Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Sobrevivir al suicidio de una madre

Texto: Marcos Ondarra [Fia Com 20]. Fotografía: José Juan Rico Barceló

Javier Díaz Vega (Getafe, 1987) ha conseguido pasar página doce años después de que su madre se quitara la vida. No ha sido fácil. Así lo confiesa en Entre el puente y el río, un libro en el que relata su proceso de duelo, pero con el que quiere concienciar sobre la necesidad de la prevención y lanzar un mensaje de esperanza. Una virtud que —paradójicamente— heredó de ella, Cándida, y que ahora él transmite a su hijo: «Me dicen que tiene los ojos de su padre, pero en realidad son los de su abuela».


«¿Qué dice el cantar, mi madre,
qué dice el cantar aquel?
No dice, hijo mío, reza,
reza palabras de miel;
reza palabras de ensueño
que nada dicen sin él.
¿Estás aquí, madre mía?
porque no te logro ver…
Estoy aquí con tu sueño;
duerme, hijo mío, con fe»

 

Miguel de Unamuno, 

Madre, llévame a la cama


 

¿Qué hay entre un puente y el río? Muchos dirán que nada. Acaso una masa de aire y una mezcla poco uniforme de sonidos. Por arriba, coches, bicis o transeúntes. Y por debajo, el agua, algún barco o una bandada de pájaros. Eso dice Javier Díaz Vega en la contraportada de Entre el puente y el río. Una mirada de misericordia ante el suicidio (Nueva Eva, 2020). Para él, ese vacío será siempre el lugar donde su madre se quitó la vida.

Ante el precipicio del suicidio el vértigo produce un silencio atenazante, colectivo, que afecta especialmente a los supervivientes cuando aparecen preguntas que Javier confiesa como «inesquivables»: ¿dónde estaba yo? ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué no lo impedí? ¿Por qué Él no lo impidió? ¿Por qué no puedo compartir mi dolor? Cuestiones a las que, tarde o temprano, hubo de responder para seguir con este camino de sufrimiento y pérdida que, a veces, es la vida.

Javier sabe bien que el mutismo es el peor antídoto contra el suicidio. Su madre, Cándida, se arrojó desde un alto el 16 de diciembre de 2009 tras años lidiando con una depresión crónica. Y si él salió adelante es porque comprendió la necesidad de hablar del tema, de no dejarlo pasar, de romper el estigma. Por eso ha escrito su libro: por necesidad, pero también por un fuerte deseo de ayudar, de «acompañar e iluminar la vida de otros».  

Ese empeño ha llevado también a este psicólogo y experto en afectividad y sexualidad a impartir charlas y talleres en colegios y parroquias, aunque es en redes sociales (su cuenta de Twitter es @JaViviendo_) donde aglutina más seguidores: quince mil. A sus 34 años, vive en Getafe, está casado y tiene un hijo de diez meses que ha heredado los ojos de su abuela. Cruzó un puente de dolor, culpa y miedo empuñando el arma que reivindica: una «mirada de misericordia».  

 

¿De dónde viene el título?

 

En el prólogo de su libro, Javier cuenta que el cura de Ars, san Juan María Vianney (1786-1859), recibió a una viuda angustiada y desolada tras el suicidio de su marido, que se había tirado de un puente. Los médicos le recomendaron que viajara por su estado de tristeza y depresión. El santo, que salía de catequesis, se detuvo delante de la señora enlutada y le dijo: «Se ha salvado».

 

Ante el ademán de desconfianza proferido por la viuda, el cura de Ars insistió: «Se ha salvado. Está en el purgatorio y hay que rezar por él. Entre el parapeto del puente y el agua tuvo tiempo para hacer un acto de contrición. La Santísima Virgen le alcanzó esta gracia».

 

Entre el puente y el río cabe la misericordia de Dios. Sean cuales sean los métodos, las circunstancias personales y el estado mental que rodean a un suicidio, siempre cabe la esperanza. Esa es la primera certeza que desliza el libro de Javier: la última palabra sobre la vida de cada uno siempre la tiene Dios.

 

EL SUICIDIO

Su madre se llama CándidaJavier emplea el presente—. Nació en Chinchón (Madrid) a finales de los años cuarenta. Siete hermanos. Familia de agricultores. Todo se tuerce cuando su melliza fallece a los 30 en accidente de tráfico. Cándida se hace cargo de sus tres sobrinos. Luego da a luz a Javier y a su hermano. Una vida complicada que, «unida a algunos factores de personalidad, no ayudó a su salud mental. De eso tuve constancia desde bien pequeño, con varios episodios depresivos graves y algún intento de suicidio en nuestra infancia».

 

Pero si algo la caracterizaba era que tenía unos preciosos ojos entre azul y verde que transmitían esperanza. Fue ella, de hecho, quien inculcó esa virtud esencial a su hijo: «Nos llevaba a misa todos los domingos, nos subía al Cerro de los Ángeles… Recuerdo, incluso, verla en sus momentos más duros sentada en el sofá rezando el rosario. Ahora me doy cuenta de que no rezaba por ella, sino por nosotros, para que viésemos dónde poner la esperanza».

A la memoria de su hijo se aparece como una mujer «particularmente alegre» a la que le gustaba cantar, bailar y «disfrutar de las cosas pequeñas». «Qué bien se está aquí» era probablemente su frase más repetida, acaso su modo de arengarse contra las vicisitudes de la vida.

El día en que Cándida se suicidó, cuando Javier acompañaba su cadáver en el Instituto Anatómico Forense de Madrid, sonó su teléfono móvil. Era una consagrada amiga de la familia: «Javier, tu madre estaba enferma —le dijo con vehemencia maternal— y tú lo sabes. Dios es misericordioso».

Le explicó a grandes rasgos algunos aspectos del catecismo que fueron para él «un escudo ante el tsunami de pensamientos y tentaciones» que le asaltaron. Gracias a aquella llamada, en Javier la idea de que su madre podría haberse condenado «no llegó a aparecer con la fuerza con que lo hace en otras personas». Sin embargo, recuerda con viveza que, después de publicar el libro, una mujer que había perdido a su pequeño se le acercó en una presentación, compungida. «Todavía se estaba preguntando qué había sido de él», dice.   

«La Iglesia no puede decir si una persona se condena o no. Sí que podemos decir que la libertad no es siempre total y que cuestiones como un trastorno mental o una momentánea desesperación pueden viciarla. Solo Dios puede juzgar el alma, lo profundo del corazón y de la mente», considera el autor.

 

El suicidio en datos

 

El suicidio es la primera causa de muerte no natural en España, por delante incluso de los accidentes de tráfico. Los datos del Instituto Nacional de Estadística resultan estremecedores: cada dos horas y media una persona se quita la vida en nuestro país. Diez al día. 3700 al año.

 

Además, un estudio realizado por la Fundación Española para la Prevención del Suicidio revela que fue la principal causa de muerte en España entre los menores de 30 años en 2020. 

 

Estas cifras guardan correlación con la fragilidad de la salud mental. «La mayoría de suicidios están ligados a ella, especialmente a la depresión», explica el psicólogo Pedro Villanueva, que resalta que «asumiendo esta realidad y la importancia de prevenir y tratar la depresión para reducir la cifra de suicidios, existe también una proporción de casos, documentados en ocasiones hasta un 50 por ciento, que no están asociados a ninguna enfermedad mental diagnosticada».

 

Pero no solo la depresión y las enfermedades mentales pueden estar detrás del suicidio. Un estudio sobre las llamadas al Teléfono de la Esperanza (717 00 37 17) en Navarra en 2019 demostró la presencia de otros factores emocionales y de adaptación: el sentimiento de fracaso, la soledad, el aislamiento, la falta de sentido o la desesperanza. Una de cada cuatro personas admitió sentirse una carga.

 

Los resultados de este estudio permiten conocer, según Villanueva, «cómo viven las personas estas situaciones de crisis y el proceso, en un continuo de menor a mayor severidad, de la ideación suicida»: «El sufrimiento que se percibe como insoportable lleva a las personas a pensar en el suicidio como la única forma de alivio, como la única solución».

 

Para combatir este problema, y en esto insisten tanto Pedro como Javier, hay que romper el tabú. Javier propone «informar con responsabilidad, sin sensacionalismos ni simplificaciones, desde un enfoque preventivo y de ayuda». Por su parte, Pedro sostiene que «la formación y la información para lograr un cambio de actitud en la sociedad es fundamental». 

 

Una consigna en la que insiste Susana Al-Halabí Díaz, profesora de Psicología en la Universidad de Oviedo, que defiende que el «sensacionalismo y el poco rigor» pueden constituir un factor de riesgo a través del «efecto contagio o efecto Werther»: «Hay revisiones y metaanálisis que establecen causalidad entre la información sensacionalista (contar el método, dar explicaciones simplistas, poner fotos o titulares morbosos…) acerca de la muerte por suicidio de una persona famosa y el aumento de muertes por suicidio mediante el mismo método en los días siguientes».

 

EL SIGUIENTE CAPÍTULO

Solo se puede pasar aquella página que se ha leído. Sobre esta premisa orbita toda la enseñanza de Javier sobre el suicidio, pues «en la vida conviene estar muy atento y detenerse ante determinados capítulos para poder leerlos adecuadamente, aunque cueste mucho. Es necesario procesar todo y tener presente que lo que haces tiene un sentido y puede hacer un bien. Por eso han sido necesarios nada menos que diez años para ordenar páginas», sostiene el psicólogo, que ha logrado superar un capítulo doloroso gracias a esta lección.

 

Una lectura con la que Pedro Villanueva, especialista en suicidio y voluntario del Teléfono de la Esperanza, está de acuerdo, por cuanto el silencio revictimiza a las personas que han perdido por suicidio a un ser querido. «Notan el distanciamiento de sus conocidos, sus amigos se vuelven parcos en palabras porque no saben qué decir… Incluso la familia no habla del tema, evitan pronunciarse o hacer referencias sobre la persona fallecida. ¡Sufren el estigma!».

«Esto les duele mucho porque necesitan que se hable del ser querido, que se normalice su muerte, que se dé valor a la pérdida y no a la forma de morir. No les asistimos en un momento complicado. La culpa les invade y estará presente durante mucho tiempo. Sabemos que tienen riesgo de suicidio. Existen grupos de apoyo a través de asociaciones de supervivientes que ayudan a superar el duelo, cada cual a su ritmo, con sus procesos y sus emociones», explica Villanueva.

Javier aún se sorprende de su reacción a la muerte de Cándida. No tuvo un shock emocional. No se enfadó. No peleó con el mundo a pesar de ser un hombre visceral. Sintió, eso sí, «un dolor profundo, lleno de preguntas». Pero, a la vez, percibía una fuerza que no venía de sí mismo: la fe. «Estaba entero, de pie —dice— y de alguna manera me sentía sostenido».   

Así es como se sobrepuso a «una sombra que siempre está ahí»: la culpa. «En cierto modo toda persona que vive el suicidio de un ser querido va a experimentar una doble pregunta: ¿dónde estaba yo? ¿Qué he hecho para evitarlo? Tarde o temprano debes enfrentarte a ellas y hacer un proceso lo más racional posible, teniendo en cuenta que, aunque hubieses actuado de otra manera, la decisión última era individual. Además, en el caso de mi madre estaba muy condicionada por un trastorno mental. La culpa tiene un proceso doloroso que pasa por asumir la realidad: por más que me atormente, por más que intente escudriñar qué cosas pude haber hecho, mi madre seguiría muerta. No hubiese conseguido que volviese a la vida».

 

La laguna en prevención

 

En octubre de 2021, el Gobierno de España anunció una reforma de su Estrategia de Salud Mental que incluye en su enfoque la prevención de la conducta suicida. Prometió también la puesta en marcha de un teléfono gratuito y confidencial de información. Sin embargo, y pese a lo preocupante de las cifras, el Ministerio de Sanidad carece de un departamento específico para gestionar esta área. Sí existen, en cambio, direcciones generales para la prevención en materia de drogas e incluso de «salud digital». 

 

«En España hay una importante laguna en el campo de la prevención, que no ha recibido la atención que merece ni cuenta con la necesaria evaluación de los resultados de las intervenciones preventivas», explica Susana Al-Halabí Díaz. Pide «la puesta en marcha de una ley nacional de prevención del suicidio, tal y como aconseja la OMS y como se está realizando en otros países europeos». Por eso cada vez son más los expertos que, como Al-Halabí Díaz, creen que sería fantástico que se crease una secretaría de Estado para el suicidio, porque actualmente la voluntad del Gobierno es «escasa e insuficiente». En su opinión, es necesario poner en marcha medidas concretas y ambiciosas, «empezando por asuntos sencillos como implantar una línea telefónica de tres cifras (como el 016, por ejemplo) para la atención en crisis, hasta políticas de regulación de alcohol y drogas, programas de competencias sociales y emocionales en el currículo escolar o facilitar el acceso de la población a los tratamientos psicológicos para el abordaje clínico de la conducta suicida». 

 

Para ello se requiere «un marco de actuación con las iniciativas recomendadas por los expertos», así como «compromiso político y técnicos para tomar las decisiones»: «Necesitamos más psicólogos en las instituciones públicas, tanto para la prevención y el tratamiento como para la terapia con supervivientes, la gran olvidada del suicidio».

 

EL PAPEL SANADOR DE LA LITERATURA

En esta ardua tarea —pasar página—  J. R. R. Tolkien y Viktor Frankl jugaron un papel determinante para Javier. Si el primero estuvo en el frente de la Primera Guerra Mundial, Frankl sufrió en un campo de concentración durante la Segunda. Los dos fueron testigos de la crueldad y del terror, de la casi total desaparición de lo bello, así como de la deshumanización más absoluta. Pero ambos supieron encontrar, entre bombas y fusiles, un atisbo de esperanza, de sentido y de verdad. 

La Navidad de 2009, con la herida aún supurando, Susana, la novia de Javier entonces —y ahora su mujer— le regaló El hombre en busca de sentido. El libro es ya un clásico porque Frankl —que, a diferencia de otros supervivientes del Holocausto, no acabó suicidándose después del trauma— muestra en él la piedra de toque de su solidez psicológica: el sentido. «Eso era muy importante para él —resume Javier, tantos años después de su primera lectura—. Cada día, cada cosa que haga ha de tener un sentido. No hay que rebuscar la esperanza: está en los detalles sencillos que te muestran la realidad y te enseñan a vivir».

 

El sentido sostiene también a los protagonistas de El señor de los anillos, otra obra clave en el duelo de Javier. «Sam tomó la mano de Frodo; y así- permaneció, en silencio, hasta que cayó la noche —escribe Tolkien—. [...] Asomando entre las nubes por encima de un peñasco sombrío en lo alto de los montes, Sam vio de pronto una estrella blanca que titilaba. Tanta belleza, contemplada desde aquella tierra desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la esperanza renació en él. Porque frío y nítido como una saeta lo traspasó el pensamiento de que la Sombra era al fin y al cabo una cosa pequeña y transitoria, y que había algo que ella nunca alcanzaría: la luz, y una belleza muy alta».

Javier aprendió de Sam la necesidad del acompañamiento en el duelo. «Esa sombra me envolvía, pero a mi madre ya no la alcanzaba —afirma—. Mi madre ya no está enferma, ya no está sufriendo. Que yo tenga esperanza me ayuda a ver esa estrella». Como es habitual en la tradición cristiana —Stella maris, Stella matutinaJavier vio «nítidamente» a la Virgen representada en el astro. 

Sentirse acompañado es esencial también para que una persona en crisis pueda encontrar alternativas al suicidio. Pero, ¿cómo hacerlo? Pedro Villanueva explica que lo mejor es «escuchar» para «hacer saber a quien sufre que estás ahí». «Necesitamos tener una actitud de comprensión ante el dolor; hablar abiertamente, con cercanía, sin juzgar ni criticar, procurando que busque y acepte ayuda».

Según Villanueva, conviene no forzar el contacto, procurar «que se sienta seguro» y «tranquilo» mejorando su imagen «con aquellas cosas que conoces de él»: «Ante los estímulos negativos, la vivencia de estos y el estado emocional son también negativos y tú puedes ser un estímulo positivo importante». Y, en todo caso, «aun cuando creemos que traicionamos su confianza, su familia debe conocer la situación para poder prestarle apoyo y contactar con recursos de ayuda».

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«El suicidio: un drama silenciado», en Nuestro Tiempo, nº 699.
Texto y fotografía: Camila Angulo, Carmen Juárez, Nerea Larriu, Javier Leal, Joana Lizarraga, Ramón Llorens, Nerea Longás, Ángela Martí, Loreto Sesma, Fermín Torrano [Com 18] y Javier Marrodán [Com 89]. 

 

UNA MIRADA DE VIDA

El tabú del suicidio habla de un fracaso a nivel social y cultural, pues en las sociedades individualistas las personas viven «casi exclusivamente para sí mismas», entiende Javier. «Este tipo de actitudes dificultan mucho la comprensión del dolor y del sufrimiento ajeno. Sé que es incómodo dialogar sobre este asunto, pero es imprescindible hacerlo para ayudar a quienes lo padecen y avanzar en la necesaria prevención a todos los niveles», asegura Javier.

Pero más allá de grandes planes nacionales, el cambio siempre empieza por uno mismo. Así es que Javier se ha propuesto «prevenir y consolar» compartiendo su historia, su experiencia. «Si hoy mismo se dejara de matar gente, aún habría muchos que sufrirían porque se les ha suicidado un ser querido. No solo hay que hablar de prevención, sino acompañar a quienes lo han vivido cerca». 

Pocas expresiones de vida como la mirada de una madre, que puede vaciar de odio un corazón, alegrar a uno triste o entusiasmar al desesperanzado. Lo sabe bien Javier, a quien la mirada tierna e inocente de su hijo de diez meses le recuerda hoy a su madre: «Cuando me dicen “Tiene los ojos de su padre” yo lo traduzco inmediatamente como “Tiene los ojos de su abuela”».

El legado de Cándida permanece vivo por cuanto Javier pretende proyectar en su hijo esa mirada «de esperanza» que su madre le trasladó a él: «Sería un mal padre si le dijera a mi hijo que todo le va a ir bien en la vida y que no va a sufrir, solo quiero darle una mirada de esperanza y misericordia». Una mirada cándida. 

 

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Categorías: Religión, Salud, Sociedad