Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Sorolla vive en el campus

Texto: Ana Eva Fraile [Com 99]

En 2023 se conmemoró el centenario de la muerte del maestro de la luz. Lo que quizá desconozca es que, hoy en día, la Universidad de Navarra custodia tres obras del artista valenciano.


Foto principal: El cuadro La red, que descansa en los peines del Museo Universidad de Navarra.

 

Manuel Vilches no sospechaba que para avanzar en su investigación doctoral debería abrir primero seis mil puertas. Su tesis indaga en el patrimonio artístico de la Universidad y durante dos años escudriñó cada rincón de sus campus. Hasta completar la fase de inventario y catalogación, visitó más de seis mil locales en treinta y siete edificios de las sedes de Pamplona, San Sebastián, Barcelona y Madrid.

En los sótanos de la Universidad hibernan piezas de museo. La que más le llamó la atención es una figura antropomorfa de terracota de la cultura nayarita, datada en el año 500 a. C. Antonio Creixell la donó en 1982, mientras Alfonso Nieto era rector. «En el Metropolitan de Nueva York —cuenta Vilches— hay una sala entera dedicada a una escultura similar». 

Otro de los descubrimientos que hizo el doctorando en su periplo lo protagoniza Joaquín Sorolla. Cuando se cumple un siglo de su fallecimiento, han coincidido en la Universidad tres obras del artista valenciano. Se trata del Retrato de Federico Suárez, el cuadro La red y el Apunte de un parque de San Sebastián, por orden de llegada a Pamplona. Entre los meses de abril y agosto, los dos primeros se exhibieron juntos en una de las salas del Museo. 

«A Suárez, su amigo J. Sorolla» es la dedicatoria que aparece a la derecha del rostro de Federico Suárez. Su hijo Federico, catedrático de Historia Moderna y Contemporánea de España, se convirtió en 1955 en el primer decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Y fue Francisco, hermano de este pionero de la Universidad, quien donó el lienzo en junio de 1994.

SIN RASTRO DEL RETRATO


Ninguno de los dos catálogos de referencia sobre Joaquín Sorolla menciona el Retrato de Federico Suárez, ni el estudio de Bernardino Pantorba —publicado en 1953 y revisado en 1970— ni el elaborado por Blanca Pons-Sorolla, bisnieta del pintor, cuyo primer volumen se lanzó en 2019.

 

«Retrato de Federico Suárez» (Sin fechar) 

 

El legado inagotable de Sorolla supera las cuatro mil obras, sin contar las cerca de dos mil piezas de pequeño formato con las que intentaba detener el tiempo. Sus pinceladas trepidaban sin ataduras —sobre papel, cartón o tablillas de madera— para fijar con urgencia las impresiones de un instante fugaz. Es el caso del Apunte de un parque de San Sebastián (1909), pintado en la plaza de Santa Catalina de la capital donostiarra. Este óleo, que pertenece a un antiguo alumno, se encuentra en depósito en la Universidad desde 2020. 

 

«ALTA PINTURA EN MINIATURA»
 

Con esta expresión resalta Enrique Varela, director del Museo Sorolla, la importancia de los miles de óleos pequeños —muchos no llegan a los veinte centímetros— que plasmó Sorolla. Él los llamaba «apuntes, manchas o meras notas de color» y constituían un elemento esencial de su proceso creativo. Nacieron como bocetos, pero el artista «les dio carácter de obra definitiva. También de obra íntima».

 

«Apunte de un parque de San Sebastián» (1909)

 

En el último cuadro de la tríada, el pintor se sitúa en un lugar muy querido: a orillas del Mediterráneo. Sorolla vendió La red en 1899, año clave en su trayectoria gracias a Triste herencia. La conmovedora escena de los niños enfermos acogidos por el hospital San Juan de Dios bañándose en la playa valenciana del Cabañal le consagró tanto fuera como dentro de España: en 1900 le concedieron el Gran Premio de la Exposición Universal de París y, meses después, la Medalla de Honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes.

Además de afianzar su nombre en el panorama artístico, Triste herencia marcó un punto de inflexión en su pintura. Fue en sus dos primeros viajes a París —realizados en 1885 y 1889— cuando Sorolla empezó a intuir el «camino nuevo» que su espíritu inquieto buscaba. Allí le iluminó la obra del autor naturalista Jules Bastien-Lepage (1848-1884) y sintió cómo «brotó el chispazo de la pintura que llevaba yo dentro […]. Su modo de hacer era algo mío». 

Tras abrir los ojos a las vanguardias, Sorolla se dedicó a investigar durante la siguiente década las lecciones que absorbió en la capital del arte, sin esconder ciertos «titubeos y temores», como le confesó a Rodolfo Gil para la monografía que publicó en 1913. El estilo naturalista no solo guio su pincel a la hora de interpretar la luz en toda su intensidad. También reorientó su mirada. Impulsado por Bastien-Lepage, según apunta la doctora en Historia del Arte María López Fernández, Sorolla exploró la necesidad de pintar la vida de su propia tierra. Al natural.

Liberado de los convencionalismos, el maestro comenzó a crear de manera «verdadera, sincera». Así explicó a Gil su aspiración: que los cuadros mostraran el reflejo real de lo que veían sus ojos y sentía su corazón. La primera obra en la que Sorolla palpó el ideal que perseguía fue La vuelta de la pesca (1894). De esta etapa de madurez artística da testimonio también La red, gestada en el umbral del siglo XX. En el centro de la escena, una redera repara el aparejo ayudada por un pescador. Pero la protagonista absoluta es la danza de la luz —y de las sombras— sobre los atuendos de los personajes, las embarcaciones, las velas, el agua, la arena, el cielo... «Esto no se llama pintar, es quitar luz y color a la naturaleza», alabó su amigo y paisano Vicente Blasco Ibáñez con elocuencia. 

Rompiendo la línea del horizonte, en la frontera oeste del lienzo con la realidad, un detalle incompleto enlaza pasado y futuro: dos bueyes empujan una barca hacia el mar, reminiscencia de los que volvían de la pesca en 1894 y antecedente de Sol de la tarde. Con esta pieza de 1903 Sorolla vio sublimado su afán: una pintura franca, eso debía ser el arte. Y el ladrón que robaba colores a la naturaleza descansó.

 

 

LOS AVATARES DE LA RED

Luciano Villota, un coleccionista particular de Bilbao, pagó en 1899 siete mil pesetas (el equivalente a 42 euros ahora) a Sorolla por tres obras, entre ellas la titulada La red. Hay constancia de que, al menos hasta la década de 1970, el lienzo perteneció a sus nietos. Después de una laguna en la historia, la galería madrileña Caylus lo adquirió en los noventa. Y allí lo compró en 1996 la familia mexicana Gómez Laresgoiti, que al cabo de diez años, en septiembre de 2016, lo legó al Museo Universidad de Navarra. 

 

COMO EN 1906

Desde que la trajeron al campus de Pamplona, La red solo ha viajado en una ocasión. De julio a noviembre de 2020, participó en Aix-en-Provence en la exposición «Joaquín Sorolla, Lumières Espagnoles». La muestra, comisariada por María López Fernández, reunió cerca de ochenta pinturas. Los «admirables poemas de claridad» que deslumbraron a Camille Mauclair en 1906, durante la primera exposición individual de Sorolla en Francia, sumergieron al público en la inmensidad del artista.