Chantal Delsol parece especialista en argüir finales: después del ocaso de la cristiandad en Occidente, ha desahuciado a la democracia moderna. Entre los escombros del siglo XX, esta filósofa francesa de 77 años observa las hienas que amenazan el espacio político. Hoy en día, según afirma, el vacío dejado por el humanismo lo ocupa una corriente llamada humanistarismo. Aunque, como católica, le apena que se despoje a la moral de sus raíces cristianas, mira al futuro con esperanza. Se aferra a la capacidad de sacrificarse por el bien común que detecta en el movimiento ecologista, porque conlleva un renacer del sentido de la responsabilidad.

Ranas y renacuajos en la bañera: una escena cotidiana de la infancia de Chantal Delsol (París, 1947). A menudo salía a cazar arañas y moscas. Su padre, Michel Delsol, era biólogo, y su madre, Nicole Demay, dirigía una pequeña empresa de material histológico. Creció entre muestras de laboratorio, pero ella se encaminó a la filosofía. En 1965, cumplidos los dieciocho, se unió al círculo Charles Péguy, un club de intelectuales conservadores fundado por su padre en Lyon un par de años antes. Entonces, según admite, «no tenía ninguna conciencia política». Su interés despertó en Mayo del 68

Delsol se afilió al Movimiento Autónomo de Estudiantes Lioneses, en contra de las revueltas. Le encargaban artículos, pero nunca perteneció al equipo directivo: «Ahí no había chicas». Fue precisamente la condición de la mujer la brecha que la distanció de las convicciones de su entorno. «En los años setenta, me hice “feminista” porque consideraba que las mujeres recibían un trato injusto», cuenta. Así se ganó que algunas personas cercanas comenzaran a llamarla izquierdista. Sigue siendo una rebelde. Tras leer La fin de la chrétienté (2021), varios amigos le dijeron: «¿Estás dentro o fuera?». «Me siento muy diferente de los míos (los llamo así porque los quiero) —continúa—. Muchos votan al Rassemblement National y optan por el catolicismo radical. Yo no. En el fondo, amo la libertad, y la intolerancia me parece insoportable». 

En 1970, Chantal Delsol se casó con Charles Millon, al que había conocido en el círculo Péguy. Después de comprender cómo es la vida de un político —entre 1995 y 1997 su marido fue ministro de Defensa de Francia en el Gobierno de Alain Juppé—, reconoce que ella no serviría para eso. «En democracia, ante todo hay que “amar a la gente”, y yo soy una especie de intelectual autista», confiesa. Frente a las multitudes, Delsol prefiere la compañía de sus libros.

Leyendo a Tocqueville, Weber y Freund, del que fue discípula, decidió su especialidad: filosofía política. La catedrática creó en 1993 el Centro de Estudios Europeos —hoy Instituto Hannah Arendt— en la Universidad Paris‑Est Marne-la-Vallée. Desde 2007, ocupa el sillón número 1 en la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia, que presidió en 2015. Son solo un par de hitos de la trayectoria de Delsol, una de las grandes intelectuales europeas contemporáneas. 

En noviembre de 2023, visitó la Universidad de Navarra. Invitada por el Aula de Derecho Parlamentario, dictó una conferencia sobre los desafíos actuales del principio de subsidiariedad. Nuestro Tiempo aprovechó su paso por el campus para entrevistarla, una conversación que amplió al cabo de un año por correo electrónico. Habló de poder, bien común, democracia, totalitarismo e identidad europea, temas a los que ha dedicado una treintena de ensayos. Su último proyecto editorial, Insurrection des particularités, ha visto la luz en enero. Más allá de la esfera académica, ha escrito cinco novelas y salta a la opinión pública desde su tribuna mensual en Le Figaro.

Madame Delsol se refugia del bullicio parisino en una pequeña aldea de los Alpes franceses. Apenas medio centenar de granjas a más de 1200 metros de altitud, con vistas a los glaciares. La autora recrea la atmósfera de Vallouise en su última novela, Le paradis est épars. El agua baja de las montañas por los canales y riega los campos. Su marido cuida las verduras y las rosas; a ella le gusta zurcir cortinas y edredones. La casa tiene capacidad para veintiocho personas y les encanta recibir a sus seis hijos y sus quince nietos

La filósofa considera la familia, tan socavada por la posmodernidad, un cuerpo intermedio natural y decisivo para el desarrollo de la ciudadanía. Es en el hogar, dice, donde se aprende a ser libre y autónomo. «Nuestros padres —recuerda Delsol— nos dejaban vivir nuestras propias experiencias. Confiaron en nosotros, y no se equivocaron». Un verano, mientras se encontraban en Estados Unidos, ella, que tenía dieciséis, cruzó Francia y España con uno de sus cuatro hermanos, de cinco años, y una maleta enorme. 

A través de estas vivencias, Chantal Delsol descubrió el cimiento cultural de un concepto en el que, como historiadora de la ideas, lleva décadas profundizando: la creencia de que el ser humano tiene aptitud para dirigir su propio destino constituye la base del principio de subsidiariedad. Aquella niña se rebela ahora al comprobar cómo se atrofia cuando el Estado asume un papel que no le corresponde. Si proporciona demasiada asistencia deja a los ciudadanos «desprovistos, empequeñecidos». 

Los vecinos de Vallouise, por ejemplo, se encargaban de la limpieza de los canales de riego, pero el Gobierno francés juzgó que la tarea no se hacía bien y planteó enviar funcionarios a cambio de un nuevo impuesto. «Limpiar —reivindica— nos permite confraternizar, y eso es muy importante». Para que salga adelante, todos deben comprometerse. Se trata de una decisión conjunta en la que la comunidad pone su confianza. «Es una cuestión de fe», dice Delsol.

¿Resulta utópica esta visión?

Claro que sí, porque se necesita que todo el mundo esté de acuerdo. Inevitablemente, siempre habrá quien compare esfuerzos —«Yo fui y aquel no»—, pero ¿no es también el mejor modo de hacer las cosas juntos?

Fotografía: Manuel CastellsCambiar por descripción de la imagen
En enero de 2025, Delsol presentó su último libro, Insurrection des particularités.

¿Cuál es la cara y la cruz de la autonomía? 

La mayor dificultad es que genera desigualdades y, por tanto, divide. No obstante, merece la pena intentarlo. La acción es la única forma de que las personas desarrollen su potencial, enriquezcan su existencia y dejen huella en el mundo. 

¿Por qué deberían los Gobiernos fomentar propuestas ciudadanas como la de su aldea?

Porque contribuyen al bien común. El Estado debe cuidar las iniciativas orientadas al interés general, apoyarlas, velar por que usen de manera prudente los fondos públicos, y, en caso de insuficiencia, suplirlas. Podría decirse que el principio de subsidiariedad se niega a estatalizar la política. Cualquier ciudadano o persona jurídica puede convertirse en actor del interés general en todos los ámbitos: educación, sanidad, cultura…. 

«EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD SE SOSTIENE EN LA CREENCIA DE QUE EL HOMBRE ES AUTÓNOMO, CAPAZ Y DE QUE CRECE A TRAVÉS DE SUS ACCIONES»

Parece una reacción al «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo».

Los presupuestos antropológicos de la subsidiariedad descartan las teorías del gobernante que conoce el bien de sus súbditos mejor que ellos mismos, ya sea el déspota ilustrado o el gobierno tecnocrático moderno. 

¿Cuál es el pilar del principio de subsidiariedad? 

Se sostiene en la creencia cultural de que el hombre es capaz y de que crece a través de sus acciones. La autonomía humana se concibe como un valor tan importante como los bienes materiales. No todos están de acuerdo. Los europeos, por ejemplo, suelen decir que el brexit ha empobrecido a los ingleses; no entienden que hayan priorizado su independencia.

¿Se trata de una creencia en crisis? 

Sí, porque Occidente, que es donde se originó el principio de subsidiariedad, está en proceso de desprenderse del cristianismo. A medida que estas democracias se vuelven materialistas, prefieren un gobierno tecnocrático que distribuya bienes, en lugar de un gobierno subsidiario que promueva la autonomía de los individuos, aunque eso también provoque desigualdades. 

¿Podría ilustrar la tesis?

En el estado del bienestar francés, todo el mundo tiene derecho a una educación universitaria gratuita. En cambio, según el enfoque de un estado subsidiario, solo sería gratuita para quienes no pudieran asumir los costes. Esto, además de visibilizar la diferencia entre los que pagan y los que son becados, suscita otra desigualdad: los que trabajen bien y carezcan de recursos, recibirán ayudas; los demás, aunque no sean buenos estudiantes, se matricularán porque se lo pueden permitir. Nuestras sociedades rechazan ese desequilibrio, y por eso no aceptan el principio de subsidiariedad. 

¿Sobrevalora los títulos la sociedad actual?

Imagina que viajas en un barco durante una tormenta. Hay riesgo de que se hunda y sientes miedo. ¿Prefieres que esté al mando un capitán recién graduado o un viejo capitán sin diplomas que ha navegado toda su vida? Competencia frente a prudencia. Cualquiera elegiría al timonel avezado. La prudencia es una acumulación de experiencia, de juicio; la competencia es racionalidad. Realmente se necesitan ambas, pero la subsidiariedad subraya la experiencia. El problema hoy es que el estado del bienestar confía las decisiones a quienes salen de grandes escuelas. Y eso no basta; no se puede pensar que por haber estudiado ya se es capaz. 

Suiza se destaca como el país más subsidiario del mundo. ¿Por qué?

Creo que es una sociedad extraordinariamente civilizada. Su carácter —cauto, reflexivo, cortés…— propicia que se entienda el principio de subsidiariedad. También influyen factores históricos y geográficos. Por un lado, el hecho de que varios cantones se unieran para luchar contra el imperio de los Habsburgo. Por otro, sus montañas, que cortan y aíslan los valles. 

¿Tiene algo que ver su democracia directa?

¡Claro! Una democracia muy cercana a la gente va de la mano de la subsidiariedad. Pero, en contra de lo que solemos creer, estos dos elementos no siempre están unidos: una sociedad democrática no es necesariamente subsidiaria. 

Tras estudiar la Antigua Grecia, siguió el rastro de la democracia en el sistema escandinavo.

Estos dos polos democráticos son nuestros abuelos. Diez siglos después de los griegos, la democracia escandinava fue algo extraordinario a partir del siglo vi. Separados por el agua, fiordos y lagos, estos pueblos no podían reunirse con facilidad. Así que, cada uno en su rincón, inventaron un sistema participativo con asambleas que votaban a un rey que no tenía poder. Cuando, bajo la influencia de los cristianos, la democracia empezó a debilitarse en estas regiones, los noruegos y los suecos se enfurecieron porque estaban acostumbrados a ser autónomos. De hecho, los noruegos se subieron a los barcos y se fueron a Islandia. Allí montaron una democracia increíble donde todo lo decide la asamblea.

«LA VERDADERA DEFINICIÓN DE LA LIBERTAD EUROPEA ES "MI LIBERTAD ACABA DONDE EMPIEZA MI RESPONSABILIDAD"»

¿Cuándo comenzó el Gobierno a reunir tanto poder?

Fue en el siglo XVII, por la pasión por la igualdad que Tocqueville describe tan bien. En respuesta a los excesos en la jerarquía y las desigualdades, el Estado se volvió prominente y se suprimió cada vez más autonomía.

¿Se convirtió entonces la igualdad en el bien común?

El bien común es muy complicado de definir. Varía según la época e incluso cada sociedad puede determinar su bien común. En Suiza es la autonomía. Y en Francia, la igualdad. 

¿Quién determina ahora el bien común?

Hoy día, que el cristianismo se está desvaneciendo, es el Estado el que decide sobre la moralidad. Pero el bien común lo definen las sociedades, la opinión pública, una corriente mayoritaria difícil de precisar... En todo caso, no es posible que un Gobierno lo establezca en contra de la sociedad. Por ejemplo, nunca podría decir que el bien común es prohibir el aborto si la sociedad dice que hay que permitirlo.

¿Qué diferencia el bien común del interés general?

Esta es una pregunta histórica. El bien común enraíza en Aristóteles y se desarrolla con el tomismo. Sobre todo, está definido por la Iglesia y tiene una dimensión espiritual; lo común es importante porque hay vínculos entre las personas. Por su parte, el interés general es un concepto moderno —apareció con Rousseau— que apunta a lo colectivo y material. Hace cincuenta años se hablaba solo del interés general, pero el bien común vuelve a estar de moda. La razón es que está resurgiendo una moral laica que podemos llamar humanitarismo. Busca valores espirituales —inclusión, bondad, tolerancia—, pero despojados de las raíces cristianas. Al final, se parece un poco a la mentalidad china: espiritualidad sin trascendencia.

¿Puede una sociedad individualista tener noción del bien común? 

Nuestras sociedades no son solo egoístas. Están en proceso de recrear una moral que lucha contra el individualismo. La ecología, que es un movimiento poderoso entre las generaciones más jóvenes, exige que todos se sacrifiquen por el bien común. Sorprende porque hubo un periodo en que tuvimos la impresión de que nadie quería ser responsable de nada. A través de la ecología renace el sentido de la responsabilidad, y eso es bueno.

No podemos ser individualistas todo el tiempo, no podemos quedarnos sin moral. «Si Dios no existe, todo está permitido», decía Dostoyevsky. Pero no es cierto, en su lugar habrá otro código que explique lo que se prohíbe. Los chinos nunca han tenido un dios y siempre han tenido moral.

¿Ha encontrado el movimiento ecologista un nuevo objeto de adoración? 

El lado positivo de esta tendencia es una suerte de rechazo al materialismo. Hace medio siglo, había gente que trabajaba veinte horas al día para poder ganar dinero y comprarse coches grandes. Hoy muchas personas no necesitan eso; les parece suficiente la jornada de siete horas porque quieren cuidar a sus hijos. De forma simultánea, algunos ecologistas acaban adorando la naturaleza y convirtiéndose en panteístas, cosmoteístas… Al desaparecer el cristianismo, intentan suplir la necesidad de adoración. No soy yo quien debe juzgarlos, aunque, como católica, me apena que abracen el paganismo. Pero también creo que hay que aceptar que las cosas cambian.

Fotografía: Manuel CastellsCambiar por descripción de la imagen
Además de haber escrito más de treinta ensayos sobre filosofía política, Chantal Delsol es autora de cinco novelas.

Edmund Husserl definió la espiritualidad europea como una filosofía que entiende el mundo como una cuestión por resolver. 

Hacerse preguntas para averiguar la verdad es algo específicamente europeo. Un gran autor chino, Liang Shuming, comparó las tres grandes culturas del mundo: «La china acepta lo que es. La india busca la nada. Y la europea mira hacia adelante, avanza». Husserl, al final de la conferencia titulada «La crisis de la humanidad europea y de la filosofía» (1935), también dijo que «todos los pueblos se han occidentalizado, pero nosotros nunca nos indianizaremos». Se equivocaba: estamos en proceso de volvernos indios. 

¿Qué caracteriza hoy a Europa? 

La libertad y luego la noción de persona. Los europeos nos horrorizamos al pensar en la Shoah. Consideramos normal reaccionar así, y no lo es en absoluto. Unos camboyanos realizaron su tesis conmigo después de la dictadura de Pol Pot. Habían perdido a toda su familia, pero no entendían por qué se creaban tribunales en su país. «Nos conformamos con el karma», decían. Cuando doy conferencias en China, si hablo de la persona, se ríen: «Madame Delsol, está soñando. Los humanos son insectos, no personas». De esa idea del individuo tan verdaderamente europea surgen la libertad y la responsabilidad. 

«SE PIENSA QUE LAS COSAS SALDRÁN MEJOR SI LAS HACE EUROPA. YO NO LO CREO. ES MUCHO MEJOR QUE CADA NACIÓN SE OCUPE DE SUS ASUNTOS»

¿Procede esta idea de persona de la cristiandad? 

El cristianismo la toma del judaísmo. En la Biblia, el hombre le pregunta al Señor: «¿Quién soy yo para que te acuerdes de mí?». Existe la creencia de un Dios que piensa en el hombre, y de ahí viene la idea de persona.

¿Qué definición de libertad impera en Europa? 

Nuestros contemporáneos repiten como un mantra el lema revolucionario: «Mi libertad termina donde empieza la libertad de los demás». Se trata de una fuerza inercial, se mueve hacia ti, avanza sin cuestionarse nada. Sin embargo, la verdadera definición de la libertad europea es otra: «Mi libertad acaba donde empieza mi responsabilidad». Desde el momento en que sabes lo que depende de ti, eres responsable: primero de uno mismo y luego de los que te rodean. Entonces la acción se ve frenada, porque tienes autonomía y pones barreras a la libertad. De lo contrario, si la libertad llega hasta donde quiere, puede, al límite, ir en contra de la realidad misma. 

¿A qué se debe este cambio de paradigma? 

A que a los niños no se les educa para ser libres. Los adultos deben dar ejemplo y explicar las cosas. La libertad es algo que se aprende. En una familia, en general, la madre tiende a dar mucha ternura y amor, y el padre aporta la libertad. Mientras que la madre es más propensa al «Vamos, pórtate bien», el padre, que no llevó al hijo en su vientre, es capaz de decirle «No. Eso no». Estudios sociológicos en Estados Unidos y Noruega muestran que el 95 por ciento de los jóvenes delincuentes son niños que han crecido sin la figura paterna. La forma en que está organizada la familia desempeña un papel clave en la enseñanza de la responsabilidad de la libertad.

«LA FORMA EN QUE ESTÁ ORGANIZADA LA FAMILIA DESEMPEÑA UN PAPEL CLAVE EN LA ENSEÑANZA DE LA RESPONSABILIDAD DE LA LIBERTAD»

¿Cómo repercute la ausencia del padre en la comunidad? 

En un país como Francia, se producen tantos problemas de inseguridad porque muchos jóvenes no tienen padre y porque el Estado es democrático. En otras palabras, nada les detiene, así que sacan sus cuchillos y hacen cualquier cosa.

La solución para evitar el caos sería…

O abolir la democracia o aceptar al padre.

¿Está preparada la ciudadanía contemporánea para la subsidiariedad? 

Cuando las personas han estado privadas de su acción durante décadas, por ejemplo, en el totalitarismo comunista, les cuesta recuperarla. Ya no saben lo que es una decisión personal. En el lado opuesto se sitúan países como Alemania o Suiza, donde la sociedad subsidiaria se puede desarrollar con naturalidad. Sin embargo, en Francia resultaría complejo, sencillamente por falta de costumbre. Cuando se cae un árbol, a los vecinos no se les ocurre sacar sus herramientas y recogerlo. Avisan a los servicios públicos y, si no llegan, les culpan de ineficiencia. 

¿Han contribuido las instituciones europeas a desvirtuar el principio de subsidiariedad?

Europa, a mi pesar, es un Estado centralizado, no una confederación, donde cada país podría tener más autonomía y arreglárselas muy bien. Pero, según he observado, son los propios Gobiernos los que, para eximirse de responsabilidad, han puesto a Europa al mando. Hay una tendencia a pensar que las cosas saldrán mejor —que estarán en manos de funcionarios más competentes y habrá más dinero— si las hace Europa. Yo no lo creo, porque Europa es demasiado grande. Es mucho mejor que cada nación se ocupe de sus asuntos.

¿Cuál es la causa de esa fuerza centrípeta? 

Proviene en gran medida de las dos guerras mundiales. En estas circunstancias se produce inevitablemente una centralización: es el Estado el que se hace cargo. Pero cuando finaliza la contienda, le resulta difícil desprenderse de esos poderes, porque el Estado quiere mandar, quiere ser grande. 

¿Ve posible revitalizar el carácter subsidiario de la sociedad? 

Restablecerlo supondría la tarea ardua de reformar todas las creencias y comportamientos. Si se desconoce la subsidiariedad es porque los de arriba desprecian a los de abajo y sienten una admiración excesiva por los títulos. La subsidiariedad solo puede desplegarse si se cree en el sentido común. 

En cuanto al futuro, siempre soy optimista. Nuestra época no es peor que las anteriores, al contrario. Y creo en la capacidad de nuestros descendientes para imaginar situaciones que aún desconocemos. Nuestros hijos serán los poetas y científicos de la era venidera.

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