El talento conviene admirarlo enseguida y donde surja, que tampoco hay tanto. Si es en un artículo contra uno, pues mejor, con su pizca de limón y sal, que diría un mexicano. Hice una breve y simbólica incursión en la política senatorial en las pasadas elecciones. Como es lógico al saltar al terreno de juego, recibí algunas entradas tobilleras. La política es un deporte de contacto. También recibí pases medidos a la cabeza de los propios y muchísima deportividad elegante de la mayoría de los ajenos.
Ahora bien, venía a hablar de la entrada tobillera. Me acusaba de ser del Opus Dei, lo que, siendo cierto, más que acusación resulta una confirmación. A mi crítico le parecía mal y grave, a mí me parece bien y trascendente. En otro orden de cosas, me afeaba mi recalcitrante conservadurismo. Ejerciéndolo, porque lo considero la posición correcta, ¿cómo iba a ofenderme? Y eso a pesar de que yo cito a menudo un instructivo recuerdo infantil de Eugenio d’Ors. Un tendero de su calle fue a protestar a la madre de D’Ors porque su hijo le insultaba. La madre, con alarma, le preguntó, por Dios, qué le decía la criatura. «Me dice “comerciante”». «Pero —replicó la madre— eso es lo que es usted, ¿no?». El buen hombre contestó: «Sí, señora, pero la intención, señora, ¡la intención…!».
La intención de mi epigramista no es la mejor, pero es mejor atenerse a los hechos y no dejarse enredar —cual honesto tendero— en las intenciones ajenas. Es la primera de las razones por las que cuento esto tan personal. Considero de interés común que no nos hagamos daño temiendo que nos llamen, con la intención que sea, aquello que somos porque queremos y porque hemos decidido que es lo mejor. No digo que tengan ustedes que pensar como yo, Dios me libre, sino que piensen como ustedes, sin remilgos.
La segunda razón de mi artículo es, según adelantaba, el talento. Mi epigramista lo tiene y, después de criticar también mi barrio —no le gusta— y el sesgo moralizante de mis artículos, se marca un acierto literario admirable: me llama «presunto poeta». No puedo no aplaudirlo. Es insulto, claro; pero finísimo. Fíjense: no ha leído mi poesía. ¿Cómo lo sé? Pues porque si la hubiese leído y le hubiese parecido mala, lo habría dicho a tumba abierta, regodeándose. Y si la hubiese leído y le hubiese parecido buena, lo habría concedido por la vanidad de quedar como un connaisseur. Con el giro de «presunto» salva, qué talento, su honradez intelectual por el lado de no haberme leído ni tener ganas de hacerlo y, por el otro lado, su intención crítica. Me quito el sombrero.
Además, me hace un favor. Del mismo modo que el presunto inocente en un juicio penal hace ya todo lo posible por demostrar enseguida su inocencia, yo, aprovechando el empujón motivacional de la presunción de poesía, he de esforzarme más en superar el juicio de la posteridad. Las críticas son tridentes: nos reafirman en aquello que somos por voluntad propia; nos señalan los defectos que sí hemos de corregir (¿resultará demasiado evidente el moralismo de mis columnas?) y nos regalan metas futuras. ¿Qué más se puede pedir?
Hablando de metas, no querría dejar pasar la ocasión para dar las gracias a Nuestro Tiempo. He ganado un premio de ensayo, el Sapientia Cordis, el libro se publica en estos días y estoy radiante. En buena medida, se lo debo a esta revista. Desde mi primera colaboración, añadió a mi nombre en la firma «poeta y ensayista». Yo que solo era poeta, y presunto, protesté. Dije que «ensayista» ya me gustaría serlo. El director de entonces, Nacho Uría, me respondió que él consideraba que mis artículos largos y prólogos eran microensayos y que los ingleses llaman essays a todo y que lo escrito escrito estaba. Dije que bueno, pero me juramenté a escribir un ensayo a la española, con sus trescientas páginas, para ganarme, siquiera prospectivamente, el título con tanta generosidad concedido. Sacar verdaderos a los amigos y equivocados a los enemigos es una herramienta motivacional de primer orden. Gracias (a ambos). A todos.