Una educación platónica

2 de abril de 2023 3 minutos

Teo Peñarroja Biografía

Teo Peñarroja (La Vall d'Uxó, Castellón, 1996) es el editor de Nuestro Tiempo. Estudió Filosofía y Periodismo en la Universidad de Navarra entre 2014 y 2019, época en la que publicó sus reportajes en varios medios de España, México y Chile. En 2019 se incorporó a la redacción de la revista, y desde diciembre de 2021 ejerce de editor. También publica una columna mensual en el semanario Alfa y Omega. Su recorrido en NT ha estado vinculado, además de al reporterismo, a la transición digital de la revista y a la formación de estudiantes. Cree que las revistas son «ecosistemas culturales».


«Y no pude evitar preguntarme cómo voy a educar yo a esta niña, que se zambullirá de cabeza un día de estos en un mundo de pantallas inhóspito y bullying, malas influencias y descebrebrados planes de estudios»

Yo tendría ocho o diez años en aquel viaje a Asturias. Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo me impresionaron sobre todo —creo— por la pasión con la que mi padre, que es arquitecto, hablaba del prerrománico. Las diferencias con el gótico las asumí con naturalidad. Luego, cuando en clase las estudiamos en un libro de texto con imágenes y recuadros de colores, me parecieron obvias. Caí por primera vez en la cuenta de que lo de la escuela es, más que nada, instrucción; la educación empieza y se completa en casa a través del asombro, a fuerza de admirarse imitando.

El banquete  de Platón es un diálogo sobre el amor y, sin embargo, se suele interpretar como un texto educativo. Los pasos que ha de dar el aprendiz para llegar a saber son, ay, los mismos que recorre el enamorado, y ambos con idéntico motor: la atracción atávica de la Belleza. Aunque tarde o temprano todos necesitamos método —sea Montessori o no—, lo irrepetible no se puede enseñar sino solo mostrar. El mero docente da al alumno las fuentes y la taxonomía; le enseña a resumir y esquematizar, le corrige las faltas. Pero solo el maestro contagia el divino fuego prometeico, porque señala con su vida todo lo que ama.

Mi hija soltó el otro día su primera palabra, caca, que me pareció a mí, primerizo, signo inequívoco de una inteligencia fuera de lo común. Y no pude evitar preguntarme cómo repámpanos voy a educar yo a esta niña, que se zambullirá de cabeza un día de estos en un mundo de pantallas inhóspito y bullying, malas influencias, descerebrados planes de estudios y toda esa riada de preocupaciones bien fundadas de los padres de la ESO.

Pensé entonces que poco podré hacer por ocultarle lo feo del mundo, más aún en el alud de información que es internet. Pero sí puedo intentar que le asombre lo asombroso, que le apene lo triste, que ame lo verdaderamente amable y disfrute lo bueno. Ya dará sus inocentes pasitos vacilantes, luego decididos, hacia esa Belleza a la que se refería Platón. No sabemos hasta qué punto nuestros amores y dolores —que son bastante más que filias y fobias— pueden empujar a un alma hacia el bien. O sí. Ahora que lo pienso, es claro como el agua de dónde viene mi veneración por la sobriedad románica, la idea de bailar a Franco Battiato en la ducha y esa especie de fijación con que la familia es siempre siempre lo primero. Parece mentira no haberme dado cuenta antes. Él no lo sabe, pero yo me acuerdo con precisión de la primera vez que vi a mi padre romper a llorar. Todavía hoy me impresiona verlo de rodillas en misa. Y, cada vez que me quejo del poco tiempo que tengo para mí, se me viene a la cabeza el armazón de una maqueta de barco que empezó a construir hace cuarenta años y aún no ha tenido tiempo de terminar. Dice que ya cuando se jubile.


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