La expansión de los universos de Marvel y Star Wars da síntomas de agotamiento.
La tercera temporada de The Mandalorian ha sido el último clavo en el ataúd. El escapismo galáctico de Djin Darin y el pequeño Yoda ofrecía la mezcla perfecta de aventuras, heroísmo y humor: carisma y peripecia, épica y emoción, villanos con cascos molones y séptimo de caballería tronante. Sin embargo, los capítulos emitidos entre marzo y abril han patinado, cayendo en el mayor pecado para una propuesta tan palomitera como nostálgica: arrancar bostezos al respetable.
Con su giro hacia la mística y la política de Mandalore y el ascenso protagónico de Bo-Katan Kryze, la serie de Favreau y Filoni ha traicionado su esencia. La tercera temporada ha necesitado demasiada exposición para telegrafiar sus conflictos, ha perdido ocasionales muy chisposos y se ha tomado tan en serio a sí misma que ha derrapado en la pomposidad; repetir cien veces «este es el camino» devalúa un emblema.
A los problemas propios de la peripecia de The Mandalorian hay que añadirle los que emanan del ecosistema Star Wars. Una característica de la forma de contar historias contemporánea es su estructura transmedia, reticular, derivada. Hace años que el espectador maneja con soltura el léxico repleto de extranjerismos que define a la expansión narrativa: spin-off, reboot, cross-over, secuela, precuela… De hecho, la estrategia televisiva de Disney+ está construida en torno a los interminables etceteruelas de dos gigantescas y muy rentables franquicias: los superhéroes de la Marvel y el universo de La guerra de las galaxias. Sobre el papel, que tus ficciones nazcan como ramas de esos dos troncos tan frondosos y adorados ostenta la virtud de la familiaridad. Vivimos en la sobreabundancia de la oferta catódica, así que una serie que desarrolla las andanzas de un timador de Asgard (Loki) o ahonda en un enigmático antagonista de la trilogía original (El libro de Bobba Fett) ya tiene parte de la publicidad hecha; el espectador conoce el aroma y sabe qué esperar cuando pulsa el play.
Con todo, la franquicia constituye un arma de doble filo y, al menos creativamente, Disney se ha cortado demasiadas veces con él. Con la desastrosa Kenobi, por ejemplo, se cargó la leyenda del maestro Jedi interpretado por Alec Guinness en los setenta. Willow ha pasado sin pena ni gloria. Bobba Fett era insípida y solo Andor, tras un arranque moroso, ha sabido enlazar con la originalidad y la grandeza anheladas. ¡A ver qué tal funciona la esperada Ahsoka este verano!
En la esquina Marvel del repertorio tampoco ha andado la cosa como para lanzar cohetes: después de un inicio sensacional con WandaVision, la compañía del ratoncito ha patinado tanto con Falcon y el soldado de invierno como con Moon Knight. Propuestas atrevidas como Ms Marvel en lo visual y She-Hulk en lo narrativo no han logrado un impacto multitudinario y habrá que calibrar el recorrido de Hawkeye en futuras entregas. ¿Será la publicitada Secret Invasion —con su reparto de aúpa y su añoranza vengadora— el pelotazo que necesita el universo cinematográfico de Marvel para recuperar la hegemonía? ¿O se quedará en más pirotecnia que sustancia?
El doble filo de las franquicias es, por tanto, el déjà vu. La extenuación de la historia. La sensación de discurrir en círculos alrededor de un relato que no parece permitir ya tanto vuelo. El descenso de calidad y vibración de la tercera temporada de The Mandalorian, hasta ahora buque insignia de la cadena, evidencia un cansancio artístico. Si a esto le sumamos las constantes polémicas en torno a la politización de sus historias y el descenso de 2,5 millones de suscriptores en el primer trimestre de 2023, parece evidente que los ejecutivos de Disney+ han de repensar el rumbo creativo que quieren seguir. Porque, parafraseando el manoseado lema, parece que «este no es el camino». Al menos, no lo es para triunfar en la cruenta guerra del streaming.