Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Mitos de seda y oro

Texto Nacho García Campos [Com 93], periodista y crítico taurino Fotografías Juan Pelegrín

José Tomás es la hondura del toreo verdadero. Verticalidad, quietud y compromiso. Personalidad severa forjada en el yunque de terribles cornadas. Morante de la Puebla es empaque, despaciosidad y torería. La gracia sevillana que juega al toro en el albero.
Dos discursos distintos construidos sobre el canon eterno de parar, templar y mandar; con la finalidad de inmortalizarlo en el caso de Tomás o de encumbrarlo en el de Morante, pese a tantas taleguillas empapadas en sangre o a visitas inoportunas de demonios que se creían olvidados. Una lucha que trasciende la frontera del ruedo y lo inunda todo, donde se vive para interpretar la faena perfecta o se sobrevive para torear hoy con la responsabilidad de tener que repetirlo mañana. 


Los toreros recuerdan con exactitud el momento en que decidieron que se vestirían de luces. José Tomás (Galapagar, Madrid, 1975) lo supo al cruzar la mirada con un matador que salía a hombros por la puerta grande de la plaza de Madrid. Tenía diez años. A Morante (Puebla del Río, Sevilla, 1979) se lo explicaron sus padres. Algo debio de hacer el niño en la cuna cuando tan sólo tenía nueve meses de vida.

Tras la decisión íntima o la filigrana ejecutada con un babero es necesaria la ayuda de los guardianes de la ilusión. Cómplices incansables sin los cuales el destino nunca se hubiera cumplido. El abuelo, Celestino Román, un antiguo chófer de toreros con abono en el tendido alto del 8 de la plaza de toros de Las Ventas, certero a la hora de pincharle el balón y rescatar del olvido la muleta abandonada por el nieto, que quería ser futbolista –del Atleti– y no torero. Nacido en la localidad madrileña de Colmenarejo y emparentado con el ganadero Victorino Martín, en cuya finca extremeña de “Las Tiesas” dio José Tomás sus primeros muletazos a una vaquilla. El padre, Rafael Morante, un empleado de una arrocería en San Juan de Aznalfarache que jamás había pisado la Real Maestranza, encubridor de las correrías camperas ante la esposa y madre del hijo que quería ser torero desde que a los cinco años se emperró en darle su primer capotazo a una becerra. “Calla, niño, que eres muy chico”. “¡Qué no, que quiero torear!”, insistía el chaval. Hasta que al final –colgado del cuello del banderillero Rafael Sobrino y sosteniendo el pico del capote– se salió con la suya.

 

Sol y sombra. Ningún proyecto se construye sin esfuerzo, y menos en el mundo del toro. Sueño temprano de alamares que choca de golpe contra la dureza tremenda de los comisionistas. Truhanes que te parten el alma por el 33 por ciento de una novillada en un pueblo perdido en la sierra.

Hay que ser muy hombre siendo todavía un niño para sacudirte el polvo patrio de las manoletinas y cruzar el charco en busca de la puerta que aquí se cierra por negarte a pagar por torear. Es el caso de José Tomás, que emigró con la ilusión de doctorarse como matador sin que le robaran la cartera. La miel fue la alternativa el 10 de diciembre de 1995 en la Plaza México. La hiel, la visita a la enfermería en la remota plaza de Autlán de la Grana (Jalisco) el 18 de febrero de 1996 por una brutal cornada de un toro del hierro de Begoña. Un galeno visiblemente borracho que aventura que el grave percance no reviste gravedad; varias transfusiones de sangre, la providencial aparición de otro médico que, si bien nunca había operado una cornada, le salva la vida –por primera vez y milagrosamente– gracias a la destreza adquirida con los navajazos que se dan los lugareños. El diestro de Galapagar estuvo entonces al borde de la muerte. Lo cuentan Carlos Abella y Rubén Amón: “José Tomás sufrió un paro cardiaco y tuvo la sensación de que se iba, de que flotaba, de que una nebulosa le adormecía los sentidos sobre el camastro del hospital mexicano”.

Morante, por contra, vive la aventura del coletudo imberbe que cambia las enseñanzas del aula por las vivencias camperas y torea becerros en las dehesas. Un mundo ajeno pero no extraño para una familia humilde que sólo puede comprarle un disfraz de torero en El Corte Inglés y que estira el presupuesto más allá de lo que sugiere la lógica. El padre recorre los pueblos cercanos encolando las paredes con los carteles en los que se anuncian las actuaciones del hijo y se las ingenia para colarle de pequeño en las corridas nocturnas de La Maestranza, echándoselo a la espalda y obligándole a hacerse el dormido, hasta que un portero advierte el engaño: “Este niño es muy grandecito para dormirse”.

Gracias a un prometedor debut con picadores en la localidad sevillana de Guillena el 16 abril de 1994, su carrera despega meteóricamente y lidia 123 festejos como novillero. Se alza con el prestigioso “Zapato de Oro” en la riojana feria de Arnedo de 1996. Llega la alternativa de blanco y oro –como mandan los cánones– el 29 de junio de 1997 en la feria burgalesa de San Pedro y San Pablo, en la que corta una oreja del toro de su doctorado, que brinda a su padre, Rafael, y otra del sexto de la tarde, que le permite franquear por primera vez la puerta grande como matador de toros.

 

El pasmo de galapagar. “Llegó José Tomás, se echó la muleta a la izquierda y acabó con el cuadro. Quiere decirse que se terminó la presente historia. La hegemonía de los pegapases y sus derechazos pasó a mejor vida. [...] Llegó José Tomás; y, desde entonces, tienen un antes y un después la feria y la fiesta”. Así resumía el periodista Joaquín Vidal la tarde en que José Tomás conmocionó a la afición de Las Ventas del Espíritu Santo con un toreo al natural que rozó la perfección. 23.999 almas embravecidas y un aficionado solitario en su abono del tendido alto del 8 que bate las palmas con fuerza, mientras un mar de lágrimas le surca los ojos y la emoción le atenaza la garganta. Su abuelo Celestino.

A decir de los entendidos, el trienio glorioso (1997-1999) fue su mejor época. Triunfos rotundos en plazas de gran compromiso. Nuevamente Madrid, pero también Sevilla, Valencia, Bilbao y Barcelona, su otra plaza, donde escribe páginas que figuran en los anales de La Monumental. Años también de insidias, orquestadas por taurinos que quieren negarle el pan y la sal en esta piel de toro sin cabeza, que socavan paulatinamente su ánimo torero y que le fuerzan a tomar la decisión de la retirada el 18 de septiembre de 2002.

 

El principado efímero. La afición sevillana ha contado siempre con buenos y variados espejos en los que mirarse. Desde la aparición improgramable del genio –Rafael, “El Gallo”– la perfección de la Edad de Oro de la tauromaquia, comandada por Joselito y Belmonte, hasta la irrupción de toreros de sentimiento gitano como Cagancho, Gitanillo de Triana o Curro Puya; lúcidos y naturales como Pepe Luis; orfebres como Pepín Martín Vázquez o valientes e inspirados como Manolo González. También clásicos como Manolo Vázquez o enrazados como Jaime Ostos, largos y dominadores como Paco Camino, encastados como Diego Puerta y hondos como Emilio Muñoz.

Sevilla había fijado su última mirada en Curro Romero, el guardián de las esencias; o “El Faraón de Camas”, como le llamaban. “Una combinación salvífica de originalidad y máximo respeto a los cánones clásicos que supo construir su figura en el reclamo de la expectación”, en opinión del escritor taurino Mariano Tomás Benítez. Curro estaba a punto del adiós –anunciaría su retirada en 2000– y, de la noche a la mañana, el trono hispalense del toreo quedaría vacante por primera vez en mucho tiempo. Tenía que llegar un sucesor, y el elegido fue Morante.

La tarde de su presentación como matador en La Real Maestranza corta las dos orejas del sexto toro. Los revisteros taurinos se apresuran a cantar la gesta del torero de la Puebla del Río proclamándolo aspirante. Fue la temporada siguiente, el 19 de abril de 1999, cuando celebraron la ceremonia definitiva de la entronización. Así lo vivió Francisco Mateos: “Tantos años –desde que lo mecían en la cuna pienso yo– [soñando] con tocar la gloria y ayer la tocó Morante, tres orejas, “Puerta del Príncipe” y la conclusión de que Sevilla tiene un torero. Un torero pinturero, sevillano, de pellizco. Un torero de Sevilla, valiente y artista. Curro le dejó la alfombra desplegada el sábado, y ayer Morante la pisó firme. El cambio de siglo llega a Sevilla. No hay problemas”.

Pero vaya si los hubo. La sombra del Faraón se agiganta cada vez que Morante pisa el albero maestrante. La presión sube y llega la cornada en el peor momento: el 29 de abril de 2000, cuando tiene abierta de nuevo la “Puerta del Príncipe”. Lo cuenta con pasión Vicente Zabala en el diario ABC: “La arrancada se abalanzó sobre el cuerpo del matador, que giró a una velocidad vertiginosa sobre uno de los pitones, a una altura escalofriante, en una pirueta sin red. La durísima caída desplomó a la vez las ilusiones. Y todavía los tendidos presenciaron horrorizados cómo el toro le perseguía y le prendía en el suelo. El cielo soltó toda la noche de pronto. El ambiente cobrizo se partió en dos”. El terrible percance siembra la duda en el ánimo del artista y deja en suspenso la sucesión de Curro. La fabulosa herencia es ahora una carga pesada que duele.

 

Las visitas del hombre invisible. El 17 de abril de 2004 Morante de la Puebla se encierra con seis toros en Madrid. La tarde es un fracaso absoluto. De vuelta a la habitación del hotel, y tras meditarlo en silencio, ordena a su apoderado que rompa todos los contratos y corte la temporada. Poco a poco se sabe que Morante sufre problemas psicológicos desde diciembre de 2002, que son agudos desde 2003. La ansiedad le nubla la mente y sólo reza para que acabe tanto sufrimiento. Los médicos le diagnostican un trastorno de despersonalización, una enfermedad mental difícil de advertir y que provoca una sensación de automatismo, “pasando por la vida pero no sintiéndose parte de ella, como en una película o un sueño, experimentando una desconexión subjetiva con el cuerpo y con el ambiente”. El torero llora sin motivo aparente. Gimotea incluso mientras el mozo de espadas, su primo Juan Carlos, le ayuda a vestirse de luces en el pórtico de su enfrentamiento con el toro.

Tras casi un año de recuperación, de visitas a un prestigioso psiquiatra en Miami, reaparece en el coso de Olivenza el 5 de marzo de 2005. Esa temporada torea cuarenta y ocho corridas, en las que corta cuarenta y dos orejas y tres rabos. Cumple también con sus compromisos firmados en 2006, pero vuelve a recaer y anuncia su retirada de los ruedos el 20 de junio de 2007 para retornar el día de Reyes de 2008 en la Plaza México. Así respondía a la pregunta del periodista Rafael Álvarez, en una reciente entrevista publicada en el diario El Mundo: “¿Aún le visitan las cornadas sin sangre? Sí, podría decir que sí. Me rondan. Uno se acostumbra a andar con el demonio. Sí... rondan, rondan. Yo le llamo “el hombre invisible”. Ya está aquí “el hombre invisible”. Aún me visita, sí. Ni se ve ni tiene explicación. Está por ahí, es el hombre invisible, lo busco [mira alrededor] y no lo encuentro. Sigo un tratamiento y afortunadamente estoy contento. Pero es difícil encontrarte bien del todo. Lo intento sobrellevar y... Y ya está”.

Pese a las fatigas de la enfermedad, José Antonio no olvida que se apellida Morante y continúa escribiendo su nombre con letras mayúsculas en el libro de la tauromaquia. El 23 de abril de 2007 sucede lo increíble en La Maestranza. El torero, tras ser abroncado con saña por el público sevillano en el segundo de la tarde, se va a porta gayola en el quinto en un hecho sin precedentes en su carrera como matador de toros. Segundos eternos de rodillas, esperando la salida del toro, al que recibe con una larga cambiada a la que le siguen cinco verónicas y una media apoteósica. La afición, la misma que le había negado segundos antes, es ahora un clamor cuando torea al natural. No importa que la espada quede baja. La gente quiere sacarlo a hombros y el presidente, contagiado por la euforia, le concede las dos orejas.

“Torear no es vivir: es sobrevivir”, le confiesa al periodista Quino Petit. “A mí no me gusta el toreo perfecto. ¿Eso qué es? El toreo debe ser romanticismo regido por unas normas para que se concedan las mismas ventajas al hombre que al animal. Después entra la fantasía, el valor, la inspiración. El toreo es burlarse del toro, pero sin reírse de él. Le das la oportunidad de acabar contigo, aunque en el fondo puedes burlarle”. Una declaración de intenciones que ha marcado el devenir artístico de Morante en los ruedos, donde se alternan las tardes de gloria con las de fracaso. Unas veces suena la música callada del toreo, y otras la bronca del público y los estallidos de las almohadillas, que viajan a escasos centímetros de la cabeza. “Nuestro pasodoble”, como les gusta llamarlas con ironía al torero y su cuadrilla.

También el miedo que atenaza. Cuando has estado mal, pero sobre todo cuando has estado muy bien, “cuando has sido valiente o puro y tiene que repetirse. Es un miedo de responsabilidad, de decir: «¿Qué he hecho?’. Es como un listón. ‘¿Podré repetirlo?». Puede ser. Piensas: «La que he formao, ahora van a querer que haga esto otra vez […] Me gustaría poder llevarlo con más alegría. No la alcanzo. Es una pelea conmigo mismo. Y así soy feliz. Pero así es muy difícil vivir [...] Hoy tomo mi tratamiento. Y vivo. Y toreo. Eso es todo»”.

 

“Vivir sin torear no es vivir”. La vuelta de José Tomás a los ruedos el 17 de junio de 2007 fue la noticia taurina que más repercusión social ha tenido en España desde la muerte de Francisco Rivera, “Paquirri”, en 1984. El diestro de Galapagar preparó a conciencia su retorno tras cuatro años y nueve meses retirado del mundo. La plaza Monumental de Barcelona, escenario elegido para la efeméride, cuelga el cartel de “No hay billetes” a las pocas horas de abrirse las taquillas. Diecisiete paseíllos en España y Francia, más cuatro en México. Un total de veintiuna tardes en las que acaba el papel en todas las ferias en las que se anuncia.

La siguiente temporada se reencuentra con Las Ventas, su plaza. La expectación es máxima. El 5 de junio de 2008 todo el planeta taurino está pendiente de lo que pase en Madrid. Así lo contó Toño Lorca en el diario El País: “La leyenda se engrandece. Un genio llamado José Tomás bordó el toreo y lo elevó a las más altas cumbres de la belleza. Madrid vivió una de las tardes más apoteósicas de las últimas décadas. La vuelta al ruedo con las dos orejas de su segundo toro fue inenarrable. Sonreía Tomás, siempre tan aparentemente triste. La plaza coreaba ‘Torero, torero, torero’. Ésa debe ser la gloria. Un momento emocionantísimo, como fue la faena a ese quinto toro, primorosa por ambas manos. Sobrecogió a los tendidos con la más pura concepción de la tauromaquia. Una obra de arte total”. El matador, que ha guardado como oro en paño cada una de las cuatro orejas que ha cortado esa tarde, viaja a Galapagar nada más acabar la corrida para visitar a su abuelo, que no ha podido asistir a la corrida por una inoportuna enfermedad. “Te traigo un regalo”. “¿Qué regalo?” “Toma, las dos orejas del toro que os he brindado a Antonio [su hermano] y a ti”.

Diez días después de la apoteosis venteña, vuelve a torear en Madrid. El olor a hule es insoportable desde que el segundo de la tarde lo empala lanzándole por los aires como si fuera un pelele. El torero ni se mira y vuelve a la cara de “Cartuchero” como si nada. Somete al manso del Puerto de San Lorenzo al hilo de las tablas, en unos terrenos imposibles. El quinto le cornea certeramente en tres ocasiones. Ni se inmuta. Acaba con la vida del toro tras una lidia que conmociona a los espectadores y pasa a la enfermería por su propio pie, aunque con una visible cojera. El doctor García Padrós le interviene de tres cornadas, las mismas que orejas ha cortado esa tarde. “Hay que contar con la posibilidad de morir, hay que estar dispuesto a eso”, responde a la escritora Almudena Grandes en la única entrevista que ha concedido tras su reaparición. “Y sabiendo todo eso le pregunto por qué vuelve. Él tarda un instante en contestarme. Se mira las manos, mira hacia delante, asiente para sí mismo, me devuelve la mirada por fin: «Es que vivir sin torear no es descansar, no es estar relajado, ni disfrutar de lo bueno de la vida. Vivir sin torear no es vivir»”.

 

De “navegante”, a “ingrato”. “A José Tomás le ha cogido un toro en Aguascalientes. Se teme por su vida. La noticia nos conmueve en [la] duermevela de la madrugada. La primera impresión es terrorífica: un manantial de sangre se ha desbocado por la taleguilla de la figura de hierro. El redactor jefe Vicente Ángel Pérez, alma del cierre de noche en ABC, nos lee los teletipos mientras para las máquinas en marcha para incluir una última hora que ya está dando la vuelta al mundo: «José Tomás está gravísimo». Son las cuatro de la mañana. La impresión es amarga: contunde la femoral y la safena”.

¿Qué ha ocurrido exactamente? El diestro de Galapagar toreaba al quinto de la tarde cuando, al cambiarse la muleta de mano, el toro se revuelve, se lo echa a los lomos y le propina una certera cornada en el muslo izquierdo. El peso del cuerpo cae a plomo sobre el pitón del animal, que se hunde en sus carnes, destroza todo a su paso, rompe las venas femoral e iliaca y contusiona la safena. Los instantes posteriores anuncian la gravedad del percance. Un reguero de sangre dibuja el macabro recorrido desde el ruedo hasta la enfermería. Los cirujanos intentan parar la hemorragia pero las existencias de plasma son insuficientes. Hacen falta donantes. Los altavoces amplifican la llamada de socorro y, en pocos minutos, una legión de valientes del tipo A negativo se agolpa en la puerta para salvarle la vida al héroe caído.

No hay tiempo para anestesia. Comienza la operación. José Tomás se muestra tranquilo, aunque se duele. Tiene la cara blanca como la cera. La misma que Joselito en Talavera, Manolete en Linares, Paquirri en Pozoblanco o su paisano Yiyo en Colmenar. Y ese «sudor de nieve» que lloró García Lorca a su amigo el matador Ignacio Sánchez Mejías.

Los cirujanos consiguen estabilizar las constantes vitales del diestro tras tres interminables horas donde le han transfundido hasta ocho litros de sangre, y organizan su traslado a la Clínica Hidalgo, donde volverán a intervenirle de urgencia. El subalterno Diego Martínez relata a la Agencia EFE cómo metió la mano en el tremendo boquete para intentar taponar pérdida de sangre, asiendo con fuerza las venas rotas: “Cuando se la quitaba, la sangre salía a borbotones, por lo que se hicieron unos segundos eternos hasta llegar a la enfermería de la plaza”. El toro, “Navegante”, número 113, de 487 kilos, perteneciente a la ganadería de De Santiago, estoqueado por el diestro Rafael Ortega, es ya historia. 

La noche del 24 de abril de 2008 en Aguascalientes las televisiones locales han interrumpido la emisión de los partidos de fútbol para informar del terrible suceso. Llega la hora de la segunda y decisiva operación y miles de aficionados contienen el aliento. Dos horas después de que el quirófano se cerrara a cal y canto, llegan las primeras noticias: El torero “está estable y su vida no corre peligro en este momento”, declara aliviado su apoderado, Salvador Boix, ante los numerosos medios de comunicación que se han congregado a las puertas del hospital para informar en directo al mundo.

Tras el milagro azteca, el sevillano, de la mano del doctor Toledo, que ha conseguido que José Tomás haya vuelto a torear. Llegó a su consulta sin cuádriceps ni musculatura en la pierna izquierda y con el nervio femoral para el arrastre, al que se le tuvo que practicar un injerto. Una operación que empezó a las cuatro de la tarde y finalizó a las doce de la noche. La distancia que separa el 24 de abril de 2008 del 23 de julio de 2011. Aguascalientes (México) de Valencia (España). Ocho horas, tres años y tres meses de lucha titánica para volver a vestirse de luces y colocarse de nuevo, con la misma resolución, en el “vértice del miedo” en el que le contemplan un rosario interminable de percances y quince cornadas.

La última es el eje del libro Diálogo con Navegante, en el que el diestro reflexiona sobre “las dudas y el miedo que siento para crear la faena perfecta”. Esa que probablemente realizó a “Ingrato”, de la ganadería de Juan Pedro Domecq, la mañana del 16 de septiembre de 2012 en Nimes (Francia). Una lidia memorable que se hizo “real en el ruedo, con capote y muleta, en ese territorio […] donde encontrar juntos el tesoro del arte y llevar la emoción al público” y que culminó con el indulto del toro. “Un camino largo, muy largo e intenso, muy intenso. De mucha incertidumbre que me hizo crecer como persona, que me hizo crecer como torero. Porque tuve que profundizar en las formas [...]. Fue más hermoso que nunca reencontrarme con las sensaciones de siempre, coger una muleta, torear de salón, hacer un tentadero y llegar a una plaza de toros, ponerme el traje de luces y liarme el capote de paseo para volver a pisar el terreno de la libertad. La libertad que se siente en el ruedo poniendo la vida en juego pero, eso sí, a cambio de más vida todavía”.