Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

La madre del corresponsal

Texto: Cristina Graell [Com 13]. Fotografía Fernando Múgica [Com 67], Plàcid García-Planas [Com 86], Mikel Ayestaran [Com 97]

El secuestro del periodista español Marc Marginedas [Com 90] en Siria revela una vez más el riesgo de los corresponsales de guerra. Una profesión que exige un fuerte compromiso tanto a los periodistas como a sus familias.


James Nachtwey es uno de los grandes fotoperiodistas. Nació en 1948 en Siracusa (Nueva York) y en 1976 decidió hacerse fotógrafo, conmovido por algunas imágenes de la guerra de Vietman y de la lucha que libraban los afroamericanos por sus derechos civiles. Trabajó para Time y la agencia Magnum, cubrió muchos de los conflictos que ensombrecieron el final del siglo xx, ganó premios, participó en exposiciones prestigiosas y obtuvo imágenes que sacudieron la conciencia de Occidente. En 2001, el director de cine Christian Frei le propuso hacer un audaz documental sobre su trabajo: la idea era incorporar una microcámara de vídeo a la cámara de fotos de James Nachtwey para tratar de ver la vida con sus ojos, y descubrir qué escenas o qué personas le llamaban la atención, dónde detenía su objetivo y cuándo apretaba el disparador. La película se estrenó con gran éxito en 2001 y reveló a millones de personas cómo trabaja un corresponsal de guerra, cuál es su mirada sobre los peores rincones del mundo.

Esa mirada tiene mucho que ver con el propio periodista: con sus inquietudes y su experiencia, con sus lecturas, con las fotos de la competencia, con sus compromisos, con su pasado... Es una mirada personal y con frecuencia intransferible. Sin embargo, hay alguien que podría adivinarla, alguien capaz de saber por qué James detiene el visor de su cámara sobre una abuela bosnia asomada a la puerta de una casa en ruinas: esa persona es su madre. La microcámara subjetiva que acompañó durante meses al veterano reportero seguramente confirmó lo que su ella ya sabía de él. Puede que el documental sirviera incluso para relacionar los dibujos o los relatos de la infancia Nachtwey con las imágenes que, a la vuelta de los años, aparecieron en las portadas de algunas publicaciones.

Es frecuente encontrar reportajes sobre corresponsales de guerra, textos y entrevistas que recogen sus peripecias y sus reflexiones. Sin embargo, los recorridos de los reporteros por la geografía de los conflictos siempre empiezan y terminan en el mismo lugar: en su casa, con su familia, donde quizá se sufre como en ningún otro sitio con el riesgo de su trabajo.

El «dichoso fotógrafo» de la familia

María Jesús Goñi es la madre de Fernando. La última guerra en la que su hijo cazó noticias está ya lejos en el tiempo, pero no en su memoria. Y no precisamente por las noches en vela: ella aún recuerda la tranquilidad con que se quedaba cuando su hijo partía con la mochila y la cámara en la espalda. De hecho, en más de una ocasión ni se enteraba de que su hijo se había ido, hasta que compraba El Mundo y leía sus crónicas. «Cuando se iba por esos mundos de Dios, este hijo no me decía nada —recuerda—. Me llamaba su mujer y me avisaba de que Fernando se había ido a Vietnam o al Líbano. Claro que yo me preocupaba, pero pensaba: «Si le pasa algo, morirá como Gary Cooper: “con las botas puestas”».

El nombre real de ese Gary Cooper navarro es Fernando Múgica Goñi. Nació en Pamplona hace 67 años y a los 16 ya andaba ocupado «con las dichosas fotos» que ahora su madre recuerda con cariño. Ella le reñía porque en casa lo dejaba todo perdido. Fernando se licenció en la entonces Escuela de Periodismo de la Universidad de Navarra y con el tiempo viajó como enviado especial a muchos conflictos del siglo xx. Primero con La Gaceta del Norte y después con El Mundo.

Aunque al principio María Jesús se disgustó con el rumbo profesional de su hijo, acabó por admitir que la pasión periodística de Fernando está emparentada con la vena viajera que le ha llevado a ella a visitar medio mundo: mientras la madre recorría Praga, Nueva York o Argentina, el hijo se pateaba el Líbano, Vietnam o Afganistán.

Un talibán enmarcado en la pared

Y de la influencia materna, a la paterna. Plàcid Garcia-Planas Marcet (Sabadell, 1963) es el octavo de once hermanos. Fue su padre quien le contagió el hábito de hacer maletas y explorar tierras más o menos exóticas. Su madre, Maria Antònia, cuenta que su marido viajaba mucho y que sentía una atracción especial por los lugares peligrosos: Nueva Guinea, Papúa… Tenía un negocio de tejidos y se llevaba siempre la máquina de filmar. En 1968, la invasión soviética de Praga  le sorprendió en la capital checa: «Mi marido salió a la calle a grabar, y conservamos una película impresionante de la entrada de los rusos en Praga. Se ponía en medio de los tanques… Tenía un poco de vocación periodística, y le interesaban las cosas bélicas». 

Plàcid no había mostrado interés por el periodismo hasta que llegó el momento de elegir carrera. Se matriculó en la Universidad de Navarra, se licenció y desde 1988 es reportero de la sección de Internacional de La Vanguardia. Ha conocido de primera mano los frentes de la guerra de los Balcanes, vivió la guerra del Golfo y fue uno de los pocos europeos que logró entrar en la ciudad talibán de Kandahar.

«En la primera guerra a la que fue, sufrí un poco —confiesa su madre—. Era muy jovencito, y pasaba un mes fuera… Pero lo veía por las noticias y me llamaban de vez en cuando desde La Vanguardia: “No sufra, Plàcid está bien”, me decían». Orgullosa, Maria Antònia Marcet asegura que tiene un hijo templado y audaz: «¡Si incluso ha tenido que vestirse de talibán para pasar desapercibido!».  Pero también tiene claro que es prudente: «Creo que siempre sabe hasta dónde puede llegar».  

Entre los muchos papeles que a veces desordenan la casa de los Garcia-Planas hay uno que Maria Antònia guarda con especial cariño. Se trata de una portada amarillenta de La Vanguardia del 28 de febrero de 1991, cuando todas las miradas del mundo estaban pendientes de la guerra de Kuwait. «Saddam, sin salida política ni militar», dice el titular. Pero lo que más le interesa a Maria Antònia es el recuadro azul ubicado justo debajo, donde aparece el nombre de su hijo: «¡Me emocioné tanto cuando vi la primera plana escrita por mi hijo…!  ¡Hasta la enmarqué! [...]Estoy muy contenta de que el Periodismo le haga tan feliz», afirma.

De Beasáin a «la ruta del “bakalao”»

También la madre de Mikel Ayestaran conserva páginas de periódico en las que aparece el nombre de su hijo. Mikel trabaja para Vocento y EITB y lleva años saltando de Afganistán a Yemen, y de Irán a Pakistán o a Siria, unos recorridos que Isabel Ayerra ha bautizado como «la ruta del “bakalao”». Su actual trabajo de enviado especial, y las crónicas que hoy firma en ABC y en todos los diarios del antiguo grupo Correo, tienen mucho que ver con su empeño por conseguir las metas que se propone. Nació en 1975 en Beasáin (Guipúzcoa), estudió en los Escolapios de Tolosa y se licenció en Periodismo en la Universidad de Navarra. En en 2005 optó por abandonar esporádicamente su tierra para probar como freelance, y su primer destino internacional transcurrió en el Líbano, adonde se había desplazado para hacer turismo. Los escenarios y los calendarios de su trabajo son imprevisibles: «Si pasa algo un poco gordo, sale escopeteado, porque la mochila siempre la tiene hecha —comenta su madre—. Cuando regresa, la vuelve a llenar para cualquier emergencia». Es ya un ritual en la familia, también para la hija de Mikel, que a sus cuatro años ya sabe que, de vez en cuando, «el aita se va a trabajar para traer dineritos». La distancia nunca impide a Mikel estar muy pendiente de los suyos. “Siempre ha sido muy amatxulo —explica Isabel Ayerra—. Cuando era pequeño y se levantaba por la mañana, yo ya estaba en mi trabajo. Todos los días se iba a mi habitación, cogía alguna ropa mía, le daba un beso… Y se iba a desayunar». Y con la misma emoción, añade que también aún ahora es muy cariñoso: «¡Le cuesta poco abrazarme! Es… hijo. Si estuviera en el quinto pino y no me llamara… Pero es todo lo contrario: siempre está pendiente de todos». Ella confía siempre en su prudencia: «Sabe dónde pisa y cuál va a ser el siguiente paso que dará. Les da mil vueltas a las cosas. Ha sufrido algún percance, pero sale de todo. ¡No sé yo! ¡Tendrá un buen ángel de la guarda!».

La partida y la llegada

¿Qué se le puede decir a un hijo que hace la mochila para viajar a algún lugar conflictivo bélico?

Isabel Ayerra y su marido, siempre que pueden, acompañan a su hijo Mikel al aeropuerto de Bilbao. «Yo, tan contenta. Pero hay un “algo”: se te pone un nudo en el estómago. Aparentemente estás bien, no te pasa nada, pero tienes como una tristeza dentro». Las palabras que Isabel emplea para despedir a Mikel son siempre las mismas: «Cuídate, y te cuidarán. El que sea, el que esté por ahí». En cambio, cuando Mikel regresa y van a buscarlo, «salen las palabras de otra forma».

Por su parte, María Jesús Goñi, la madre de Fernando Múgica, recuerda a su hijo con una sonrisa en la cara cada vez que volvía a Pamplona a visitarla después de algún viaje complicado: «¡Le recibía con una alegría…! Nada de broncas. Ya sabía yo que no le iba a pasar nada». Su hijo siempre traía algún regalo, pero no se extendía mucho al hablar de lo que había vivido: «Le preguntábamos, sí, pero porque queríamos que nos contara cosas. Él solo respondía: «Para contar hay que estar allí». Y se quedaba mudo. No decía nada, se lo guardaba todo dentro». 

Cuando la madre de Plàcid Garcia-Planas le hacíe preguntas, él le respondía, bromeando. «¡Pero, mamá! ¿Tú no lees La Vanguardia?».

Mikel Ayestaran sí habla de sus viajes, aunque su madre precisa ella prefiere olvidar algunos: «Cuando ha tenido cierto peligro, prefiere cambiar el chip. Los viajes son sus viajes, y los apuros que ha pasado se los queda para él». De todos modos, una madre sabe leer entre líneas: «El sexto sentido lo tienes puesto». Isabel recuerda , por ejemplo, un viaje de Mikel a Egipto durante la Primavera Árabe en el que unos contrarrevolucionarios estuvieron a punto de secuestrarlo. «Aquel día salió por la televisión, y yo le vi distinto: en su cara tenía algo. Cuando le dije a mi marido: “Miguel Ángel, a Mikel le ha pasado algo”, él me respondió: “Qué le va a pasar, son cosas tuyas”. Pero cuando eso ocurre, Mikel suele llamar por teléfono. Así lo hizo también ese día. “Ama, ¿qué tal todo? Por aquí todo tranquilo”. Pero yo le pregunté: “¿Por qué llamas tan rápido? Has salido en la televisión, ha pasado algo”. Y cuando te contesta que no ha sido nada, ya te das cuenta de que algo ha pasado». Porque a veces pasan cosas.

Las madres de las guerras

Las horas, días, semanas y meses que dura una guerra se siguen y se viven de distinta forma según la cercanía del conflicto. Eso es lo que la lógica dicta, pero la lógica se pierde cuando hay un hijo de por medio, y una elevada posibilidad de que suceda un mal desenlace. 

Maria Antònia Marcet asegura: «La gente piensa que no sufro… Pero sí sufro. Plàcid ya ha ido a muchas guerras, pero empezó muy joven, y ha estado en sitios de tremenda guerra, como en Sarajevo. Mi hijo me dice: «“Mamá, ¡tú no sufres nada!”. Es verdad que hay madres que lo pasan peor que yo, pero sí que sufro». Maria Antònia comparte entonces una reflexión profunda: «Ya puedes decir a las madres que no sufran, porque no pasa nada que Dios no quiera. Al principio, yo sufría, pero encomendaba a Plàcid a Dios, y pensaba: “Mira, será lo que Él quiera”». Isabel Ayerra dice que «los nervios interiores los sufrimos todas. Pero si le dijera: “Mikel, quédate cerquita”, ¿hubiera servido de algo? Es mejor que vea que su madre no lo está pasando mal». María Jesús Goñi reconoce que era consciente de que su hijo Fernando podría no haber vuelto de algún viaje. «Un hijo que está en plena guerra se expone al peligro que corre un militar. ¿Dónde va? ¿A bailar? No puedes suplicar que no lo maten».