Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Reino Unido, la revolución pacífica

Texto Manuel Bartolomé [Fia+Com 08], Jordi Rodríguez Virgili [Com 96, PhD 02], Gabriel Muzás [Com 11], Marta Rebolledo [Com 11] Fotografía Daniel Burgui Iguzkiza [Com 07]

Las revoluciones tienen casi siempre un componente de violencia, pero el Reino Unido parece dispuesto a afrontar la suya de manera pacífica. En un país tantas veces hipotecado por el bipartidismo, y tras una campaña marcada por los debates televisados, un primer ministro conservador (David Cameron) y un viceprimer ministro liberal-demócrata (Nick Clegg) se han propuesto transformar la vida política del viejo reino.


La historia moderna del Reino Unido muestra que su pujante sociedad civil ha conquistado paulatinamente mayores espacios de libertad y modernizado el país con una particularidad: lo que en otros territorios ha supuesto brutales derramamientos de sangre, allí se ha conseguido de modo más o menos pacífico desde la Revolución Gloriosa de 1688, también llamada Revolución Incruenta a pesar de sus numerosas víctimas. El respeto a la tradición conjugado con el pragmatismo se manifestó en las sucesivas revoluciones que siguieron la pauta de profundas transformaciones de modo pacífico. No pocas voces vaticinan a partir de los cambios institucionales de Tony Blair y, sobre todo, de los primeros pasos del nuevo gobierno de coalición, que el Reino Unido se prepara para unas reformas que volverán a transformar la vida política británica con sosiego pero de forma permanente.

Gran Bretaña encara una honda regeneración de su vida democrática. “Hoy no arranca sólo un nuevo gobierno sino una nueva política en la que pesa más el interés nacional que el interés partidista, y en el que pesa más la cooperación que la confrontación”, señaló David Cameron en la presentación de los acuerdos junto con su nueva mano derecha, Nick Clegg, en la puerta del célebre número 10 de Downing Street. Este ya había advertido durante la campaña que el Reino Unido se hallaba “en transición del bipartidismo del siglo XX a una nueva política más plural y diversa”. En un país sumido en una grave crisis política y económica, que exigirá drásticas medidas, el nuevo gobierno de coalición no es la causa que permite hablar de cambio en el Reino Unido sino la consecuencia.

¿La defunción del turnismo? Clegg ha anunciado una “una revolución del poder”, con cambios que suponen la mayor reforma política desde hace 200 años. Para empezar, se ha planteado la abolición de la tradicional Cámara de los Lores para convertirla en una segunda cámara elegida democráticamente mediante un sistema proporcional. Los laboristas ya la habían reformado, al reducir su número de miembros y, sobre todo, al eliminar sus competencias como cúspide del sistema judicial. Sin embargo, el cambio más profundo requiere una reforma del sistema electoral de la Cámara de los Comunes y que, de aprobarse, podría certificar la defunción del turnismo entre mayorías absolutas de laboristas y conservadores.

El sistema electoral del Reino Unido es sencillo: el país se divide en 650 circunscripciones y en cada una de ellas se elige a un solo representante: el candidato más votado se lleva el escaño. Se conoce como “el primero pasa la posta”. Para ser miembro de la Cámara de los Comunes, el candidato sólo necesita obtener más votos que cualquiera de sus rivales en su distrito electoral. Los votos al resto de los candidatos se pierden. El partido que obtiene más escaños decide quién será el primer ministro.
Este sistema cuenta con dos grandes ventajas: favorece gobiernos fuertes y estables, por la facilidad con la que puede obtenerse la mayoría absoluta, y acerca los representantes a los ciudadanos. Las circunscripciones son pequeñas, una media de 65.000 personas, lo que obliga a los parlamentarios a mantener un contacto cercano con los problemas de los representados.

Como contrapartida, los escaños que obtiene un partido no son proporcionales al número de votos y, por tanto, es menos representativo de la pluralidad política del país. Beneficia a los grandes partidos y perjudica al tercero con presencia en todo el territorio. Estas desigualdades constituyen la reivindicación de los liberal-demócratas, quienes se mueven en torno al 20% de los votos sin llegar al 10% de los escaños en disputa.

Tampoco los conservadores se benefician del actual sistema. En las anteriores elecciones, Tony Blair obtuvo mayoría absoluta por tres puntos porcentuales y menos de 800.000 votos de ventaja sobre los conservadores. Cameron, por el contrario, se ha quedado a 20 escaños de la mayoría absoluta a pesar de imponerse por siete puntos y más de dos millones de votos. Estas diferencias se deben a que el partido conservador posee una distribución territorial del voto más repartida. Los tories obtienen un buen porcentaje de votos en la mayoría de circunscripciones aunque en muchas no se traduzca en victoria y, por tanto, esos votos se pierden.

El partido laborista, en cambio, tiene el voto concentrado, una fuerte implantación en un número menor de circunscripciones. Eso sí, allí donde son fuertes, suelen ganar. Es el caso de Escocia, donde, de los 59 escaños posibles, los laboristas se han llevado 41 en 2010. Además, las circunscripciones de mayoría laborista suelen tener un número menor de electores.

A pesar de esto, los conservadores se muestran reacios a cambiar el sistema electoral. La aprobación de una reforma en la dirección que alientan los liberal-demócratas implicaría el final de las mayorías absolutas, por lo que estos tendrían la llave de la gobernabilidad.

Ante el desgaste de los laboristas, los liberales han apoyado a Cameron para formar gobierno, pero los tories recelan de la actitud a largo plazo del partido de Clegg, cuyas bases simpatizan más con los laboristas. Por eso, se conforman con mantener el sistema uninominal mayoritario actual corrigiendo las desigualdades entre las circunscripciones.

El líder del cambio. Cada candidato a diputado hace campaña en su circunscripción, apoyado en mayor o menor medida por el partido. Sin embargo, en un fenómeno de americanización o globalización de las campañas, la imagen de los líderes de los partidos gana protagonismo. Esta personificación de la política no es solo electoral. Las formas de gobernar de Margaret Thatcher y en especial de Tony Blair han convertido el sistema parlamentario en un sistema cuasi presidencial de facto con el primer ministro como centro del poder. Esto tendrá su continuidad en la figura de un Cameron que se ha ganado el apoyo de los británicos a pesar de que, según las encuestas, aún desconfían del partido conservador.

David Cameron, el hombre llamado a liderar una Gran Bretaña necesitada de reformas, cuenta con la experiencia de modernizar su propio partido. Sin oponerse nunca al legado de Thatcher, asumió que el partido conservador era una marca manchada. El propio Cameron reconocía en 2005: “Mi partido tiene una media de edad de 65 años y la mayoría de los militantes se encuentran fuera de Londres. Mi partido es conservador en todos los sentidos”. Casi todo hacía pensar que Cameron sería considerado otro tory elitista más: familia adinerada, descendiente directo de Guillermo IV, educado en el colegio Eton y en Oxford… Sin embargo, supo percibir la necesidad de una actualización de la organización e ideas del partido para devolverlo al poder tras tres victorias laboristas consecutivas.

Todo empezó el 15 de octubre de 2005. Los conservadores buscaban con desánimo un nuevo líder en Blackpool, alguien que evitara la cuarta victoria consecutiva de los laboristas. Toda la prensa apuntaba a David Davis, de 57 años, cuando apareció sobre el escenario un joven de 39 años: David Cameron. No pronunció un discurso al uso: sin notas ni teleprompter, habló durante más de veinte minutos de la urgente modernización del partido, de los jóvenes, del futuro. No se trataba de una refundación, a fin de cuentas seguía la senda de otros históricos tories como Disraeli o MacMillan, pero el “conservadurismo compasivo” que defendió sonaba fresco en un momento de abatimiento y entusiasmó a amplios sectores del partido conservador.

Cameron había trabajado en el ámbito de las relaciones públicas antes de obtener en 2001 su asiento en la Cámara de los Comunes y era consciente de la necesidad que tenía su partido de redefinir su mensaje. Por eso, nombró jefe de prensa a Andy Coulson, director del sensacionalista News of the World, y al experto en marketing Steve Hilton lo hizo director de estrategia. Para entrar en contacto con los ciudadanos de una manera más acorde con los tiempos, apostó por el uso de las nuevas tecnologías como casi ningún político lo había hecho hasta el momento. Así nació su Webcameron, un espacio que integra vídeos y conversación 2.0.

David Cameron, un político más pragmático que ideólogo, abordaba temas reservados al laborismo. Se convirtió en el abanderado del ecologismo, modificó los colores de su partido para introducir el verde junto con el tradicional azul y sustituyó la antorcha del emblema por el dibujo de un árbol. También abogó por la sanidad pública, que conocía bien por su hijo Ivan, necesitado de atención permanente debido a su parálisis cerebral hasta que falleció en 2009 con sólo seis años.

Los debates. Las elecciones de 2010 se presentaban, por tanto, con un pronóstico claro. En una Gran Bretaña en crisis y un gobierno laborista agotado, aparecía un joven político conservador dispuesto a extender la modernización que había emprendido en su partido a todo el país. Así pues, en una legislatura salpicada por el relevo de primer ministro (Blair cedió el cargo a Gordon Brown en junio de 2007 sin pasar por las urnas), crisis económica, dimisiones en el gabinete de Brown y corrupción, las encuestas presentaban a Cameron inevitablemente como futuro primer ministro. Aventajaba hasta en 20 puntos al desgastado laborismo. Sin embargo, a medida que la fecha de los comicios se aproximaba, los laboristas aparecían cada vez más cerca en los sondeos.

Hasta ese momento, la juventud y telegenia de Cameron habían contribuido a la erosión del gobierno laborista encabezado por un tipo gris y malhumorado como Brown. Pero llegaba el momento de la votación y la gente se preguntaba si había sustancia detrás del estilo seductor. Para demostrarlo y acallar las críticas se presentaba una oportunidad histórica. Por vez primera en el Reino Unido se televisarían debates electorales entre los líderes de los partidos. Un formato idóneo para que Cameron presentase su alternativa a la opinión pública.

La novedad de los debates electorales levantó gran expectación. No se habían producido antes en coherencia con su sistema político parlamentario y la falta de interés de los candidatos. Desde luego, si han tardado tanto en emitirse no se debe a falta de tradición de debate en el Reino Unido. Todos los miércoles tiene lugar en la Cámara de los Comunes el Prime Minister’s Questions, en el que el líder de la oposición desafía al primer ministro y se entabla un ágil cara a cara. Sin embargo, en un momento de desafección política e institucional, televisar los debates electorales suponía un intento de acercarse a los ciudadanos y modernizar la vida política.

La presencia de Clegg fue la principal sorpresa de los debates. En un país de tradición bipartidista y con un formato que busca el espectáculo del enfrentamiento dialéctico, el duelo entre Brown y Cameron parecía garantizado. Pero ante la hipótesis de que los liberal-demócratas pudieran resultar decisivos para la gobernabilidad del país, ambos candidatos aceptaron su presencia.

Este acuerdo no tardó en revelarse como un error estratégico de los dos principales partidos. Ante los veinte millones de espectadores que siguieron el primero de los tres debates, más o menos la audiencia que congrega un partido de la selección inglesa, Nick Clegg supo canalizar el hastío de los británicos hacia “la política de siempre”. Con una brillante actuación, logró dar el tiro de gracia a los 13 años de laborismo y, a la vez, arrebatar a Cameron el mensaje del cambio. Clegg salió decididamente a la ofensiva, mientras Brown y Cameron se centraron en no cometer errores.

La ‘cleggmanía’. De la noche a la mañana, Clegg pasó de ser un candidato conocido por sólo el 33% de los votantes a convertirse en la nueva estrella de la política británica. Hubo incluso quienes lo comparaban con Churchill u Obama. Nació la cleggmanía, que situaba al partido liberal-demócrata, el tradicional tercero en discordia, por delante de los laboristas en las encuestas. Algunos sondeos aventuraban incluso que amenazaba el liderazgo conservador.

Los liberal-demócratas son un partido con dos almas. Proceden del clásico partido liberal, los wighs, que se alternaron en el poder con los conservadores durante el siglo XIX. Y la vez, del partido socialdemócrata, una escisión del laborismo antes de su refundación de los noventa. En el primer debate, Clegg aprovechó el distanciamiento de los ciudadanos hacia los políticos de siempre al presentarse como un político diferente. Y sacó provecho a la temática centrada en los problemas internos de Gran Bretaña, que pudo atribuir a décadas de gobiernos laboristas y conservadores, puesto que su partido no tenía experiencia de gobierno.

Cameron aún tenía un as en la manga. La cleggmanía desatada en la primera parte de la campaña constataba un hecho: Gran Bretaña no va bien, el gobierno laborista está acabado, urge un cambio. En el segundo debate, por tanto, debía centrarse en Clegg y debatir sobre qué tipo de cambio necesitaba el país. En este debate tocaba hablar de los temas internacionales, en que los tories conectan mejor que los liberales, con propuestas demasiado arriesgadas para la mentalidad británica. Cameron solicitaba una reflexión acerca de las propuestas de Clegg, y este entraba al trapo al presentar sus medidas más polémicas, como estudiar la entrada en el euro, una regularización masiva de inmigrantes o replantear la política nuclear.

“¡Nick, baja a la realidad!”, le acabó espetando Gordon Brown, con Cameron asintiendo de fondo. Sus dos rivales le habían ayudado a retomar la iniciativa de la campaña. En el primer debate, Clegg había pintado el retrato de una Gran Bretaña desolada que necesitaba un cambio. Brown, en el segundo, contuvo la cleggmanía, la presentó como un cambio idealista en un momento en el que urgía el pragmatismo. Cameron salió reforzado del segundo debate, él era el cambio que Gran Bretaña necesitaba. A partir de entonces volvió a tomar ventaja en las encuestas, consolidó su posición en el tercer debate y ganó las elecciones del 6 de mayo.

La alegría no fue completa, ya que su mayoría no era suficiente para formar gobierno en solitario. Los británicos optaron por un “parlamento colgado” (hung parliament), que no se producía desde 1974. Al final, logró aliarse con los liberal-demócratas. Cameron, primer ministro; Clegg, viceprimer ministro.

Claves de la campaña. Tras la apuesta de Cameron por los nuevos medios y con el antecedente del triunfo de Obama en Estados Unidos, parecía que las nuevas tecnologías protagonizarían la campaña electoral. Los partidos y candidatos presentaron modernas páginas de internet y se mostraron muy activos en redes sociales como Facebook o Twitter. Sin embargo, los debates televisados galvanizaron los comicios. El alto porcentaje de indecisos, que acostumbran a fijarse en la forma de las propuestas más que en su sustancia, convirtió a la televisión en el medio decisivo. De cualquier forma, no puede olvidarse el papel de prensa, siempre relevante por su volumen de ventas y por la tradición de recomendar abiertamente la dirección de voto a sus lectores.

Brown se quedó sin apoyos. El histórico laborista The Guardian, que siempre ha visto con simpatía a los liberales, se decantó esta vez únicamente por Clegg. Lo mismo hizo The Independent, mientras que los periódicos de Murdoch, The Times y The Sun, que habían apoyado a Blair en sus dos primeras legislaturas, recuperaron su tradicional tendencia conservadora al pedir el voto para Cameron. The Daily Telegraph, como era obvio, pidió el voto tory. Pero sin duda, lo más sintomático de la soledad de los laboristas fue la decisión del Daily Mirror. Desde 1945, el periódico había solicitado a sus lectores que apoyasen al partido laborista. En cambio, en esta ocasión recomendó el voto táctico anticonservador. El diario publicó una guía en la que señalaba la situación en cada circunscripción y rogaba a los simpatizantes laboristas que votasen a los liberal-demócratas donde estos tenían más opciones de derrotar a los tories.

Otra muestra de la tendencia a personificar la campaña electoral en los líderes fue la relevancia de sus esposas. La máxima atención mediática se la llevó Miriam González, la esposa vallisoletana de Nick Clegg. Como abogada en un bufete de la city londinense, su papel de mujer de candidato se redujo a los fines de semana. “Hasta en eso traemos cambio los liberal-demócratas”, bromeó Nick Clegg. Hija del fallecido senador del Partido Popular Antonio González, conoció a Clegg cuando ambos estudiaban en Bélgica y se casaron en 2000, matrimonio del que han nacido tres hijos de nombre español (Antonio, Alberto y Miguel) y educación católica, a pesar del reconocido ateísmo de Clegg.

Sarah Brown supuso un aliciente para la campaña laborista y un contrapunto al perfil gris de su marido. Ha trabajado en el campo de las relaciones públicas y se le atribuyen todos los esfuerzos por sacar el lado más humano de Gordon Brown. Su tirón quedó demostrado en Twitter, donde le siguen más de un millón de personas. Samantha, la mujer de Cameron, también fue noticia al anunciar su cuarto embarazo poco antes de la campaña.

En definitiva, el resultado de los comicios es el primer gobierno de coalición en la historia reciente del Reino Unido, algo que no se daba desde un momento de excepcionalidad como la Segunda Guerra Mundial. El pragmatismo de los británicos confía en un cambio tranquilo y controlado, pero profundo y sincero. No quieren una simple alternancia entre los partidos tradicionales y han dejado a los conservadores sin mayoría absoluta. Pero con más claridad han descartado el giro radical que supondría un gobierno liberal-demócrata. Cameron y Clegg son los encargados de liderar el cambio tranquilo que puede tornar en revolución al estilo británico.