cual puede resultar especialmente necesario en un momento de grandes y acelerados cambios sociales, que des-institucionalizan prácticas heredadas, afectando hasta a las interacciones más cotidianas. Así, por ejemplo, la redefinición de roles de género lleva consigo equívocos y tensiones –claramente resaltados por Arlie Hochschild– que no se resuelven simplemente apelando a la buena voluntad de los implicados, sino que reclaman un adecuado conocimiento y gestión emocional. 

Por otro lado, sin embargo, puede parecer que al invitarnos a racionalizar y verbalizar las propias emociones, la difusión de este “estilo terapéutico emocional” resta espontaneidad a las relaciones humanas. Ciertamente, esto último no es necesariamente negativo, por ejemplo en aquellos casos en que la espontaneidad de la emoción puede resultar directamente en comportamientos agresivos; pero podría serlo, si el exceso de reflexión se convierte en fuente de autoengaño, y provoca racionalizaciones espurias de la propia emoción. 

A esta última posibilidad se refiere en alguna ocasión Stepjan Mestrovic, con el término “post-emocionalismo”, expresión con la que trata de designar un fenómeno a su juicio muy extendido, en parte a causa de la enorme difusión que alcanzan las reconstrucciones mediáticas de ciertas reacciones emocionales. Así ocurre, por ejemplo, cuando una reacción iracunda de un individuo concreto se presenta como el efecto del resentimiento acumulado por generaciones de todo un colectivo. Esos casos son relativamente frecuentes, y de hecho sirven para la construcción o el refuerzo de “identidades colectivas”, con las que ejercer luego presión política, como ha mostrado Rosalía Baena en su análisis de literatura autobiográfica.

Distinción social y autenticidad. De cualquier forma, es preciso reconocer con Illouz, que los recursos de la cultura emocional contemporánea no están igualmente a disposición de todos: la capacidad de racionalizar y verbalizar las propias emociones no se encuentra presente del mismo modo en todos los individuos; el “capital cultural” de cada cual depende en gran medida de la educación que haya recibido, en la que va incluida cierta “inteligencia emocional”. 

En relación con esto, alguno podría verse movido a suscribir la tesis de Pierre Bourdieu: la distinción social sigue ahora patrones culturales; según esto, quienes carecieran del capital cultural necesario para pilotar verbalmente sus propias vidas emocionales se encontrarían en una posición socialmente poco ventajosa: para hacer valer sus intereses, sus necesidades, no tendrían otro recurso que apelar a la compasión o la simpatía de los demás. 

Sin embargo, este juicio es solo parcialmente verdadero, pues, actualmente, quien carece de capital cultural preciso para “gestionar” verbalmente una relación no por ello carece del capital emocional necesario para ganar la atención y el favor de los televidentes, que siguen absortos los relatos, más o menos dramáticos, de toda suerte de problemas personales, a cargo de personajes más o menos célebres. El “glamour de la miseria” –por emplear el título de otro libro de Illouz–, la atracción que ejerce el relato de los propios traumas y fracasos, es sin duda un signo más de la cultura emocional contemporánea, dispuesta a transformar la vida social en una gigantesca sesión de terapia de grupo. Ahora bien, en la medida en que el problema “personal” se desvela ante la cámara, borrando con ello la diferencia entre lo íntimo y lo público, se modifican el contexto y el código comunicativo: ganan –en reconocimiento, simpatía, etcétera– los que mejor representan el papel de víctima o quienes cuenten con una mejor campaña de imagen a tal efecto. 

La aproximación anterior permitiría explicar en parte por qué el presentarse como “víctima”, de lo que sea, ha alcanzado tanta popularidad en nuestras sociedades: ha llegado a ser una forma –ciertamente frágil– de ganar reconocimiento social en una sociedad altamente “terapeutizada”. Sin embargo, la multiplicación de los relatos “personales” y la indiscriminada exhibición del dolor es también responsable de que la “saturación emocional” que padecemos desemboque fácilmente en su contrario: una cierta indolencia –para Simmel el rasgo típico del habitante de la gran urbe, sometido a demasiados estímulos–; una cierta “neutralidad afectiva”, salpicada con frecuencia de unas dosis de cinismo. Lo que Baudrillard aplicaba a las representaciones cognitivas, Stepjan Mestrovic lo extiende al campo emocional: vivimos rodeados de simulacros de emociones. Sin negar que existan emociones auténticas, enfrentados a tal variedad de representaciones emocionales, invitados a simpatizar unas veces con la víctima, y otras con el verdugo, nuestras emociones solo en contados casos nos mueven a la acción: se quedan en meros sentimientos. 

Paradójicamente, cierta generalizada sensación de “inautenticidad” contribuye a explicar la sed de “emociones vicarias” –que nos sumergen en universos de ficción, donde los personajes sienten de veras, y nosotros con ellos– pero también y por qué tantas personas se lanzan a la búsqueda de emociones “auténticas”, a veces por los caminos más extraños.

Ficción y emociones fuertes. Aunque un filósofo preferiría preguntar si es posible hablar realmente de emociones auténticas/inauténticas, y no, más bien, de personas auténticas o inauténticas, lo cierto es que, al menos desde Rousseau, el discurso sobre la autenticidad viene alimentándose de ese contraste entre razón y sentimiento, y, en esa medida, de una dualidad que, como sabemos desde antiguo, solo puede superarse mediante la educación y los hábitos. “Aprender a complacerse y dolerse como es debido” era la definición de “buena educación” que Aristóteles toma de Platón y que incorpora en su teoría de la virtud.

Pero esa definición de la “buena educación” no excluye el recurso a las ficciones y las emociones asociadas a ellas. De hecho, la “verdad” de la que son portadoras las ficciones poéticas, según el propio Aristóteles, se refleja precisamente en su capacidad de despertar en el espectador las emociones adecuadas a las acciones que se representan. Por eso podían tener un efecto catárquico sobre él, ayudándole entre tanto a descubrir la verdad de su propia vida.

Ahora bien, para que la verdad de la que es portadora no se distorsione, la ficción ha de reconocerse como tal. Característica de la cultura en que vivimos, sin embargo, no es solo cierta mezcla de ficción y realidad, que alimenta la ironía posmoderna, sino también la sobredosis de ficciones a la que estamos expuestos, con objeto de estimular nuestras vidas supuestamente rutinarias y emocionalmente anodinas. Así –escribe Mestrovic–, “el público postemocional participa vicariamente en comportamientos, pensamientos, fantasías y emociones que están prohibidas en la vida diaria en sociedades supuestamente civilizadas, mediante libros, películas, revistas o Internet… A pesar de las reglas, regulaciones, y otros controles impuestos en eventos deportivos y programas de televisión, existe un proceso descivilizador que reduce estos controles a nada más que un instrumento para guardar las apariencias”. 

Por lo demás, la sustitución de la búsqueda de la verdad, o del bien, por la búsqueda de “emociones auténticas” –esa “psicologización de la experiencia”, que ha resaltado Lourdes Flamarique–, no deja de estar afectada por una profunda ironía, señalada hace años por George Ritzer, mientras desarrollaba su tesis de la “McDonaldización de la sociedad”: la racionalización de la vida, que todos reconocemos en la aplicación de los criterios McDonald´s de eficiencia, predictibilidad, calculabilidad, tecnología, al trabajo, se han extendido también al modo en que la gente planifica su tiempo libre, su tiempo de descanso; de ello, por supuesto, ha tomado buena nota la industria del turismo, que ha aprendido entre tanto a vender la sensación de aventura mientras garantiza la seguridad del turista.

Todo lo anterior contribuye a generar cierta sensación de “no hay salida” que tantos asocian a la metáfora de la “jaula de hierro” con la que Weber concluye su libro sobre La Ética protestante, una imagen que aparece numerosas veces en la obra de su contemporáneo Kafka, como me ha hecho notar mi hermano Luis Daniel.

De hecho, es indudable que la sociedad contemporánea ha continuado experimentando un aumento notable de las técnicas de control, extendiendo ese tipo de racionalidad cada vez a más esferas de la vida. Pero, entre tanto, las cosas han cambiado un poco: como viene señalando desde hace años Ulrich Beck, el éxito de la primera modernidad –centrada en la idea de control, certidumbre, seguridad proporcionada por el estado-nación– está socavando las bases de la “segunda modernidad”, la modernidad reflexiva, que asiste al nacimiento de un nuevo tipo de capitalismo, un nuevo tipo de orden global, un nuevo tipo de vida personal, caracterizado por el “régimen del riesgo”, “un peculiar estado intermedio entre la seguridad y la destrucción, en el que la percepción de los riesgos que nos amenazan determina el pensamiento y la acción” ; un riesgo cuya definición depende en buena parte del marco cultural en el que se percibe, y que, en parte por eso, no puede conjurarse simplemente según los parámetros de la razón calculadora. 

A juicio de Beck, advertir este cambio, teorizarlo convenientemente, permite abrir “la jaula de hierro”, y modificar las instituciones existentes, a fin de reconstruir las definiciones sociales de los riesgos y gestionarlos adecuadamente en distintos marcos culturales. Es una opinión. Lo que sí es cierto es que la gestión del riesgo incluye un elemento importante de gestión emocional, con el que se confirma la afinidad entre razón reflexiva y razón terapéutica. Al fin y al cabo, según apuntó Giddens, “la terapia no es solo un medio de enfrentarse con ansiedades nuevas, sino una expresión de la reflexividad del yo’”. La verdad del yo sigue otro camino. 


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