Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Marc Marginedas «Es importante no perder la capacidad de indignarse»

Texto Blanca Basanta [Com 20], Fátima Rosell [Com His 19], Javier Marrodán [Com 89 PhD 00] Fotografía Manuel Castells [Com 87], El Periódico de Catalunya, Editorial RBA

Durante los seis meses que permaneció secuestrado en Siria por el ISIS entre 2013 y 2014, el periodista Marc Marginedas [Com 90] dispuso de mucho tiempo para repasar su recorrido profesional y las circunstancias concretas que le habían conducido hasta aquel agujero. Según cuenta, el balance de sus reflexiones le dejaba siempre muy tranquilo: «Si el precio de haber vivido lo que había vivido y de haber podido hacer lo que había hecho en la vida era ser secuestrado, pues, bueno, ¡qué se le iba a hacer!». El modo de entender y de ejercer el periodismo que late en esas palabras llevó a la Facultad de Comunicación a concederle el pasado 2 de mayo el XV Premio Luka Brajnovic. 


El premio Luka Brajnovic se otorga desde 1997 a comunicadores cuya trayectoria profesional destaca por la defensa de la dignidad de las personas y los valores humanos de libertad, tolerancia y solidaridad. El camino que ha llevado a Marc Marginedas (Barcelona, 1967) hasta el galardón empezó a perfilarse en la propia Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, donde se licenció en 1990 ya con la aspiración de trabajar como reportero de guerra. Ha sido corresponsal y enviado especial en numerosos conflictos armados en Argelia, Irak, Afganistán, Israel, Siria, Túnez o Libia. En la actualidad es el corresponsal de El Periódico de Catalunya en Moscú.

 

¿Se puede hacer justicia, informativamente hablando, a un país tan enorme y tan complejo como Rusia?

Rusia es inabarcable; es un país que genera muchas y muy distintas noticias. A veces, sentado frente al ordenador, siento que me faltan manos. Además, en Rusia no te puedes fiar de las fuentes oficiales porque difunden noticias falsas. Investigar cualquier noticia requiere mucho esfuerzo. Por ejemplo, el número de bajas rusas en la guerra de Siria es un secreto. Peor aún: es un delito contemplado en el Código Penal informar en tiempos de paz de bajas que no hayan sido comunicadas por fuentes oficiales. Con un régimen tan opaco es muy difícil aportar noticias sobre la situación del país.

 

¿Es real la imagen que tiene Europa occidental de Rusia?

Hay que diferenciar entre el pueblo ruso y el Estado ruso. Hay una brecha desde hace siglos entre la ciudadanía y el poder. En los tiempos de Stalin, la URSS sufrió una cantidad de muertos y represaliados inimaginable. Aquello generó en la ciudadanía una actitud de pasividad que desde fuera no podemos entender. Un ruso de a pie tiene la percepción de que no puede cambiar el curso de la historia con sus acciones. No existe además el control del pueblo sobre el Gobierno. El Gobierno siempre ha tenido un amplio margen de maniobra para actuar como quiere sin estar sometido al escrutinio de la ciudadanía. No sé hasta qué punto Europa occidental se hace cargo de todo esto. A la vez, el pueblo ruso es entrañable. Son gente muy leal y próxima, personas cariñosas. No se les puede equiparar con el Estado. Pienso que nos faltan elementos para entender que Rusia no solo es un Estado. Ahora mismo es una dictadura. Y un problema.

 

¿Qué intereses mueven a Rusia?

Rusia no defiende un modelo de sociedad; no es la Unión Soviética, que sí aspiraba a un proyecto político. En estos momentos Rusia no tiene una ideología detrás: se apoya en las fuerzas de extrema derecha de Europa y de extrema izquierda en América Latina, y aprovecha los problemas internos que puedan tener otros países para polarizarlos. Ha sabido antes y mejor que nadie cómo funcionan internet y las redes sociales. Y saca partido de ello. No lo hace por una cuestión de principios. Por citar un caso ilustrativo y cercano: Rusia es una federación y también sufre problemas muy serios; jamás reconocería la independencia de Cataluña. Sin embargo, sí que aspira a debilitar a un Estado importante de la Unión Europea como es España. Para eso, impulsa y financia muchas campañas. Lo hizo con el brexit, también con el único objetivo de debilitar. Es una nueva Guerra Fría: la colisión de dos maneras de entender el mundo. Ni siquiera la OTAN constituye un objetivo porque sabe que no va a haber un enfrentamiento militar. Su enemigo principal en estos momentos es la Unión Europea, porque ofrece a los antiguos países satélites y a la propia Rusia un sistema político basado en el Estado de derecho que les aleja del modelo de Estado controlado por mafias que existe ahora mismo en el espacio postsoviético.

¿Qué mecanismos utiliza Rusia para alcanzar sus objetivos?

Un ejemplo de cómo actúa lo encontramos en la campaña de las elecciones presidenciales. Trump utilizó noticias falsas publicadas por medios rusos para desacreditar a Hillary Clinton. Empleó argumentos facilitados desde Rusia. En un medio ruso se insinuó que las elecciones de Estados Unidos podrían estar manipuladas. A la semana siguiente, en el debate entre Clinton y Trump, este lanzó esa sospecha, como si le hubieran sugerido desde el Kremlin lo que tenía que decir. ¿Qué consigue Rusia con eso? Mermar la credibilidad de la democracia como sistema político. Me parece muy grave. Otro ejemplo: Julian Assange se coordinó con los servicios secretos rusos desde la embajada de Ecuador para publicar correos confidenciales del partido demócrata que hacían daño a Clinton. Y otro más: durante la crisis catalana, Assange acusó a El Periódico de mentir por decir que la CIA había advertido a los Mossos d’Esquadra sobre la posibilidad de un atentado en Las Ramblas. Mi periódico no se inventó esa noticia: era una información que incluso venía garantizada por fuentes de la Generalitat. Pero en la siguiente Diada, los manifestantes escupían al pasar junto a la sede del diario. Es decir: Rusia polariza los conflictos que detecta en una sociedad. Su objetivo es debilitar la democracia como sistema que puede garantizar la estabilidad social. Crean percepciones equivocadas de lo que sucede. Hoy la mitad de Cataluña piensa que El Periódico mintió publicando aquella noticia. Es gravísimo. Y fue gracias a Rusia.

 

Eso exige una maquinaria muy sofisticada…

Cuando Assange publicó el tuit para decir que El Periódico mentía, Rusia replicó miles de veces ese tuit a través de una serie de bots. De ese modo, consiguió dar la imagen de un impacto mucho mayor del que en realidad tenía. Se habla de una fábrica de trolls que se aprovechan de medios como Twitter. También se sirven de los comentarios en las webs de los periódicos. De hecho, hemos identificado a dos personas con aparentes simpatías por la extrema derecha en España que se dedican a escribir comentarios y artículos que contradicen lo que yo explico en mis crónicas. Es un trabajo a tiempo completo. Tirando del hilo, nos dimos cuenta de que una de esas personas supuestamente escribía desde España, pero accedía a la sección de comentarios de El Periódico mediante cuentas de correo radicadas en Rusia.

 

¿Ha cambiado mucho, con la extensión de las redes sociales, el trabajo de un corresponsal?

Hay un elemento muy positivo y otro negativo. Cuando antes escribía en el periódico, el feedback era muy limitado. Al enviar una crónica no conocía el impacto de mi trabajo. En cambio, ahora sí. Puedes llegar además a sitios impensables hace unos años. En 2013, el Gobierno sirio bombardeó con armas químicas la periferia de Damasco. Yo no estaba en la zona, pero aquella misma tarde conseguí, a través de internet, contactar con testigos presenciales. Esto hubiera sido imposible cuando empecé a trabajar: apenas habría dispuesto de un teléfono que, además, probablemente no funcionaría bien debido a la guerra. El inconveniente es que las redes sociales a veces multiplican el efecto pernicioso de las noticias falsas. Desde aquí yo me doy cuenta de todas las versiones engañosas que difunde el Gobierno ruso para eximir al Gobierno sirio de los ataques con armas químicas. Y aterra porque son declaraciones con mucho recorrido.

 

Antes, el corresponsal era la fuente autorizada, y casi única, para conocer lo que sucedía en otro país. Hoy el ciudadano tiene otras vías posibles para informarse.

Pienso que no ha cambiado tanto la forma de ejercer el periodismo. En el fondo, seguimos haciendo lo mismo de antes: recopilar datos y transmitirlos. En los años noventa había gente que se inventaba entrevistas. Ahora eso ya no es posible. Hace un tiempo, la capacidad del corresponsal para fantasear o exagerar situaciones era mayor. En la actualidad, se puede comprobar todo lo que se dice. Hubo periodistas que cubrieron la guerra de Irak sin salir del hotel, algo que hoy sería impensable. La realidad avanza mucho más rápidamente y nos obliga a ser más rigurosos, a contar las cosas como son. A la larga mejorará la calidad de la información.

En un paisaje tan saturado de información, una de las funciones clave del periodismo es la selección.

Estoy de acuerdo. Debido a mi experiencia vital a mí me interesan ciertos aspectos. Por ejemplo, saber quién está detrás de las armas químicas en Siria o quién financia la campaña del brexit. A otros periodistas les atraen unos temas distintos. La opinión pública se va configurando a partir de las selecciones que realizan los diferentes medios, cada uno de acuerdo con su propio criterio. El periodismo no tiene que ser objetivo, pero sí veraz y honesto. El problema es cuando se empieza a funcionar y a cobrar por razones ajenas al propio criterio. Hay periodistas que emplean formas no legítimas de influir en la selección de los temas. Eso es lo preocupante.

 

¿Qué diferencia la información que ofrece un periodista de la que puede aportar una persona que ha sido testigo de un acontecimiento destacado?

La calidad. El periodista te ofrece un rioja frente a un mosto. Por eso nuestra labor es tan importante. En Siria yo he visto cómo algunos ciudadanos ejercían de periodistas para determinadas cadenas árabes contando qué pasaba. No hacían información: era propaganda. Después de un atentado podían publicar que había habido «un ataque con cincuenta mártires». Un periodista de verdad nunca hubiera utilizado esas palabras. Tampoco iban al lugar de los hechos ni contaban el número de víctimas. Publicaban lo que alguien les había dicho. A mí los periodistas ciudadanos me han ayudado mucho guiándome sobre el terreno, pero no disponen de las herramientas ni de la capacidad para elaborar información de calidad. Pueden ofrecer su testimonio o hacer el papel de fixer [un guía local que realiza funciones de traducción o producción], pero no son periodistas. Además, suelen estar implicados en los propios conflictos.

 

¿Es hoy mayor la responsabilidad del ciudadano por estar bien informado?

Hay un asunto que los periodistas no podemos controlar: la emotividad. Ahora lo que prima son las emociones. Cuando entras en ese plano, el ciudadano está dispuesto a creerse cualquier cosa. La campaña del brexit está llena de mentiras y los informadores no hemos conseguido desarticularlas. Tenemos que entender mejor cómo funciona ese juego de las emociones. Nos dirigimos sobre todo al intelecto, pero nos falta asumir que los sentimientos también están ahí. El lector recibe la información según unos criterios que le son difíciles de delimitar. Los profesionales, las universidades y los medios debemos hacer un esfuerzo mayor para actuar contra las noticias falsas. Un ejemplo son los programas que usan el fact checking: poco a poco van introduciendo el sentido crítico en el lector. Si el ministro de Exteriores Lavrov abre la boca y dice que la camiseta blanca que lleva en realidad es negra, hoy la gente le pone un interrogante. Hace años, en cambio, no lo hubiera cuestionado. Las universidades tienen un importante papel en este aspecto.

 

Miguel Gil, catalán como usted, nacido el mismo año, asesinado en Sierra Leona en mayo de 2000, recibió el Premio Luka Brajnovic a título póstumo. Sus compañeros destacaron entonces que su periodismo era excepcional porque él era una persona extraordinaria. ¿Cree que hay una relación de causa-efecto?

Tengo claro que el cinismo no es compatible con el periodismo. Si eres incapaz de conmoverte ante una muerte, quizá este oficio no es el tuyo. Existen personas con ideologías que consideran que unas muertes no tienen el mismo valor que otras. Para ellas son menos importantes las causadas por grupos afines. Eso es inadmisible. Me parece una tragedia el doble estándar que se aplica en ciertos medios según quién haya perpetrado un bombardeo. Peor aún: en este mundo de noticias falsas y de realidad virtual, algunos periodistas reciben premios por establecer esas diferencias. Hay hechos que desprestigian nuestro trabajo. Pero confío en que la verdad siempre acaba imponiéndose. Quien se dedica al periodismo por la proyección social que le proporciona terminará reflejándose a sí mismo en el trabajo. En Líbano oí a compañeros decir que estaban hartos de que nos enseñasen cadáveres de niños, y yo me preguntaba cómo alguien podía hartarse de algo así. Esos niños tenían una vida hasta que se la quitó un bombardeo. He convivido con compañeros que se saturaban o se agotaban ante estos dramas humanos. Creo que el periodismo no es lo suyo. Yo intento entender el periodismo como un servicio.

 

¿El periodismo sirve para cambiar el mundo?

El periodismo es una profesión fundamental. Garantiza que la sociedad sea menos manipulable. En una guerra sin testigos los actores tienen un sentido de impunidad muy elevado. Por eso a los periodistas nos secuestran o nos matan. Ahora el periodista ya no es solo un testigo: es también un actor; provoca reacciones en su país. Trabajar en Rusia me ratifica en la importancia de la profesión. El periodismo independiente es muy escaso.

 

¿Cómo es el día a día de un corresponsal?

Depende de los lugares: es muy diferente trabajar establemente en Rusia que ser enviado especial a un conflicto. La vida del corresponsal tiene una cierta rutina, aunque haya días más agitados, quizá porque Putin ha dicho algo. Te levantas, ves los informativos, conectas con las agencias y lees la prensa. Hacia las once de la mañana, con ese trabajo hecho, yo escribo a Barcelona para anunciar lo que creo que será relevante. Ellos me contestan: «Queremos esto para mañana, ve investigando aquello…». En Rusia, en un día normal, empiezan a suceder cosas a partir de las doce y media. Por ejemplo, que hable Putin. Suelo escribir entre las tres y las cuatro de la tarde. Para las seis he terminado. Pero también hay periodos críticos, con actividad desde primera hora. El último fue la crisis en el estrecho de Kerch, cerca de Crimea, donde Rusia había apresado varios barcos militares ucranianos. Aquello se convirtió en un breaking news. En un caso así, la rutina ya no existe, pasas a ser un enviado especial. La intensidad del trabajo crece mucho.

 

¿Suele haber sintonía entre lo que usted cree relevante y lo que le piden desde la redacción?

Podría responder con un ejemplo de hoy mismo [20 de febrero de 2019]. Es un caso que ilustra la diferencia entre cómo se entienden las cosas en Barcelona y cómo las veo yo. A veces me siento incomprendido. En España, ahora mismo, Rusia se percibe como una amenaza. Y Putin ha vuelto a hablar hoy con términos de intimidación. En concreto, ha amenazado con desplegar misiles en las cercanías de Estados Unidos. Y esa es la noticia. Sin embargo, a mí me parece más relevante que en su discurso a la nación Putin se haya detenido extensamente en temas sociales, el problema de las pensiones o la pobreza en el país. El año pasado prácticamente se limitó a presentar armas nuevas y a lanzar provocaciones. ¿Por qué hace esto ahora? ¿Por qué le interesa el tema social? Yo pienso que la razón es que el Kremlin está preocupado por el descenso de popularidad de Putin, entiende que es un problema importante. Pero lo cuento y desde la redacción me dicen que eso es política interior. Yo les explico que el discurso revela que el propio presidente se siente amenazado. Da igual: todos los periódicos hablan hoy de la amenaza de Putin con los misiles. Sin embargo, creo que es mucho más informativo explicar al lector que en estos momentos Putin es un presidente con dificultades internas.

 

Al informar de una guerra, ¿cómo compagina el rigor con el componente fuertemente emocional propio de la situación?

Lo que vas a ver te afecta. Eso es algo que un periodista sabe. El periodista debe preocuparse muchísimo de su salud mental. Nadie es de hierro. El síndrome de estrés postraumático es conocido en el gremio: si tienes experiencia, identificas los síntomas muy rápidamente. Por ejemplo, la obsesión, no hablar más que de tu trabajo. En Argelia, que fue mi primer destino como corresponsal, desarrollé algunos síntomas. Mi madre aún vivía, me vino a recoger al aeropuerto y en el taxi a casa empezó a contarme que no tenía dinero para arreglar el baño. Y yo me indigné un poco. Es un sinvivir; piensas que no puedes quedarte al margen. Y entonces debes hacer lo contrario de lo que te pide el cuerpo: si el cuerpo te pide trabajar más, tienes que distanciarte por completo, tomarte unas vacaciones. El problema remite entonces enseguida.

 

¿Hay alguna clave para mantener el equilibrio?

Es importante no perder la capacidad de indignarse. Si la pierdes, tienes un problema. Si, por haber visto muchos cadáveres, el siguiente no te va a impactar, lo mejor es que te replantees si el periodismo es tu profesión. La capacidad de indignarse es fundamental. Si no te indignas, no puedes cumplir tu función de tratar con toda la crudeza los dramas humanos. Hay que hacer sentir al lector el sufrimiento de la persona que ha sido objeto de una injusticia. Es la única forma de conseguir, por ejemplo, que un lector pida a su Gobierno que un conflicto acabe. El corresponsal de guerra tiene que provocar indignación, empatía…

 

¿Podría citar algún caso concreto que ilustre esta reflexión?

Una vez viajaba en un convoy militar estadounidense. Hubo un tiroteo, una emboscada. Pusieron entonces dos controles a un lado y a otro de los vehículos. En esas estábamos cuando un coche que avanzaba despistadamente se acercó. En esos casos, el protocolo de los estadounidenses es muy estricto; se trata de medidas diseñadas para proteger las vidas de los norteamericanos. En fin, que dispararon al coche sin preguntar. El conductor acabó con un tiro en la mejilla. Era un hombre que conducía de forma distraída y que desde aquello vive con la cara deformada. Ese hombre no es un número, es alguien que ha padecido una terrible injusticia. Por eso quiero mantener mi capacidad de indignarme. Si aceptas que la violencia es algo inevitable y la justificas porque crees que Estados Unidos o Rusia son estupendos, te colocas en una situación peligrosa. La violencia es la violencia y la injusticia es la injusticia. Esto para mí es muy importante.

 

¿Ha sentido la “obligación de contarlo” de la que hablan algunos periodistas?

No sé… Para mí, poder hacer este trabajo es un privilegio. No lo vivo como un compromiso o una obligación. Es que no me imagino mi vida sin esto. No lo puedo describir. De todos modos, el periodismo de guerra tiene una aureola mítica inmerecida. Para empezar, no creo mucho en la definición de periodismo de guerra. Yo soy especialista en unas zonas del mundo en las cuales hay luchas. Si hubiera una guerra en América Latina, es poco probable que mi periódico me enviara allí. Sí que asumo que soy experto en zonas en las que ha habido o hay conflictos, y en las que me he visto obligado a desarrollar una serie de técnicas para cubrir la información. He tenido que aprender a protegerme o a tratar con fuentes que han sido objeto de un trauma reciente… Hablar en general de periodismo de guerra me parece excesivamente romántico, es una denominación que empuja incluso a mitificar a los periodistas. No me gusta emplearla. Los periodistas de guerra tenemos miserias y cometemos errores. A veces no somos capaces de hacer nuestro trabajo porque no medimos el riesgo.

 

¿Vale la pena jugarse la vida por una buena historia?

Para mí, desde luego que sí. En primer lugar, porque te hace muchísimo más persona. Lo que plasmamos los periodistas en las crónicas es el 30 o el 40 por ciento de lo que vemos. El 60 por ciento restante nos lo quedamos nosotros y nos hace mejores personas. Me siento muy privilegiado por haber visto lo que he visto. Y si eso implica que me pueda pasar algo, lo que fuera, estoy dispuesto a aceptarlo. Porque me siento en armonía… Me siento en plenitud, haciendo lo que siempre he querido. Vivo agradecido por haber tenido esa oportunidad. Habrá otros muchos que a lo mejor han querido hacer lo mismo y no han tenido la ocasión.

 

En su caso, el riesgo se materializó el 4 de septiembre de 2013, cuando fue secuestrado en Siria por militantes yihadistas del ISIS. ¿Cómo procesó durante aquellos seis meses de cautiverio lo que le estaba ocurriendo?

En ningún momento me arrepentí de las decisiones vitales que había tomado. Lo digo de verdad. Pensaba que si el precio de haber vivido lo que había vivido y de haber podido hacer lo que había hecho en la vida era ser secuestrado, pues, bueno, ¡qué se le iba a hacer! Esa reflexión me daba mucha tranquilidad y mucha paz mientras estuve encerrado. Yo no había buscado el secuestro, no lo quería, pero sabía que podía ocurrir. El conflicto surge cuando la gente pretende realizar coberturas de riesgo sin correr riesgos. Eso es no asumir una parte del trabajo: la de que te puede pasar algo. Para no correr riesgos es más honesto trabajar en Berlín o Washington. Es importante que una persona que se dedica a cubrir situaciones de conflicto sea capaz de asumir todas las posibles consecuencias de su tarea.

 

¿Cómo fue el día a día del secuestro?

Viví experiencias muy positivas y muy negativas. Prefiero hablar solo de las primeras. Éramos veinte personas en un espacio muy cerrado. Los tres españoles [los otros dos eran Javier Espinosa y Ricardo García Vilanova, también periodistas] teníamos muy claro que nuestro trabajo en Siria entrañaba un riesgo que podía suponer incluso la muerte. Los tres estábamos dispuestos a aceptarlo. Lucharíamos para que no sucediera, pero el hecho de estar preparados para aceptarlo nos daba una gran tranquilidad. Durante el secuestro me sentía en armonía con el mundo. Si eres creyente, en el fondo sabes que formas parte de un plan. Y eso da mucha serenidad, mucha paz.

 

¿Cómo llenaba el tiempo? ¿En qué pensaba?

La felicidad es una decisión personal. Incluso privado de tu libertad puedes descubrir motivos para estar agradecido. Por ejemplo, cuando tienes una buena conversación con un compañero. O cuando te dan un poco más de comida de la habitual. Casi nadie sabe lo que es el hambre real, no la puntual de un día que no has comido. Cuando tienes hambre real, te despiertas y piensas en comida. Creo que solo la gente que ha vivido una guerra es capaz de entender lo que supone eso. También agradecíamos las noticias que llegaban algunos días. Siempre hay razones para dar gracias. La felicidad no depende de lo que te rodea, de un buen coche, de estar bien… La felicidad es una decisión personal; es ser capaz de disfrutar con lo que tienes en ese momento, incluso estando privado de tu libertad, durmiendo sobre una manta llena de bichos. El simple hecho de estar vivo puede hacerte feliz.

 

¿Cómo eran esas «buenas conversaciones»?

Entre las veinte personas que estábamos secuestradas, había algunas con las que surgió una afinidad mayor. Lo malo fue que después a varios los mataron. Eso resultó muy duro. Después de compartir con ellos seis meses… La relación era más estrecha con los españoles: fue una convivencia muy intensa. Funcionamos muy bien. Hubo un momento en el que estuve muy enfermo y Javier y Ricardo me metían literalmente la comida en la boca, y se preocupaban por mí. Después de aquello nos mantenemos en contacto permanente. Es una relación que durará hasta que nos muramos.

 

 ¿Cómo vivió su familia el secuestro?

El secuestro tuvo un impacto muy importante en mi familia. Todos los hermanos éramos ya mayores cuando me secuestraron y habíamos llegado a un punto en el que cada cual hacía su vida. Podemos decir que había una cierta dejación de nuestras funciones familiares. Nos veíamos solo de vez en cuando, por Navidad y en las ocasiones de rigor. El resto del tiempo, cada uno tenía muy marcada su vida. Además, eran vidas poco compatibles: mis hermanos trabajan en el sector de la empresa, en Barcelona. Sin embargo, el secuestro ha cambiado todo eso. El secuestro ha avivado unas relaciones familiares que estaban bastante anquilosadas. Creo que es una de las mejores consecuencias de lo que me sucedió: cómo nos hemos reencontrado los hermanos pese a las enormes diferencias que teníamos entre nosotros. Nos separaba no solo la forma de pensar, también la actitud. Ahora hemos recuperado la familia. Y eso es maravilloso.

 

¿Contribuyó el secuestro a reordenar sus prioridades o su escala de valores?

Sí. Antes, yo pensaba: «Te puedes jugar la vida porque, al fin y al cabo, es tu vida y no pasa nada». Pero el secuestro me ha demostrado que mis acciones tienen consecuencias en mi entorno. Mientras estuve encerrado, mi sobrina sacó malas notas, mi hermana no se podía concentrar… Saber todo eso hace que ahora piense en ellos a la hora de trabajar. Sé que no estoy solo, que no puedo aislarme de ellos. También he aprendido a ser más precavido. Hoy mediría mejor los riesgos antes de meterme en una zona de guerra. Incluso en Rusia, donde no hay mucho peligro, sé que existen algunas líneas rojas. El secuestro me ayuda a valorar lo que supone estar vivo.