Hace ochenta años, el 5 de noviembre de 1943, algo inaudito sucedió en Roma. Sin previo aviso y con la ciudad controlada por las fuerzas alemanas, un avión de guerra sin identificar lanzó cinco bombas sobre la Santa Sede. Cuatro de ellas alcanzaron su objetivo, aunque la quinta no llegó a explotar. La noticia se extendió con rapidez por todo el mundo. ¿Quién había ordenado la agresión? ¿Qué pretendían los atacantes? ¿Acaso forzar a Pío XII a abandonar el Vaticano? ¿Dejar en evidencia al ejército nazi? ¿Comprometer a Estados Unidos, que llevaba meses bombardeando la Ciudad Eterna? ¿O se trataba de una venganza porque Pío XII no había criticado el golpe de Estado contra Mussolini?

El verano de 1943 se convirtió en un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial, al menos, para Italia. El 9 de julio, los aliados desembarcaron en Sicilia; el 19, el Gran Consejo Fascista pidió la destitución de Benito Mussolini y Roma sufrió el primer bombardeo. Finalmente, el 25 de ese mismo mes, el rey Víctor Manuel III ordenó la detención de Mussolini, presidente del Consejo de Ministros desde hacía dos décadas. 

A partir de ese instante, el mariscal Pietro Badoglio ejerció como nuevo jefe del Gobierno italiano, si bien las grandes decisiones las tomó el soberano, dispuesto a salvar la monarquía —y su propia cabeza— a cualquier precio. Para lograrlo, Víctor Manuel III renegó del fascismo y propuso un armisticio a los aliados, negociación que se filtró el 8 de septiembre. Italia se sumió entonces en el caos mientras el monarca y Badoglio huían de la capital protegidos por un comando anglo-estadounidense. 

En medio del desorden, Pío XII se ofreció como mediador para lograr un alto el fuego, propuesta que todo el mundo ignoró. También Mussolini  se presentó voluntario para interceder desde Berlín, ya que había sido rescatado el 12 de septiembre por un comando alemán de paracaidistas. Una vez allí, Hitler le sugirió que estableciera un nuevo estado fascista en la Italia ocupada por la Wehrmacht, por ejemplo, en el norte alpino. Mussolini aceptó y el 23 de septiembre retornó a Italia acompañado por su gobierno títere. En un primer momento, el Duce quiso volver a Roma, pero Hitler se lo impidió, por lo que el líder fascista decidió establecerse en Saló, un pequeño pueblo en la ribera del lago de Garda. Nació así la República Social Italiana —más conocida como la República de Saló—. En teoría, este Gobierno controlaba la mitad del país y Mussolini era el jefe del Estado; la realidad mostró, sin embargo, que todo lo dirigían el comandante militar y jefe de las SS, el general Karl Wolff, y el diplomático Rudolf Rahn.

En octubre de 1943, por tanto, en Italia había dos Gobiernos simultáneos y antagónicos, un conflicto civil y una invasión aliada que ascendía con rapidez hacia Roma. El escenario bélico era complejo, pero todo empeoró el 13 de octubre cuando la Italia monárquica le declaró la guerra a Alemania. Buscaba congraciarse así con los aliados, a la vez que abría un frente interior al ejército nazi. Este reaccionó ordenando el traslado a Italia de miles de soldados germanos destacados en Francia, Rusia y los Balcanes. La campaña anglo-estadounidense en Italia —diseñada por Patton  y Montgomery para llegar a Roma en pocas semanas— se convirtió así en una lucha larga y enconada. En apenas unos días, las fuerzas alemanas recién llegadas se unieron a las divisiones ya existentes para reforzar las principales ciudades y desmantelar a las tropas italianas, que plantaron poca batalla.

ROMA TRAS LA OCUPACIÓN ALEMANA

Retrocedamos tres meses, hasta julio de 1943, cuando el panorama político romano cambió drásticamente. Hasta entonces, apenas había 1.500 soldados alemanes en la ciudad de los papas, ya que Italia era aliada de Alemania y Mussolini controlaba el orden público, el ejército y las instituciones. El desembarco aliado de Sicilia y la caída del Duce lo alteró todo y, a partir de septiembre, Roma quedó en manos del ejército alemán, con la excepción del Vaticano, que no llegó a ser ocupado. Se trataba de un Estado neutral, pero desde hacía poco tiempo. 

La Iglesia católica había recuperado su independencia política gracias a los Pactos de Letrán de 1929 firmados con el Estado fascista, por lo que la Santa Sede restableció sus relaciones diplomáticas con el Reino de Italia, rotas desde 1870 a causa de la unificación italiana y la anexión de los Estados pontificios. Esta política de hechos consumados había supuesto que el Papa y la ciudad vaticana quedaran sometidos a la soberanía italiana, provocando una profunda hostilidad mutua y un problema conocido como la «cuestión romana». 

En 1939, sin embargo, esos problemas llevaban diez años solucionados bajo la fórmula «una Iglesia libre en un Estado libre», por lo que la elección del cardenal Eugenio Pacelli como pontífice se convirtió en una magnífica ocasión para demostrar el peso de la diplomacia vaticana en la escena internacional. Así, treinta y ocho naciones enviaron representantes a la ceremonia de entronización de Pío XII (trece embajadores y veinticinco plenipotenciarios), pontífice que hizo lo que pudo para evitar la Segunda Guerra Mundial. También, por ejemplo, sugerir a Polonia y a la Sociedad de Naciones la entrega de la Ciudad Libre de Danzig a la Alemania nazi.

Antes y después del estallido de la guerra, Pío XII —que había sido nuncio en Alemania— realizó numerosos llamamientos a la paz. El primero, el 24 de agosto de 1939 («Es con la fuerza de la razón, y no con la de las armas, como la justicia se abre camino»), pero también en 1940, cuando pidió a los católicos defender la santidad de la vida y la unidad de la humanidad o al denunciar las penosísimas condiciones de los guetos europeos. Hay más ejemplos, pero los más relevantes para la Ciudad Eterna se produjeron en 1943 en medio de los bombardeos aliados que sufrió la capital italiana.

El primer ataque estadounidense sucedió el 16 de mayo de 1943 y se centró en objetivos militares que no perjudicaron al centro histórico. Sin embargo, Pío XII le pidió al presidente norteamericano Franklin Roosevelt que librara a la población romana «de más dolor y devastación, y a sus numerosos y preciados santuarios […] de una ruina irreparable». Roosevelt le contestó poco después asegurando que la campaña bélica se limitaba «en la medida humanamente posible, a objetivos militares. No hemos hecho ni haremos guerra contra civiles […]. En el caso de ser necesario que los aviones aliados operen sobre Roma, nuestros aviadores están perfectamente informados de la ubicación del Vaticano y han recibido instrucciones específicas para evitar que las bombas caigan dentro de la Ciudad del Vaticano». Pese a las promesas, los bombarderos continuaron sus ataques regularmente y el 19 de julio de 1943 se ordenó uno de carácter masivo cuando 521 aviones aliados lanzaron casi diez mil bombas sobre Roma. Los artefactos mataron a unas dos mil personas y provocaron grandes destrozos materiales, entre otros lugares, en el aeropuerto de Ciampino, el barrio del Tiburtino (donde se encuentra la basílica de San Lorenzo Extramuros, sitio de enterramiento de los papas Hilario y Pío IX) o el nudo ferroviario de Littorio. 

Pío XII, sensible a la devastación, visitó las zonas afectadas arropado por una muchedumbre que pedía la paz. Las fotografías de esa jornada, con el pontífice ante la multitud con los brazos en cruz, dieron la vuelta al mundo, igual que su petición de proclamar a Roma «ciudad abierta». Esto suponía rendirse sin combatir para evitar así ataques innecesarios contra la población y el patrimonio histórico. La petición cayó en saco roto.

Los bombardeos, ciertamente, fueron muy controvertidos en Estados Unidos. Algunos obispos los apoyaron —por ejemplo, Edwin O’Hara, de Kansas City, o Joseph Lynch, de Dallas—, pero en general, la comunidad católica se manifestó contra ellos en sus medios de comunicación, que censuraron con dureza a Roosevelt. El general Henry Arnold, jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea, vino a darles la razón al calificar al Vaticano como una «patata caliente» por la dificultad de mantenerla a salvo de los ataques. Y también por el impacto negativo en los miles de soldados italoestadounidenses que participaban en la invasión y en los partisanos. Sin embargo, nada de lo anterior evitó que los bombardeos aliados a gran escala continuaran hasta marzo de 1944. 

EL ATAQUE MÁS INESPERADO

El otoño de 1943 había sido tranquilo en Roma. Al menos, en lo referente a ataques aéreos, ya que solo se había producido uno sobre el aeropuerto militar de Guidonia, en el extrarradio. Quizá por eso sorprendió que un avión cruzara la ciudad varias veces a finales de mes. Se trataba de un bombardero como los utilizados por la Aviación Legionaria italiana durante la Guerra Civil española, pero carecía de identificación y sobrevolaba a baja altura la zona oeste, en particular, el Vaticano. Sin embargo, nadie en la Santa Sede temía un ataque, puesto que teóricamente estaba protegida por su neutralidad. Más tarde, se supo que esos vuelos cartografiaban el terreno para bombardear su objetivo.

El 5 de noviembre, a las ocho y diez de la noche, con la jornada laboral concluida y sin actividad en la basílica de San Pedro, ese mismo avión desconocido arrojó cinco bombas sobre el Vaticano. Cuatro cayeron dentro del territorio pontificio y una quinta se quedó extramuros sin explotar. Las escenas posteriores son imaginables: confusión, pánico y el intento de apagar el fuego, que se extendió por algunos edificios. Se ignoraba el alcance del daño causado y la oscuridad de la noche y la falta de electricidad impidió comprobar si había víctimas mortales. El servicio de bomberos, creado por el mismo Pío XII apenas dos años antes, empleó todos sus medios por primera vez dentro de la ciudad católica, pero la destrucción ocasionada por las bombas se verificó al día siguiente

La primera cayó cerca de la pequeña estación de ferrocarril y destruyó un depósito de agua; la segunda, más dañina, arrasó el Estudio del Mosaico, taller encargado de conservar los diez mil metros cuadrados de cerámica de la basílica y donde se hacían copias de dos cuadros de Rafael y Murillo. El tercer artefacto arruinó un lateral del edificio del Gobierno vaticano (el Governatorato), ente que administra la ciudad-estado, y la última estalló en la plazuela de Santa Marta, al lado de la Porta del Perugino. Esta afectó a la basílica de San Pedro porque la onda expansiva llegó a las vidrieras del ábside. 

¿QUIÉN LO HIZO?

Desde el primer día, el suceso se convirtió en un enigma. En particular, la autoría del ataque —tanto la material como la intelectual— y las motivaciones de los ejecutores. Radio Vaticana informó esa misma noche en un boletín de urgencia y L’Osservatore Romano comenzó a elucubrar acerca de los responsables del bombardeo. En líneas generales, había tres hipótesis: la que apuntaba a una agresión fascista, la que se inclinaba por un error norteamericano y, finalmente, la pista alemana. 

Según la primera teoría, podían haberlo hecho los fascistas italianos como venganza contra el Papa por haber pedido una rendición de Roma sin combatir, pero culpando a los aliados, que eran los que en realidad llevaban meses bombardeando la ciudad. De hecho, Benito Mussolini acusó de inmediato a Estados Unidos con el objetivo de sacar a Pío XII de Roma y evitar así que falleciera en alguno de sus ataques aéreos o que Alemania lo secuestrara, una posibilidad cierta. Al menos, así lo afirmó el general Karl Wolff el 9 de abril de 1974 en Múnich durante una declaración para el proceso de beatificación de Pío XII. Según Wolff, el 12 de septiembre de 1943 recibió una orden de Hitler que disponía la ocupación del Vaticano y el traslado del pontífice a un «lugar seguro» al norte de Italia. Según el plan, se debía evitar a toda costa que «cayera en manos o bajo la influencia de los aliados» por lo que, en caso de peligro inminente, debía ser trasladado a Liechtenstein, país neutral, para llevarlo más tarde a Alemania. Los germanos desconocían, sin embargo, que Pío XII había previsto esta posibilidad y, en el caso de que los nazis tomaran el Vaticano, el papa renunciaría de inmediato de forma que Hitler solo tendría en su poder a un cardenal y no a la cabeza de la Iglesia. Entre tanto, ya se habría convocado un cónclave secreto en un lugar predeterminado donde se habría reunido el colegio cardenalicio, compuesto entonces por setenta miembros, de los que dos tercios eran italianos. 

Algunos historiadores niegan esta versión por la dificultad de Hitler para mantener el secuestro durante mucho tiempo. Sin embargo, Giorgio Angelozzi Gariboldi, autor del esencial Pío XIIHitler y Mussolini, aporta un testimonio que le dio en 1983 el diplomático nazi Eugen Dollmann, hombre fuerte de Himmler e intérprete suyo en Italia: «Al menos Himmler tenía la intención, en determinadas circunstancias, de secuestrar al papa y transportarlo a Alemania como rehén, junto con las personalidades más importantes del Vaticano». Sea como fuere, no resulta descabellada la posibilidad de que los alemanes quisieran amedrentarlo con el bombardeo para que abandonara Roma. El problema para Hitler surgió cuando Wolff desaconsejó invadir el Vaticano porque traería muchos problemas añadidos. El primero, colocar al catolicismo de todo el mundo en contra de Alemania y eso incluía a países favorables al Eje como España, Austria, Croacia, Latinoamérica o la propia Italia, donde el apoyo de los católicos fascistas resultaba clave para resistir el ataque aliado.

Siete días después del bombardeo, Pío XII ordenó silencio tanto a los medios de comunicación vaticanos como a la Secretaría de Estado —y, por tanto, a los nuncios, coordinados entonces por un joven diplomático llamado Giovanni Battista Montini, futuro Pablo VI— para «no alimentar el riesgo de una guerra civil» y evitar que se multiplicaran las acusaciones infundadas. Italia estaba en guerra y la investigación, en curso, por lo que una atribución errónea de la autoría podría empeorar las cosas o desembocar, incluso, en una ocupación del Estado Vaticano. 

Según el investigador Mario del Bello, sor Pascualina Lehnert —asistente de Pío XII desde sus tiempos en Alemania y mujer con gran ascendiente sobre él— le preguntó al pontífice quién pensaba que era el responsable, a lo que Pacelli le respondió: «Solo lo sabe el que lo hizo». Al parecer, añadió: «Se ha respetado más al Cairo, como centro religioso del Islam, que a Roma. Y, más concretamente, nos sorprende tener que reconocer […] que ya no existe ni siquiera la conciencia cristiana, ni tampoco ese mínimo de comprensión humana y de lealtad […] para dejar a salvo al sucesor de san Pedro en la estrecha franja de tierra que aún le queda».

La respuesta definitiva del Estado Vaticano al misterio de este ataque llegó con la publicación en 2010 de un libro fotográfico 1943: bombas sobre el Vaticano del periodista Augusto Ferrara, gracias al hallazgo fortuito de una treintena de instantáneas en un mercadillo de Verona. En la presentación del ejemplar participó el cardenal Giovanni Lajolo, entonces presidente de la Comisión Pontificia para la Ciudad del Vaticano, que respaldó la versión de que los autores habían sido fascistas dirigidos por Roberto Farinacci, uno de sus dirigentes más radicales, y fiel a Benito Mussolini hasta el delirio. A favor de su culpabilidad también se manifestó el entonces encargado de negocios alemán en Roma, Eitel Möllhausen, quien en sus memorias de posguerra afirmó que Farinacci nunca negó ser el responsable, incluso cuando se le preguntaba directamente. ¿Equivale esto a un reconocimiento o se trataba solo de vanidad?

Según Ferrara, el avión que lanzó las bombas había sido un Savoia-Marchetti SM 79 Sparviero, que despegó de Viterbo —una localidad a cien kilómetros al norte de Roma— con la intención de destruir la Radio Vaticana. Farinacci creía que la emisora transmitía mensajes cifrados a los partisanos, por lo que decidió destruirla. De paso, enviaba así una clara amenaza a la Santa Sede. «Farinacci se trasladó al aeródromo de Viterbo, donde ya contaba con un avión de la República italiana. Allí se encontró con el piloto, se cargaron las bombas y durante cinco días el aparato sobrevoló Roma. Para los fascistas, Radio Vaticana ayudaba al ejército aliado que se acercaba a la capital». El cardenal Lajolo calificó el ataque como «un episodio miserable, vil, porque iba dirigido contra un Estado desarmado e indefenso» y aseguró que se trató «del único acto de violación de la soberanía territorial del Estado del Vaticano desde su creación [en 1929]».

Algunos investigadores dudan de esta versión. Por ejemplo, Pietro Capellari, especialista en historia militar, que afirma que se trató de un error de aviadores norteamericanos, utilizado después por Estados Unidos para atribuirlo a los fascistas, «que lo habrían hecho con el visto bueno de la Alemania nazi». Ciertamente, algo similar llegó a ocurrir el 1 de marzo de 1944 cuando un avión británico lanzó seis bombas que impactaron contra la muralla vaticana más cercana al Trastévere y causaron un muerto e hirieron a un religioso agustino holandés. El Gobierno inglés asumió los hechos y presentó una disculpa oficial «porque ya habían aprendido del error de Roosevelt con el bombardeo del año anterior, sobre el que cayó el silencio pontificio para no perjudicar a los estadounidenses ni dar argumentos a los fascistas para movilizar a los suyos».

Ochenta años más tarde, este asombroso incidente de la Segunda Guerra Mundial aún causa sorpresa. No todos los días caen bombas sobre el Vaticano.

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