Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Los desencantados de la izquierda

Texto Yago González [Com 08] Fotografías Regina Schmeken

La caída del Muro de Berlín no sólo rediseñó las fronteras geográficas y políticas que el comunismo había ido dibujando a lo largo del siglo XX: el fin de la era soviética fue minando además buena parte de los cimientos ideológicos de la izquierda. Algunos pensadores y periodistas de prestigio han explorado desde entonces los caminos que conducen a los planteamientos conservadores y liberales que antes habían criticado. Las rutas que han marcado las han transitado después decenas de veteranos desencantados.


El 11 de septiembre de 2001, Andrew Anthony quería volver al mundo real. Después de pasar toda la tarde encerrado en una sala de cine del centro de Londres, el periodista del diario británico The Guardian buscaba tomar el aire libre y olvidarse de la anodina comedia que debía reseñar para el periódico. Mientras caminaba hacia la salida, los títulos de crédito que ocupaban la pantalla fueron reemplazados por la imagen de un rascacielos en llamas. Anthony se derrumbó en un asiento y escuchó atónito las explicaciones de un reportero acerca de lo que parecía un accidente aéreo sobre las Torres Gemelas. Presa del pánico, salió a la calle y llamó por teléfono móvil a su mujer. Sin éxito. Estaba en Nueva York y ese mismo día volaba a Washington D.C. Al final, logró localizarla y respiró tranquilo.

Así empieza El desencanto (The fallout, 2007), el ensayo autobiográfico de Andrew Anthony cuyo subtítulo es más que elocuente: El despertar de un izquierdista de toda la vida (How a guilty liberal lost his innocence). Porque, para él, aquel día cayeron más que dos edificios. El 11 de septiembre, mientras el World Trade Center se derrumbaba e inundaba el skyline neoyorquino de polvo y ceniza, se desmoronaba también todo el sistema de pensamiento progresista de Anthony: los trucos argumentales, la inamovible lista de enemigos −encabezada, por supuesto, por Estados Unidos− y la visión del mundo que había manejado durante toda su vida, plagada de lugares comunes. Por ejemplo: existe delincuencia porque hay pobreza y racismo, Israel es el causante de los males de Oriente Medio, el capitalismo es una doctrina perversa y voraz, el hombre blanco merece cargar con un sentimiento de culpa y todas las culturas del mundo son igualmente respetables. Con excepción, por supuesto, de la occidental.  Pero, ¿por qué fue necesario un suceso tan brutal para que el periodista inglés comenzara a ver las cosas de otra manera?

El horror de Manhattan demostró que en el mundo había peligros bastante mayores que Estados Unidos. Aceptada esta premisa, ¿acaso no cabía la posibilidad de que también estuviese equivocado en otros asuntos políticos que siempre había dado por sentados? ¿Había que mantener una fidelidad eterna a los ideales progresistas aun cuando la realidad se había encargado, con toda su crudeza, de dejarlos caducos? ¿Existía, en fin, la opción moral de mantener los ojos cerrados? Esas eran sus preguntas. “Me veía a mí mismo como alguien que comprendía el mundo, y para mantener esa percepción era indispensable que no intentase comprenderme a mí mismo. En cierto sentido, el 11 de septiembre fue el último asalto, una afirmación mortífera de una nueva realidad que ya existía pero que prefería no ver”, confiesa Andrew Anthony. A lo largo de las páginas de El desencanto, el autor repasa su trayectoria periodística liberado de la corrección política que había dominado su discurso: recuerda su experiencia como voluntario en la revolución sandinista de Nicaragua, arremete contra la legitimación histórica y moral del comunismo, recela de las teorías oficiales sobre la relación entre racismo, pobreza y delincuencia, destapa las contradicciones de muchos intelectuales y artistas progresistas −Noam Chomsky y Michael Moore, entre ellos− y denuncia los abusos de la intransigencia y violencia del islam radical. 

“El viaje”. Andrew Anthony no es el único pensador al que los acontecimientos no han dejado otra salida que reciclar sus planteamientos ideológicos. A lo largo del siglo xx, decenas de escritores, filósofos y políticos han experimentado lo que muchos llaman “el viaje”: una progresiva −aunque en ciertos casos súbita y radical− evolución personal desde postulados de izquierda hacia opiniones liberales y/o conservadoras. El descubrimiento de los más de veinte millones de muertos del Gulag −los campos de concentración soviéticos−, la asfixiante opresión de la Stasi, el genocidio y las hambrunas promovidas por el régimen de Mao Zedong, la dictadura camboyana de Pol Pot, las represiones militares en la Europa del Este y, finalmente, la caída del Muro de Berlín en 1989, empujaron a muchos a cruzar la línea que dejaba atrás el sangriento fracaso del comunismo. Gracias a la revelación en periódicos occidentales de los asesinatos masivos y, sobre todo, al impacto de las memorias de los disidentes soviéticos −con el Archipiélago Gulag (1977) de Alexander Solzhenitsyn a la cabeza−, numerosos intelectuales pasaron a denunciar la Revolución que en su momento les había seducido por completo.

Sería inabarcable una relación de las novelas, biografías y ensayos que reproducen la crueldad del totalitarismo comunista. No obstante, es imprescindible mencionar la aparición en 1997 del mastodóntico Libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión, un volumen de 800 páginas escrito por varios autores que cataloga minuciosamente las torturas, deportaciones y purgas que acabaron con más de 100 millones de seres humanos en todo el mundo, desde la Unión Soviética hasta Latinoamérica, pasando por China, Corea del Norte y Afganistán. En el prólogo, el historiador Stéphane Courtois, coordinador de la obra, confiesa los motivos personales de su publicación: “Los autores del libro no han sido siempre extraños a la fascinación del comunismo. A veces, incluso, han sido partícipes, desde su modesta situación, del sistema comunista, ya sea en su refrito ortodoxo leninista-stalinista, ya sea en refritos anexos y disidentes (trotskistas, maoístas). Y aunque permanecen anclados en la izquierda −y precisamente porque permanecen anclados en la izquierda− tienen que reflexionar sobre las razones de su ceguera”. 

El libro, por supuesto, causó una gran controversia. Las críticas negativas que recibió se basaban en dos puntos: la utilización del término “comunismo” para referirse a un marco muy amplio de sistemas diferentes y la carencia de una comparación con la agresividad de los estados capitalistas. De hecho, varios intelectuales capitaneados por el periodista francés Gilles Perrault publicaron al año siguiente El libro negro del capitalismo, que clamaba contra los crímenes producidos por el comercio de esclavos durante la época colonial, la represión de la clase obrera, los movimientos sociales y políticos que condujeron a las guerras mundiales, las intervenciones de Estados Unidos en Latinoamérica y los excesos de la globalización, entre otros sucesos históricos. Pero los defensores del liberalismo no se quedaron callados. En su ensayo La gran mascarada (2000), el filósofo Jean-François Revel rompió el tabú de comparar el comunismo con el nazismo, tesis que ya habían avanzado el escritor ex-comunista André Gide y el político socialista Léon Blum. Revel, que también había sido militante socialista en su juventud, acusó a Perrault y compañía de imputar al capitalismo varios crímenes que no le pertenecían, como los derivados de la economía planificada del nazismo, que tenían un importante componente socialista. Para el pensador, la diferencia entre el régimen de Hitler y el de Stalin era la sinceridad: “La ideología nazi es directa. Hitler dijo todo lo que se proponía hacer. La ideología comunista, en cambio, estaba matizada por la utopía. Era engañosa. Ofrecía cosas muy notables y atrayentes: la felicidad, la igualdad… Y mucha gente, de buena fe, creyó que todo eso vendría con el socialismo. Y en vez de prosperidad, encontró pobreza; en vez de libertad, opresión”, sentenció Revel en una entrevista concedida a La Ilustración liberal.  

“Por qué elijo a Sarkozy”. Francia, tierra natal de Revel, es posiblemente el mejor país-laboratorio del mundo para observar la curiosa relación entre política e intelectualidad. El 30 de enero de 2007, en plena campaña electoral, el periódico Le Monde publicaba un artículo titulado “Pourquoi je choisis Nicolas Sarkozy” (Por qué elijo a Nicolas Sarkozy). Su autor, el filósofo André Glucksmann, ya se había pronunciado varias veces a favor de que el candidato de la UMP tomase las riendas del Elíseo, pero esta vez lo hizo de forma especialmente explícita: “Sarkozy rompe con la derecha acostumbrada a esconder su vacío detrás de conceptos grandilocuentes (…). Una Francia generosa no se olvida de los oprimidos (…). Hoy en día, Sarkozy es el único candidato afín a esta Francia: denuncia el martirio de las enfermeras búlgaras condenadas a muerte en Libia, las masacres de Darfur y el asesinato de periodistas…”. Al mismo tiempo, Glucksmann arremetía contra una izquierda, según él, autocomplaciente y tibia en su compromiso contra los totalitarismos.  

Poco después, en el mismo diario, el escritor Jean-Marie Laclavetine daba la réplica con una carta abierta al polémico pensador: “Glucksmann o el amor de un gran hombre”. En ella, le recordaba al filósofo que veinte años atrás el objeto de su admiración era nada menos que el dictador chino Mao Zedong, entre otros “horribles ídolos” de su juventud, y que no estaba en condiciones de impartir lecciones políticas. Pero el aludido ya había dado cuenta de su pasado en su autobiografía Una rabieta infantil (2006): “En mi vida adulta, una de las cosas que más siento fue haber participado por poco tiempo en los favores demasiado desprovistos de críticas que la Francia política reservaba a la figura de Mao Zedong. (…) Han Suyin me propuso visitar la patria de la Revolución Cultural y yo decliné la invitación, seguro del lavado de cerebro al que no escapaba nadie, por muy astuto que fuera…”. En el artículo de Laclavetine latía una acusación habitual a viajeros como Glucksmann: su abandono de las filas izquierdistas les convierte en opinadores desmesurados, hipócritas y resentidos, incapaces de hacer un juicio sensato. No son más que hijos pródigos sin derecho a enderezar su vida política.

Aun así, la presencia casi permanente en los medios de comunicación del propio André Glucksmann y otros pensadores como Pascal Bruckner o Alain Finkielkraut, apoyando públicamente al candidato conservador, espoleó el debate en Francia por dos motivos. Primero, porque rescató la figura del intelectual comprometido que en el pasado habían representado Jean-Paul Sartre, Raymond Aron o André Malraux, y cuya ausencia había criticado Max Gallo en un célebre artículo de 1983, también en Le Monde. Segundo, porque la mayoría formaba parte de la corriente de nuevos filósofos que, después de haber sido seducidos en su juventud por el comunismo, se entregaron a combatir la izquierda radical surgida de las barricadas de Mayo del 68. Desde entonces, sus columnas y ensayos critican con dureza la decadencia política de Occidente −originada por la sensación de culpa tras el colonialismo y las guerras mundiales− y su debilidad para enfrentarse con sus enemigos, entre ellos, el terrorismo y los regímenes totalitarios. Esta visión les ha llevado a defender posturas muy impopulares como la guerra de Irak, el control de la inmigración y la condena del islamismo y del multiculturalismo.  

Opiniones que, por supuesto, no les han salido gratis.  “Reaccionarios”, “neocons a la francesa”, “racistas” y “voceros de la extrema derecha” son algunas de las etiquetas que los nuevos filósofos llevan pegadas en la espalda. El periodista Laurent Joffrin resumió en un artículo de Le Nouvel Observateur las cuatro características de los “neorreaccionarios”: “1) Para ellos estamos en una guerra que se declaró el 11 de septiembre de 2001. 2) En ella hay una quinta columna que es una extrema izquierda que se ha aliado al islamismo y que es vector de una nueva judeofobia con adornos progresistas. 3) También hay unos tontos útiles, las gentes de una izquierda a la que acusan de ceguera, angelismo e inercia. 4) Ello es manifestación de un síndrome más amplio: el fin del progreso y la disolución de los valores republicanos, occidentales, judeocristianos”.  

En 2002, el ensayista e ideólogo del Partido Socialista francés Daniel Lindenberg publicó La llamada al orden. Informe sobre los nuevos reaccionarios. Sus 94 páginas cargan contra los escritores y polemistas que, según el autor, desprecian la cultura de masas, defienden los valores meritocráticos, desconfían de la compatibilidad del islam con la democracia y son abiertamente projudíos, autoritarios y antifeministas. Octavi Martí, corresponsal de El País en Francia, lo reseñó: “El panfleto de Lindenberg tiene el interés de constatar la división del campo de la izquierda así como la transformación misma del mundo. No es un buen libro, pero tiene la virtud de obligar a definir a cada uno por lo que hace y lo que piensa (…) La mayoría de los intelectuales que Lindenberg trata de “nuevos reaccionarios’”son sólo gente inteligente y reflexiva y, sobre todo, harta de espejismos y palabrería”. El economista Yann Moulier-Boutang, hijo del filósofo Pierre Boutang, también criticó la debilidad conceptual de La llamada al orden y aventuró que sus consecuencias no serían mayores que las de “un puñetazo al aire”. 

Casi todos estos “nuevos reaccionarios”, pese a haber evolucionado a planteamientos afines a la derecha, siguen considerándose adalides de los ideales fundacionales de la izquierda. En mayo de 2007, el propio Glucksmann afirmaba en una entrevista que “hay que votar al candidato que es más de izquierdas. ¡Aunque él lo ignore! (…) ¡El destino de los más humildes debería ser prioridad de la izquierda! ¡Al menos, por eso me hice yo de izquierdas!”. Bernard Henri-Lévy, el más famoso y mediático de los nuevos filósofos, es otro de los habituales flagelantes del socialismo europeo −sobre todo desde la derrota de Segolène Royal− pero reconoce que la izquierda es “su familia”. En su libro de 2008 Ese gran cadáver caído de espaldas −expresión con la que Sartre definió a la izquierda en 1960−, Henri-Lévy confiesa que, durante la campaña de las presidenciales, Sarkozy le llamó por teléfono para pedirle que escribiese un artículo explicitando su apoyo. El pensador no sólo se negó, sino que acusó a su colega Glucksmann de precipitación tras hacer lo propio en “Por qué elijo a Sarkozy”. Tal y como declaró al diario argentino La Nación, “el papel de un intelectual no es el de manifestarse tan rápido. Su papel es el de pronunciarse, pero lo más tarde posible, después de haber obtenido lo máximo”. 

El ‘affaire finkielkraut’. No obstante, el intelectual suele pagar las facturas de sus pronunciamientos, sean tardíos o súbitos, sea por acción u omisión. El filósofo español Fernando Savater lo expuso así en un artículo a propósito de las batallas dialécticas que protagonizó después de las elecciones autonómicas vascas de 2001: “…en este pintoresco país nuestro, o se lamenta el culpable y cómplice silencio político de los intelectuales o se denuncia a los intelectuales culpables y cómplices que no guardan silencio en política”. Alain Finkielkraut, profesor de la Escuela Politécnica de París y miembro de los nuevos filósofos, pertenece sin duda al segundo grupo: guardar silencio no es lo suyo. El autor de célebres ensayos como La humanidad perdida (1998) o La derrota del pensamiento (2004) protagonizó una sonada polémica con ocasión de una entrevista publicada el 18 de noviembre de 2005 por el semanario israelí Haaretz. En el encuentro, Finkielkraut habló sin tapujos sobre los graves disturbios que habían tenido lugar el mes anterior en numerosas ciudades de Francia, que comenzaron en un suburbio de París y concluyeron con 1.295 coches incendiados y 312 personas arrestadas. Para el pensador, los conflictos no fueron una mera expresión del desencanto social: “En Francia se pretende reducir las violencias a su nivel social, verlas como una revuelta de jóvenes de los suburbios (…) El problema es que la mayor parte de esos jóvenes son negros o árabes y se identifican con el islam (…) Hay otros inmigrantes en situación difícil, chinos, vietnamitas, portugueses, que no participan en las violencias (…) Cuando un árabe incendia una escuela, es una revuelta; cuando lo hace un blanco, es fascismo (…) Poco a poco, la idea generosa de la guerra contra el racismo se ha ido transformando monstruosamente en una ideología mentirosa. El antirracismo será en el sigo xxi lo que el comunismo ha sido en el xx”.

Demasiado incendiario como para no hacer una hoguera. Haaretz no vaciló en presentar al entrevistado como “una voz que parece emanar de la boca de un miembro del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen”. La posterior traducción de la entrevista en la publicación francesa Politis omitía varias frases del contexto y remataba con este provocador −y sesgado− titular: “¡No al antirracismo!”. Tal y como escribiría más tarde Óscar Elía, jefe de Opinión del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES), “la lógica del lector hace el resto; si el filósofo combate el antirracismo, sólo cabe una definición para su postura”. A lo largo de aquel mes de noviembre de 2005, la consigna se fue extendiendo por foros, blogs y demás trincheras de Internet: Alain Finkielkraut era un racista. Pese a los intentos del filósofo por defender la integridad de sus comentarios, el ataque mediático ya avanzaba en boga de ariete. El affaire Finkielkraut había comenzado. Desde varias atalayas se le tachó de xenófobo, de frentista, de fascista, de nostálgico de la epopeya colonial. El Movimiento contra el Racismo y por la Amistad entre los Pueblos (MRAP) le denunció por incitación al odio racial y exigió la suspensión de Repliques, el programa de radio que mantenía desde hacía veinte años. Mounould Anouit, secretario general de MRAP, le acusó de ser “portavoz de los clichés del Frente Nacional” y de lanzar declaraciones “de una violencia racial inaudita”. Los quioscos exhibieron la elocuente portada de Le Nouvel Observateur, con un primer plano del rostro del pensador coronando un inequívoco titular: “Les Néoréacs”. 

Pero Finkielfraut, hijo de judíos polacos deportados a Auschwitz, no estaba solo. O casi. Intelectuales como Pascal Bruckner, Luc Ferry, Rony Brauman, Philipe Raynaud o Paul Thibaud salieron en su defensa y lamentaron la “emboscada” en la que había caído. No obstante, siguen siendo pocos frente a la ofensiva censora, cuyo momento más penoso se dio el 12 de diciembre de 2005 cuando Finkielkraut, amenazado de muerte, suspendía una conferencia prevista en Madrid. ¿El tema? Alexis de Tocqueville, autor de La democracia en América, uno de los libros más importantes de la historia del pensamiento político y clave para entender el liberalismo.  

En familia. El 15 de marzo de 2008, Andy McSmith, periodista del diario inglés The Independent, titulaba así uno de sus reportajes: “From Left to Right: on the Mid-life Political Conversions” (De izquierda a derecha: sobre las conversiones políticas en la mediana edad), un repaso a once escritores, periodistas, filósofos y políticos que  habían “viajado” al otro lado en distintas épocas. Entre ellos, el historiador Paul Johnson −que pasó de criticar el clasismo de las novelas de James Bond a aclamar a Margaret Thatcher−, el escritor Fiodor Dostoievski −entre cuya conversión del nihilismo al cristianismo medió un destierro en Siberia− y el considerado “padrino del neoconservadurismo” americano, el recientemente fallecido Irving Kristol, que conoció a su esposa en la celebración de la IV Internacional de 1938, durante su época de mayor beligerancia izquierdista. También destaca en la lista la presencia del famoso dramaturgo David Mamet, de consumada tradición progresista, a quien muchos de sus admiradores no perdonan su deserción política tras publicar el ensayo Por qué ya no soy un izquierdista de encefalograma plano (2008). 

En algunos casos, la mutación intelectual no se limita al individuo, sino que afecta a los lazos de sangre. El londinense Kingsley Amis, novelista, poeta y guionista de radio y televisión, alcanzó la fama con su primera novela, Lucky Jim (1954), protagonizada por un hombre común convertido en antihéroe literario. Por aquel entonces, Amis formaba parte del Partido Comunista, donde había ingresado mientras estudiaba en Oxford. La entrada de los tanques soviéticos en Budapest en 1956, con el fin de sofocar la revolución húngara, decepcionó al joven militante, que transmutó en ferviente anticomunista y se incorporó a los Angry Young Men (Los jóvenes airados), una corriente literaria de escritores desencantados con la sociedad británica del momento. Amis no disimuló su conversión en el título de su obra de 1967 Why Lucky Jim Turned Right (Por qué Lucky Jim se hizo de derechas). Su hijo, el también escritor Martin Amis, ha seguido la estela de hombre de letras polémico e influyente. El autor de Koba el temible (2003) −biografía de Stalin y descripción de la intelectualidad europea cautivada por el comunismo− ha sido acusado, entre otras cosas, de misógino, antisemita e islamófobo. En agosto de 2006, poco después del intento frustrado atribuido a terroristas islámicos de hacer explotar diez aviones, Amis declaró en una entrevista a The Sunday Times: “La comunidad musulmana tendrá que sufrir hasta que ponga en orden su propia casa. ¿A qué sufrimientos me refiero? A no dejarlos viajar, limitar sus libertades, registrar a todos los que tengan aspecto de ser de Oriente Medio o Pakistán…”. Las réplicas no se hicieron esperar. El crítico literario Terry Eagleton acusó al novelista de “perseguir y humillar” a los musulmanes, al tiempo que le consideraba un digno heredero del “racista”, “patán” y “borracho” de su padre. Martin Amis achacó el debate a una cuestión ideológica: “El tipo que me atacó es de la vieja izquierda. Es marxista. Y mi padre perseguía ese tipo de cosas. El tipo que yo trato de perseguir es también de izquierda blanda, es un apologista. Tiene una postura ‘moralmente superior’. Yo me considero de izquierda, pero de izquierda racional, de izquierda realista”.   

Un buen amigo de Amis, el incisivo polemista Christopher Hitchens, autor de las reveladoras Cartas a un joven disidente (2003), también ha vivido en familia una travesía intelectual. Con su hermano pequeño Peter, militó en las filas del Partido de los Trabajadores Socialistas de Inglaterra, para luego ir desplazándose a posiciones afines a la izquierda liberal, mostrando en los últimos años una feroz oposición a lo que él mismo llamó “islamofascismo”. Ferviente admirador de Thomas Paine y Thomas Jefferson, hasta el punto de nacionalizarse estadounidense en 2007, también ha atacado con dureza cualquier expresión religiosa en columnas y libros como Dios no es bueno (2007). Por su parte, Peter Hitchens, después de trabajar durante veinte años en el Daily Express y formar parte del Partido Laborista de 1977 a 1983, se unió a los tories (conservadores) en 1997, cuyas filas abandonó seis años más tarde porque veía a sus compañeros incapaces de hacer frente al Nuevo Laborismo encarnado por Tony Blair. Curiosamente, en los inicios de la guerra de Irak, Christopher apoyó la política exterior de la Administración Bush, mientras que Peter juzgó que la invasión de Estados Unidos no aportaría nada a los intereses occidentales.  

“¿Y usted qué hace?”. Desde luego, el hecho de que tantas personalidades hayan hecho el viaje no obedece a corrientes de pensamiento ni a consignas esporádicas de un movimiento cultural o político, sino que es consecuencia de una experiencia biográfica personal e intransferible. Muchos de los que desviaron la mirada ante la tragedia del Gulag tuvieron que esperar a que cayesen un muro o unos rascacielos para darse cuenta de que el idealismo, por muy bienintencionado que sea, no suele ser buen compañero de la realidad, y de que la misión del intelectual es denunciar los males de la época en que le ha tocado vivir.   

Hay teorías para todos los gustos. El periodista barcelonés Arcadi Espada, ex militante del PCE, insinúa que la conversión política puede obedecer a factores científicos: “A mí me fascinan la ciencia y la genética. Hace poco se ha descubierto que los genes de la persona influyen más en su personalidad durante los últimos años de su vida que al principio, donde se está más condicionado por la familia, los amigos, la cultura. Puede que la gente como yo, que al principio éramos de izquierdas y luego viramos a la derecha, en realidad hemos sido siempre de derechas pero en la juventud tuvimos la presión social de un compromiso con la izquierda”. 

Para el mencionado filósofo Jean-François Revel, la evolución económica ha terminado por difuminar la tradicional frontera entre izquierda y derecha: “Los partidos socialistas de hoy día sólo tienen de socialista el nombre. El socialismo, tal y como se concibió en el siglo xix y trató de aplicarse en el siglo xx, con la apropiación por el Estado de los medios de producción, ha muerto. Sobrevive sólo como utopía. Y la utopía no puede servir de remedio para los males del propio liberalismo. No hay una vía diversa”. 

Muchos de los viajeros que en su día abandonaron la izquierda para luego combatirla desde la trinchera mediática, como Revel, Glucksmann, Andrew Anthony, Martin Amis y tantos otros, han sido acusados en numerosas ocasiones de cambiar de postura como una veleta agitada por el vendaval del oportunismo. En su introducción a El choque de los fundamentalismos (2002), el pensador Tariq Ali les apuntó con el dedo: “Los que más me preocupan son otro estrato de intelectuales: los hombres y mujeres que en su día estuvieron intensamente dedicados a las actividades de izquierdas. Algunos han hecho un corto trayecto desde los márgenes de la política radical hasta las antesalas del Departamento de Estado. Como tantos conversos, demuestran una agresiva confianza en sí mismos. Después de poner a tono sus capacidades ideológicas y dialécticas en las filas izquierdistas, ahora las despliegan contra sus antiguos amigos. Por eso se han convertido en bufones útiles para el Estado. Se les utilizará y luego se prescindirá de ellos”.  

Pero, ante este tipo de imputaciones, todos los traidores podrían acogerse a la famosa réplica del economista británico John Maynard Keynes: “Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Y usted, señor, qué hace?”.