Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Mario Iceta: "Un obispo está para coser grietas, para aunar esfuerzos, para buscar terrenos comunes"

Texto Javier Marrodán [Com 89]   Fotografía Mitxel Atrio [El Correo]

Dice que cuando uno accede al episcopado percibe claramente la “tremenda desproporción” que existe entre el ministerio que se le confía y las propias capacidades. “Sin embargo —añade— uno sabe que es Otro quien le llama y quien llevará la tarea adelante”. Con esa certeza sobre su propia misión ha iniciado Mario Iceta [Med 90] su andadura como obispo de Bilbao. Es consciente de las heridas tan profundas que dividen el País Vasco, pero se muestra optimista sobre el futuro. Su estrategia está condensada de algún modo en las tres palabras de su lema episcopal: “Servidor de todos”.


En una sociedad secularizada y relativista, con una Iglesia a veces ensombrecida por los escándalos, ser obispo no parece una tarea fácil. ¿De dónde saca fuerzas?, ¿dónde se apoya su autoridad?

Hay una frase de San Pablo a Timoteo que me parece elocuente: “El Señor se fió de mí, me capacitó y me confió este ministerio”. La autoridad hay que entenderla como servicio. Pero esa autoridad no viene en ningún caso de las cualidades personales de un sacerdote o de un obispo, sino de una configuración sacramental con Cristo, cabeza y pastor. El único sacerdote es Jesucristo, todos los demás participamos de su ministerio. ¿Qué es lo que cualifica a una persona para presidir al pueblo de Dios o para predicar en nombre de Cristo? Que está configurada sacramentalmente con Él.

Sin embargo, hay personas que se fían más de unos sacerdotes que de otros.

El criterio último es Jesucristo. Él es la Verdad. Y es una verdad personal, es la medida de las cosas. El Señor ha suscitado en la Iglesia carismas y dones. Entre ellos está el colegio episcopal presidido por el Papa, que custodia la integridad y la pureza de la Fe que ha recibido. Además, los obispos que están en comunión con el Papa desempeñan ese servicio de transmitir la Fe y las enseñanzas del Magisterio en sus diócesis particulares. Cuando surgen divergencias y alguien se pregunta cuál es la Fe de la Iglesia, la respuesta es clara: la que custodian el Papa y los obispos.

Cuando se anunció su nombramiento, un grupo de sacerdotes y de fieles de la diócesis manifestó públicamente su oposición. ¿Se puede ser obispo de alguien que lo rechaza?

No comparto la apreciación de que hay personas que no quisieran tenerme como obispo. Lo que ha ocurrido ha sido más bien que hay personas que hubiesen querido tener una participación en mi nombramiento como obispo. Uno de los servicios fundamentales del obispo es el de la comunión. El obispo está para coser grietas, para aunar esfuerzos, para buscar terrenos comunes, aunque luego haya distintas sensibilidades. Estas cosas que han sucedido me estimulan para fomentar la comunión. Lejos de ser un problema, las considero como una oportunidad que se me presenta para ejercer el ministerio de la comunión.

En su diócesis hay muchas grietas que necesitan ser “cosidas”…

En todas las diócesis las hay. La realidad humana incluye siempre una buena dosis de dificultades. También las tuve que afrontar en Córdoba, donde he estado quince años, y donde fui vicario general. Hasta en el seno de una familia hay que superar dificultades. La Iglesia es una gran familia y tenemos que servirnos de la caridad, de la misericordia y del perdón para limar las aristas y las ofensas. 

¿Se siente obispo de quienes no se consideran cristianos?

El obispo está al servicio de toda la Humanidad, como Jesucristo.

Los cristianos son hoy una inmensa minoría, incluso en Bilbao.

No sé si estoy de acuerdo con esa afirmación. Se dice que un 10% de la población cumple el precepto dominical, pero aun en ese caso cabría preguntarse quién reúne en España cada domingo a 4,5 millones de personas. Más de dos millones de personas se movilizan cuando el Santo Padre viene a vernos. ¿Qué institución está tan capilarizada y tan presente como la Iglesia en cualquier ámbito de la sociedad? Es un error de apreciación decir que los cristianos somos minoría. Hay cristianos comprometidos en el ámbito de la sanidad, y en el de la educación, y en el de la empresa, y en el de la marginación, y en el de la cooperación internacional, y en los sindicatos, y en el campo…

¿Siente un obispo el peso de las almas?

Yo lo veo como una doble confianza. Antes citaba la carta de San Pablo a Timoteo: “El Señor se fió de mí”. Dios confía en nosotros. Es importante recordarlo, porque cuando uno accede al ministerio sacerdotal o episcopal ve la tremenda desproporción que existe entre el ministerio que se le confía y las propias capacidades. Pero uno sabe que es Otro quien le llama, y quien llevará la tarea adelante. También lo dice San Pablo: “La fuerza se revela en la debilidad”. El Señor se revela en los gestos pequeños y sencillos. La Escritura contiene muchos ejemplos: el grano de mostaza, la viuda de Sarepta, los cinco panes y los dos peces… La lógica de Dios pasa por hacer su obra con medios muy limitados, muy rudimentarios y muy humildes. Incluso con un obispo pequeño y limitado.

Seguro que hubo más de un amigo que al conocer su nombramiento le dijo algo del tipo: “Menudo papelón”.

Leyendo la vida de los santos se comprueba que todos han tenido tremendas cruces y contradicciones. El Señor lo dejó bien claro: “Quien no se niega a sí mismo y coge su cruz todos los días, no puede ser discípulo mío”. Y de nuevo San Pablo a Timoteo: “Comparte conmigo la fatiga de la evangelización”. El otro día leía en la vida de San Juan Crisóstomo cómo fue desterrado y vilipendiado… En fin, que la vida de cualquier cristiano está presidida por la Cruz y por las dificultades de la evangelización. No digamos ya la del sacerdote o la del obispo. A veces la cruz y las contradicciones son una gracia que nos ayuda a descubrir cómo es nuestro propio corazón. El libro de Job podría pasar por la historia de unas pruebas y la reacción paciente del hombre que las sufre, pero lo principal de esas páginas es ver cómo se sitúa el corazón de Job ante la prueba. Esto mismo ocurre con un laico, con un obispo, con un padre de familia, con cualquier persona. No creo yo que mi vida esté más probada que la de un laico de a pie.

¿Con quién se desahoga un obispo?

Ante todo, con el Señor. Después, con otros obispos y sacerdotes. Y con los amigos.

¿Está al tanto de las inquietudes de sus feligreses? ¿Habla con ellos? 

Procuro tener un contacto directo con los sacerdotes y con los fieles. Disfruto mucho en las visitas a las parroquias. Intento ir con frecuencia a las parroquias, a las comunidades, a los centros educativos, a los hospitales… Me gusta patear la calle y todo aquel que lo desea puede tener un contacto directo conmigo.

¿Qué percibe al patear la calle?

Mucha acogida y mucho cariño. En todos los lugares a los que he ido he percibido el calor de las personas y una vida cristiana muy intensa. A veces los medios de comunicación recogen aspectos controvertidos, pero en las parroquias y en las comunidades palpita una vida muy sana. Habitualmente viajo en el metro y es frecuente que muchas personas se acerquen a hablar conmigo. Algunos me piden que les confiese.

El ya beato Newman aseguraba que la conciencia es la voz de Dios en el corazón del hombre, un espacio sagrado. ¿Cómo se accede a él?, ¿cómo llamar en el siglo xxi a las conciencias de los hombres?

A mí me parece que necesitamos una especie de reconstrucción del sujeto. El hombre actual está desorientado, desgarrado, como si sus capacidades y sus aptitudes se hubieran desconectado entre sí. Es un hombre que vive muy estresado, con demasiada prisa. Quizá ha perdido parte de su capacidad de contemplar y de adorar. Vive pendiente de la técnica, de la utilidad, y se ha alejado de lo gratuito, de la sabiduría. Primero se hablaba de una sociedad de la información y luego de una sociedad del conocimiento. Yo creo que tenemos que aspirar a una sociedad de la sabiduría, que es mucho más que un conocimiento técnico de las cosas. Para lograr esto hay que reconstruir las fracturas del hombre de hoy. Es una tarea muy importante para percibir a Dios.

¿Cómo se traduce en la práctica ese empeño?

Con la compañía. La Iglesia es comunidad y es compañía. El hombre actual vive en una gran soledad. Y para reconstruirse necesita aquella comunidad de los virtuosos de la que hablaban los griegos. Antes me preguntaba usted por la conciencia. Es un término que viene del latín: cum sciencia, cum aliis scire. Es decir, conocer con otros. La conciencia no es algo individual, cerrado en sí mismo. Es un conocimiento con otros, un conocimiento sapiencial. Por eso es tan importante reconstruir las relaciones humanas desde la gratuidad. Juan Pablo II decía que no sólo se trataba de globalizar la economía, que había que globalizar también la caridad. Y eso lo tenemos que hacer cada uno en nuestro propio microcosmos, en nuestro ámbito.

Benedicto XVI asegura que la verdadera demostración de la fe no se basa tanto en la mejor argumentación sino en su mismo esplendor, en la belleza de su propuesta, que es la del testimonio del amor. Sin embargo, los cristianos van a veces por la vida poco menos que pidiendo perdón. ¿Qué es lo que falla?

Quizá vivimos una fe demasiado intelectualística. Y por tanto, reductiva. Con frecuencia reducimos la fe a poseer unos conocimientos. Y la fe es sobre todo una experiencia de Dios. Hay otra frase del Papa que me gusta mucho. Se encuentra en Deus caritas est y creo que habría que grabarla con letras de oro: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética sino por el encuentro con Dios, que da una experiencia decisiva a la vida, que nos abre un horizonte nuevo”. Pienso que podemos aprender mucho de la sabiduría oriental. Juan Pablo II solía decir que la Iglesia respira con dos pulmones, refiriéndose a la iglesia latina y a la oriental. En la latina somos muy dados a intelectualizar las cosas, y nos falta el ámbito de la experiencia, de la mistagogia, de la contemplación. La Escritura habla muchas veces de conocer con el corazón. Eso no significa que no haya un contenido racional. Se trata de conocer de una forma sapiencial, de integrar todas las dimensiones de la persona, también la sensibilidad. A veces somos un poco hijos de Kant, y nos quedamos en la razón. La experiencia del hombre trasciende lo meramente conceptual. Que un niño vaya a la catequesis no supone únicamente que aprende algo, eso también podría hacerlo en su casa. La catequesis es una experiencia. A las personas se les engancha antes por el corazón que por el cerebro. Si tratamos de ganar a la gente por el cerebro, nos podríamos convertir en una ideología más de las que hay en el mercado.

Seguimos con Benedicto XVI. Hace poco, en Inglaterra, mantuvo un encuentro con los alumnos de las Escuelas Católicas del Reino Unido. “Espero que, entre quienes me escucháis hoy –les dijo–, esté alguno de los futuros santos del siglo xxi”. ¿Cómo cree que serán los santos del siglo xxi?

El santo de hoy es una persona de gran vida interior, de una profunda experiencia de Dios, alguien capaz de ser contemplativo en medio del mundo, alguien que da razón de su fe con el testimonio, con la palabra y con la vida. Alguien que no tiene miedo a  sumergirse en los abismos y en el sufrimiento del mundo actual, porque es justamente allí donde hay que rescatar a la Humanidad. Alguien, en definitiva, dispuesto a construir una nueva sociedad basada en el amor.

¿Ve signos de esperanza en la juventud vasca?

Muchos. Hay una vida muy rica en la diócesis de Vizcaya, aunque no trascienda a los medios de comunicación. Pero ya lo decía San Pablo: “Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Entre nosotros hay muchísimos cristianos que viven su fe con radicalidad y con pasión, y que no son ni serán noticia. Hace unos días estuvo en Vizcaya la cruz de las jornadas mundiales de la juventud. Se celebró un encuentro en el que pudimos escuchar testimonios admirables de vida cristiana. Sin embargo, no tuvo ninguna repercusión en los medios de comunicación.

¿Percibe un obispo la actuación de la Gracia?, ¿siente al Espíritu Santo?

Absolutamente. Si la Iglesia fuera una industria humana, estaría arrasada hace siglos. Muchos consideran la Iglesia como un obstáculo para ver a Jesucristo y a Dios, cuando es la misma existencia de la Iglesia la que atestigua que hay un espíritu que la vivifica y la sostiene. A pesar de las limitaciones y las deficiencias de quienes la formamos, la Iglesia es un instrumento de salvación en medio de la sociedad.

¿Cómo se desactivan los rencores y los resentimientos que dividen a la sociedad vasca desde hace tantas décadas?

Las cosas tienen que partir siempre de una conversión interior. Y eso requiere una pedagogía y una espiritualidad. La conversión personal es indispensable, pero también hace falta una conversión de la sociedad. La tarea irrenunciable de la Iglesia es justamente la de propiciar esa conversión en el corazón de las personas. Con todo, creo que la sociedad vasca ha avanzado por un camino intenso y positivo, y hoy mantiene un rechazo mucho más explícito hacia la violencia y el terrorismo.

Hoy casi se vislumbra el fin el terrorismo, pero la herencia que han dejado estos años no parece fácil de superar.

La violencia es una tentación que siempre ha estado presente en la historia de la Humanidad. El Papa ha hablado mucho de esto y ha recordado que en los temas de moral personal siempre es preciso recomenzar de nuevo. No se trata de victorias acumulativas: la libertad o el bien alcanzados por una generación tienen que volver a ser conquistados por la siguiente. Las guerras van a existir siempre, por eso debemos trabajar sin desfallecer en favor de la paz.

Las víctimas del terrorismo han padecido muchos años de dolor y soledad. Ahora, además, hay quien les exige que sean generosas, que perdonen. ¿Es moralmente lícito pedirles algo así?

El perdón es siempre una gracia de Dios. Y para perdonar también es preciso que quien ha causado el daño se convierta, que reconozca el mal, que rechace la violencia y que solicite él mismo la gracia del perdón. Si su petición es sincera, si responde a un arrepentimiento verdadero, Dios podrá conceder la gracia de aceptarla a quien sufrió el daño. A veces hablamos del perdón como de una cosa abstracta, cuando en realidad se trata de algo totalmente vivencial, que implica a la persona que ha cometido la injusticia y a la persona que la ha sufrido. No puede darse lo uno sin lo otro. Yo he tratado de cerca a algunas personas que han padecido en primera persona los zarpazos del terrorismo, y tengo que decir que su grandeza moral es impresionante. No se han dejado llevar por la revancha ni por el odio. Algunos han asumido con un sentido sobrenatural muy admirable la muerte y el sufrimiento. Las víctimas del terrorismo merecen siempre nuestra compañía y nuestro recuerdo. Debemos aliviar sus dolores en la medida en que podamos.

Por la otra parte, sin embargo, hay muchos que siguen pensando que sus crímenes estaban justificados.

El fin nunca justifica los medios, y la paz no puede ser nunca una moneda de cambio. Tenemos que pedir la gracia de la conversión para aquellas personas que están obcecadas por la violencia.

¿Cómo consuela un obispo a la viuda de un guardia civil que se fue del País Vasco o de Navarra con el cadáver de su marido y dos hijos de corta edad?

En esos momentos tan duros y tan tremendos, lo primero que hay que hacer es estar. El Señor nos da la gracia para poder acompañar a una persona que afronta una situación como la que usted describe. Con alguien a quien se le hunde el mundo de un modo tan injusto, lo primero que hay que hacer es mostrarle cercanía y solidaridad. Que esa persona sepa que no está sola. Además, tenemos que ayudarle a que se abra a la esperanza. Nuestra vida está en manos de Dios, y Dios está en lo más hondo del sufrimiento humano. En el Credo decimos que el Señor “descendió a los infiernos”, y eso vale también para el presente: Dios quiere anunciar su vida y su esperanza en todos los infiernos humanos. En fin, son momentos de una gran conmoción en los que uno no siempre encuentra las palabras adecuadas. Por eso es igualmente importante el lenguaje corporal: tenemos que saber abrazar a esas personas que están sufriendo tanto.

El sufrimiento es la causa de algunos nudos muy difíciles de soltar.

El Papa nos ha recordado en la Spe salvi que el sufrimiento es una escuela de esperanza. Pero también es una gracia vivirlo así. El tiempo y la experiencia de Dios van deshaciendo los nudos, y la persona que sufre acaba descubriendo que en el fondo de su dolor y de sus abismos hay una luz, una esperanza. Y descubre también que ha habido algunos ángeles que le han ayudado a recorrer ese camino, gentes que le han acompañado, que le han aliviado. El sufrimiento no tiene la última palabra, aunque a veces cueste salir del agujero.

¿Cómo se le aconseja o se le orienta a alguien que está en el agujero?

Otra vez San Pablo y su carta a Timoteo: “Haz memoria de Jesucristo”. Ojalá los cristianos pudiésemos transparentar a Jesucristo en nuestra vida.

Hay quien se preguntó dónde estaba Dios el 11 de septiembre de 2001. ¿Dónde estaba la Iglesia mientras ETA asesinaba a tanta gente?

En la Iglesia vizcaína hay muchas personas que han invertido un esfuerzo enorme en la denuncia del terrorismo y en la compañía de aquellos que lo estaban sufriendo más directamente, y que incluso han sido perseguidos por ello. Y esto también se ha dado a nivel episcopal. Yo tengo muy a mano en el despacho dos libros que recogen todos los textos y cartas de los obispos vascos condenando el terrorismo. La primera la hizo pública monseñor Cirarda cuando aún era administrador apostólico de esta diócesis. Los juicios globales que a veces se hacen sobre la Iglesia incluyen con frecuencia algunas injusticias.

Juan Pablo II animó a los cristianos a huir de toda clase de “nacionalismo exacerbado”. ¿Cuándo un nacionalismo es “exacerbado” y cuándo no lo es?

Hay un documento de la Conferencia  Episcopal que creo que trata este asunto en sus justos términos. Está fechado en noviembre de 2002 y habla de las causas y las consecuencias del nacionalismo en España. El texto recuerda que el nacionalismo es una determinada opción política, y precisa que la Iglesia acepta las opciones políticas de tipo nacionalista que se ajusten a la norma moral y a las exigencias del bien común. Lo que sí deja claro es que la opción del nacionalismo —como ocurre con cualquier otra opción política— no puede ser absoluta.

¿Cuándo el nacionalismo no es absoluto?

El documento explica que, para ser legítimo, el nacionalismo debe mantenerse “en los límites de la moral y de la justicia”. Sólo entonces se evita un doble peligro: que los nacionalistas se consideren a sí mismos como “la única forma coherente de proponer el amor a la nación” y que defiendan los propios valores “excluyendo y menospreciando otras realidades nacionales”.  El texto insiste en que, si no se respetan esas condiciones, el nacionalismo puede degenerar en uan ideología y en un proyecto político excluyente. Yo suscribo todo esto.

Alguna vez ha asegurado que no quiere ser mediador en un supuesto proceso de paz. ¿Por qué?

La tarea de la Iglesia es pastoral y no política. Hay instituciones y cauces para el trabajo político. Además, es algo que no se nos ha pedido.

En Sudáfrica, un obispo anglicano promovió y presidió la comisión que se puso en marcha para cerrar las heridas del apartheid.

Los obispos van a estar siempre al servicio del bien común. Un obispo siempre va a tratar de cerrar heridas, es algo que forma parte de su tarea pastoral. La paz es un trabajo a medio y largo plazo. Extender en los corazones esa cultura de la paz de la que antes hablábamos no es algo que se consiga con la desaparición del terrorismo.

¿Se imagina un País Vasco con las heridas cerradas?

Esa es mi esperanza. Y lo creo posible. No soy ingenuo, pero sí optimista.