Las series han perdido terreno como fenómeno cultural.

Dos referencias para empezar con la ceja bien alta. En la edición del 6 de junio de 1999, el crítico Stephen Holden describía en el New York Times cómo Los Soprano, con tan solo su primera temporada emitida, estaba «tan perfectamente en sintonía con los detalles geográficos y los matices culturales y sociales que puede ser la obra más grande de la cultura popular estadounidense del último cuarto de siglo». Más de una década después, ya con el flamante Nobel en el bolsillo, Mario Vargas Llosa dedicaba una muy elogiosa tribuna a glosar las grandezas de The Wire en el dominical de El País. Son dos ejemplos que nos remiten a una época de descubrimiento, de asombro ante las posibilidades estéticas, narrativas y morales que ofrecía un medio tradicionalmente catalogado como «la caja tonta». 

Poco a poco, con el alumbramiento de este siglo, la televisión —antaño tan denostada por comentaristas culturales, creadores de contenido y pedagogos idealistas— iba dándole la vuelta a la tortilla crítica. La pequeña pantalla lograba dibujar un círculo virtuoso donde hervían la innovación artística y el riesgo creativo, donde el prestigio crítico no estaba reñido con el aplauso del público, donde la conversación de suplementos especializados y la influencia artística iban de la mano. Así, la caja se volvía cada vez más inteligente con relatos que discurrían desde el idealismo político a toda mecha de El ala oeste hasta la adrenalina de 24. Con propuestas así, en aquellos primeros 2000 empezó una legitimación cultural de la pequeña pantalla que no cesó de crecer gracias a series rompedoras como A dos metros bajo tierra, The Shield, Deadwood, Breaking Bad o Mad Men. Consumir televisión se convirtió en algo cool para las élites, ni siquiera era necesario anteponer ese latoso sintagma del «placer culpable». Al contrario, cada año emergían teleficciones molonas y exigentes que le tomaban el pulso al mundo, retando la astucia del espectador y abriéndole caminos expresivos inéditos. 

Entonces, aunque nos parezca prehistoria, aún no existían las plataformas de streaming y el visionado por defecto era semanal, como un rito de comunión colectiva por el que todos peregrinaban al unísono. Ya había muchísimas series y la parrilla andaba saturada, pero era asequible espigar las obras más influyentes, ya fuera por pegada creativa o por sus números de audiencia. Existía, en definitiva, un canon (la RAE nos disipa cualquier duda: «Catálogo de autores u obras de un género de la literatura o el pensamiento tenidos por modélicos»). 

¿Qué ocurre ahora? Que la sobreabundancia y la instantaneidad han dinamitado cualquier opción de encumbrar esas series de referencia ineludibles. Es como si el medio televisivo hubiera alcanzado la cima de sus posibilidades creativas, de modo que ya solo quedan vueltas y revueltas. Aquella revolución estética y dramática liderada por la HBO se conforma con una monótona evolución. Buques insignia como Los anillos del poder, La casa del dragón o los múltiples derivados del universo Star Wars distan mucho de ser los terremotos culturales que supusieron Perdidos o Juego de tronos, auténticos ciclones de la conversación pública. Los epígonos de aquella edad dorada de las series han sido, quizá, The Americans, Better Call Saul y Succession, productos profundos y abiertos a múltiples relecturas, aún provenientes del cable tradicional. Sin embargo, su potencia no fue la misma que sus hermanos mayores de principios de década. 

Ahora sigue habiendo muy buenas series —quizá The Bear, Shōgun o Severance tengan esa aura de grandeza antigua—, pero andamos ya en un panorama donde la cantidad rebasa la calidad. La guerra del streaming nos permite el acceso a una ingente oferta en la que seguimos detectando propuestas sabrosas, por supuesto, aunque lejos de la etiqueta de obra maestra o imprescindibles que cualquier seriéfilo debe conocer. El escenario está muchísimo más parcelado, con su habitual «para gustos, colores». Así que, a diferencia de hace diez o doce años, en este mercado saturado hará falta la perspectiva del tiempo para saber qué productos se convierten en canon, esto es, en esos clásicos imperecederos que todo el mundo debería ver.

Vince Gilligan regresa…

Uno de los creadores más relevantes de las últimas décadas —al frente de dos series canónicas: Breaking Bad y Better Call Saul— vuelve a la carga, esta vez para seguir reforzando el catálogo de Apple TV. Su apuesta ronda la ciencia ficción y mantiene un intrigante título provisional: Wycaro 339. Acontecimiento.

… Y Stranger Things se despide

Uno de los mayores fenómenos de la historia de Netflix fue esta aventura de maduración, amistad y terror. Aupado por la nostalgia de los felices ochenta, la epopeya creada por los hermanos Duffer ha tenido una narrativa desigual. Eso sí, promete despedirse a lo grande, con épica, valor y lágrimas. Madurando.

Replicantes en la pequeña pantalla

Blade Runner, la inmortal película de Ridley Scott, ya tuvo una secuela fílmica hace unos años. Amazon Prime recoge el testigo para continuar la historia de replicantes escrita originalmente por Philip K. Dick, ubicando la trama en 2099.  Excesos similares se están cargando el universo de la Guerra de las Galaxias. ¿Necesario?

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