Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Las manos de Chillida Belzunce

Texto: Eva Baroja [Filg Com 19]. Fotografía:  Carmen Valiño. Fotografías familiares:  Cedidas.

Londres amanecerá cada día con las manos de bronce de Eduardo Chillida Belzunce expuestas en unos jardines junto al Palacio de Buckingham durante todo este año. Son dos piezas escultóricas que hablan de la trayectoria vital de este artista, truncada en su juventud por un terrible accidente de tráfico. «Mi padre se quedó alucinado cuando vio que era capaz de crear utilizando una sola mano», recuerda el escultor vasco.


Las manos de Eduardo Chillida Belzunce (San Sebastián, 1964) cuentan, a gritos, la historia de su vida. Una vida marcada por las cicatrices que, como los trazos violentos de un pintor surrealista sobre un lienzo desnudo, dividen su vientre en mil pedazos. Se levanta el suéter azul con la mano izquierda, la buena, y las enseña sin pudor. Son imperfectas, azarosas, demasiadas… Son tantas que es imposible contarlas a simple vista. Mientras, su mano derecha permanece dormida en un letargo que dura desde el gravísimo accidente de moto que le dejó en coma con veintiún años y que paralizó la mitad de su cuerpo. Eso lo cambió todo. Absolutamente todo. Y dio comienzo esta historia: la de un artista, hijo de un genio, que, lejos de abandonar y darse por vencido, empezó a crear con una sola mano, la misma con la que se aferró con fuerza a la vida.  


—Un café en Londres. Para Eduardo Chillida, la capital de Reino Unido es un lugar conocido y familiar ya que allí estudia su hija Laura.

Está a punto de llover en Londres. Las nubes plomizas y las ráfagas de viento helado atienden la señal del director de orquesta para iniciar con ímpetu el concierto. En este caso, sonaría El invierno de Antonio Vivaldi. En la ciudad de las mil caras nada de esto importa. Da igual el frío, el mal tiempo o la oscuridad, la vida allí nunca se detiene. Por eso, aunque va a desatarse el chaparrón, una niña rubia de unos cinco años con deportivas fucsias juega tranquilamente entre los enormes dedos de bronce de una de las esculturas de Eduardo Chillida, bajo la atenta mirada de su madre. Todo esto sucede en Grosvenor Gardens, a solo doscientos metros del Palacio de Buckingham, en el exclusivo —y cotizado— barrio de Belgravia.  

 

—¿Sabes que él es el artista? —interrumpe en inglés la voz cantarina de Susana Álvarez, señalando a su marido.

—¡Anda! ¿En serio? Enhorabuena. Me gustan mucho, son muy bonitas —contesta la madre de la niña con un inconfundible acento británico acercándose al matrimonio. 

 

Conversan un rato los tres: Chillida, Susana y la madre londinense. El sábado 4 de diciembre inauguraron la exposición «Essentials Bonds» («Vínculos esenciales») en este parque, pero el escultor donostiarra ya se ha escapado en más de una ocasión para observar cómo se relacionan con sus obras los habitantes de la ciudad. Cómo las miran, qué dicen, qué opinan. Algunos, sobre todo los que salen con prisa de la estación de Victoria, pasan de largo. Otros miran las dos esculturas desde lejos sin atreverse a mucho más y se van directamente al pub Shakespeare —no podía llamarse de otra forma—, a tomar una pinta. Sin embargo, la mayoría se acercan, las fotografían, las tocan y se quedan de pie frente a ellas.


— Mano V. Las dos esculturas permanecerán expuestas en el parque londinense de Grosvenor Gardens durante todo 2022, a pocos metros del Palacio de Buckingham.

No sería lo mismo si estas dos piezas estuviesen expuestas en el Tate Modern —uno de los mejores museos de arte moderno de Europa, situado en una antigua central térmica frente al río Támesis—, o en alguna de las galerías que pintan de color y vanguardismo la zona de Covent Garden. Chillida Juantegui lo sabía. Chillida Belzunce también. «Me gusta que la gente interaccione con las esculturas. Mi padre valoraba mucho el arte público. Él quería que el arte tuviese infinitos dueños, que fuese de todos... Además, como escultor esto te da la posibilidad de enseñar tu obra a más gente», explica el artista con voz áspera en medio del parque.

Estas dos esculturas, Compañeras III y Mano V, permanecerán en este jardín durante 2022 dentro del programa Ciudad de la Escultura del distrito de Westminster. La primera representa dos manos entrelazadas y el Gobierno de México la utilizó en 2018 como símbolo de la paz en las escuelas públicas del país. La segunda capta el momento exacto en el que unos dedos se están cerrando suavemente. «Es muy bonito ver cómo la pátina del tiempo, las inclemencias, la lluvia o el viento las van transformando», comenta el autor. El bronce de Compañeras III, por ejemplo, tiene un color mucho más verdoso que Mano V. La razón es sencilla: «Compañeras III siempre ha estado expuesta en el exterior;  sin embargo, la otra escultura la hemos tenido en el salón de nuestra casa el último año y medio. ¡No sabes lo que ha sido sacarla de allí!», apuntilla riendo Susana, que además de su mujer es la comisaria de la exposición. 


— Compañeras III. Esta escultura de bronce fue elegida en 2018 como símbolo de la paz en todas las escuelas públicas de México.

Empieza a llover con fuerza y la niña rubia de las deportivas fucsias se aleja con su madre antes de que se embarre la hierba. Eduardo y Susana suben a la zona común del edificio en el que han alquilado un apartamento. Es un salón amplio y acogedor, con chimenea, una cocina con una máquina de café y una enorme terraza en la azotea. La niebla va engulléndolo todo a medida que pasa la mañana, pero aun así puede intuirse el skyline de Londres desde allí arriba: las caballerizas reales del Palacio de Buckingham justo debajo, los altísimos árboles de Hyde Park enfrente y la BT Tower —el Pirulí de Londres— a lo lejos. El camino hasta estas vistas no ha sido precisamente de rosas. «La víspera de instalar las esculturas no teníamos claro que las pudiésemos exponer», confiesa Chillida mirando a su esposa a los ojos. Así es la incierta realidad del Reino Unido tras el brexit. Ellos lo han sufrido en su propia piel: burocracia, falta de empatía en las gestiones para traer la exposición, complicaciones, papeles, más papeles, más papeles… 

Todo para que, al final, Compañeras III y Mano V viajasen mil trescientos kilómetros en una furgoneta desde San Sebastián a Londres a través del Eurotúnel, el paso submarino del Canal de la Mancha que une Francia con Reino Unido. Fue un trayecto de treinta y cinco horas por carretera que compartieron Fernando Miquelarena, quien también fue ayudante de su padre, y uno de los hijos de Eduardo. «Fíjate, solo una hora antes de pasar la frontera, todavía no nos habían admitido los papeles de importación y no los llevábamos encima», explica Susana. El día del montaje igualmente se quedó todo en familia. Sus tres hijos —Pablo, Migui y Laura— y unos amigos se encargaron de colocar las esculturas en el parque. «El consejero de Cultura y Ciencia de la Embajada de España en el Reino Unido, Miguel Oliveros, y el director del Instituto Cervantes de Londres, Ignacio Peyró, me preguntaron en la inauguración cómo habíamos conseguido traer la exposición. ¡La verdad es que ni yo lo sé!», comenta Susana aliviada y con un punto de sarcasmo. «Sin ella nada de esto habría sido posible», añade emocionado Eduardo


—Incondicional. Además del amor de su vida, Susana es también su mayor apoyo. «Sin ella nada sería posible», confiesa el artista.

Desde que se conocieron en una fiesta de Nochevieja en 1989, tres años después del accidente, Eduardo y Susana forman un equipo infalible, una máquina perfecta movida por la energía del amor que sienten el uno por el otro: «Lo que más admiro de Eduardo es su bondad. Jamás en la vida le he oído criticar a alguien. Y eso que ha habido gente muy cercana que no nos ha tratado bien, pero no ha dicho nada malo de nadie nunca. También me fascina su fuerza de voluntad». Esa que le llevó a salir desde lo más hondo y a reconstruirse por dentro y por fuera.  

 

APRENDER A CREAR CON UNA MANO

Muchos de los londinenses y turistas que descubran su obra estos meses no alcanzarán a saber la inmensa importancia que realmente tienen las manos en la trayectoria y la obra de Eduardo Chillida. Son un «vínculo esencial, el símbolo de la amistad, de la unión, del trabajo…», por eso ha querido titular así esta exposición. Pero, además, en su historia las manos representan la perseverancia y la firmeza después de estar a punto de perderlo todo cuando solo era un chaval. «Iba con la moto por un túnel de San Sebastián y había un coche parado en medio sin señalizar ni nada. El casco se partió y estuve muy cerca de morir… Me salvé porque alguien me clavó un objeto punzante en la tráquea y pude respirar después de diez minutos», recuerda tragando saliva. 


— La zurda. El artista explica cómo fue el día del accidente. Durante la narración, levanta su mano izquierda, la que hoy utiliza para esculpir y pintar, recordando que en ella también sufrió graves heridas.

Fue entonces cuando su mano derecha se durmió para siempre. La izquierda, la que hoy utiliza para pintar y esculpir, también se le quedó completamente destrozada porque se la llevó a la cara, como un acto reflejo, en el momento del choque: «Me la machaqué. Me la querían dejar rígida completamente, que no la pudiese ni mover, pero mi madre [Pilar Belzunce] les prohibió a todos los médicos que me la inmovilizaran, que yo ya lucharía…». Y luchó. Luchó mucho. Al mes y medio, se despertó del coma y tuvo que aprender a hablar, a andar y a desenvolverse con la zurda.

Durante aquella etapa en silla de ruedas, tuvo que asumir muy pronto las secuelas irreversibles que había dejado el accidente en su cuerpo y en su salud y seguir una estricta y durísima rehabilitación. Todo para poder continuar con su vocación y convertirse en el artista que quería ser: «Pintar me ayudó muchísimo a recuperarme. Mi padre se quedó alucinado cuando vio que era capaz de crear con la mano izquierda… Desde entonces, para mí siempre ha sido lo mismo esculpir que pintar porque lo que da la chispa a una cosa da la chispa a la otra».

 

LA «ESCULTURITA» QUE DESLUMBRÓ A MIRÓ

A Eduardo nunca le ha pesado el apellido Chillida. Tampoco la responsabilidad de ser hijo de uno de los artistas más importantes del siglo XX al que todo el mundo recuerda por sus titánicas esculturas de acero oxidado: «Toda mi vida he estado muy orgulloso de ser su hijo, pero también de ser yo mismo». Como su padre, que falleció hace dos décadas, Wako —así le llamaban cariñosamente de pequeño— siempre se sintió escultor. Era el benjamín de ocho hermanos, no levantaba dos palmos del suelo, y ya moldeaba sus primeras figuritas de barro influido por la atmósfera artística de su hogar. 


— El pequeño Wako. Así le llamaban cuando era un niño. Desde muy pronto, su padre observó en él grandes cualidades para el arte.

«En los setenta, un día vino Joan Miró a nuestra casa. Mi padre tenía unas esculturas pequeñas que llamaba Aromas en una balda y junto a ellas estaba una que yo había hecho con cinco años. Entonces, Miró le preguntó: “Oye, esa esculturita, ¿de quién es? ¿Quién la ha hecho?”. “Mi hijo Edu”, respondió mi padre. A Miró le llamó la atención, le gustó». La pieza representaba a su madre, Pilar, sentada en una silla con los brazos apoyados detrás de la cabeza y las piernas cruzadas. «Es muy curioso porque refleja la esencia de lo que luego ha sido la escultura de Eduardo: la importancia de la anatomía femenina, las formas del cuerpo… Siendo solo un niño, tenía una visión muy plástica de la feminidad, muy sugerente, muy estética», explica Susana.  


— La «esculturita». Joan Miró se quedó impresionado con esta pequeña escultura de barro que hizo Eduardo con cinco años.

 

Aquel accidente de moto que le hizo resistente le obligó también a abandonar durante mucho tiempo la escultura, concretamente hasta el año 2010. «Fuimos a México en el bicentenario de su independencia porque el artista Sebastián [Enrique Carbajal] nos había invitado a exponer en su fundación. Durante aquellos días nos quedamos en casa de nuestro amigo el coleccionista de arte Heberto Guzmán y me propuso que hiciera alguna escultura de gran tamaño en México con la ayuda de unos canteros que él conocía, pero la cosa se quedó ahí», recuerda Eduardo

Sin embargo, cuando Eduardo volvió a España empezó a rondarle una idea en la cabeza. ¿Y si pudiese de verdad retomar de alguna forma la que siempre había sido su pasión? ¿Y si Heberto tuviese razón? «Él me metió el gusanillo en el cuerpo, así que empecé a hacer varias esculturas en terracota». Desde entonces, Eduardo Chillida Belzunce no ha dejado de esculpir con la mano izquierda piezas como las que estos días se van transformando en el lluvioso y parpadeante Londres. «Cada vez que tenía una inauguración, mi padre me decía: “¡Ahí va mi hijo, camino de la gloria!” —añade entrecerrando los ojos—. Estoy seguro de que hoy también me lo diría».

— En el estudio. Hasta el año 2010, Eduardo no retomó la escultura. En la fotografía, Susana le observa con admiración mientras pinta.

 

 

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