Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Notre Dame de París, en la encrucijada

Texto: Alfonso de Salas, jefe de la División de Cooperación intergubernamental en materia de derechos humanos, Consejo de Europa, Estrasburgo.   Fotografía:  Efe  

El 15 de abril de 2019 un incendio destruyó parcialmente la catedral de Notre Dame de París. Casi un año después, los responsables técnicos y políticos no han fijado todavía el futuro de este monumento, imprescindible icono religioso y cultural europeo.


«Vamos a salvar la catedral para los próximos doscientos años y podemos hacerlo en cinco. Dependerá de lo que el jefe del Estado decida con respecto a la flecha del crucero». Con esta rotundidad, Didier Durand, coordinador de las obras de restauración de Notre Dame de París en las que un centenar de artesanos se afanan diez horas al día desde aquel trágico 15 de abril, sintetizaba en julio de 2019 tres aspectos claves del caso: la voluntad de hacer un trabajo ejemplar que sea un reflejo del buen hacer francés; la carrera contrarreloj emprendida para acabar todo antes de la apertura de los Juegos Olímpicos de París en 2024; y la dimensión política del asunto desde sus comienzos, con implicación directa del presidente de la República.

 

HECHOS Y CONJETURAS

A última hora de la tarde del lunes 15 de abril, un violento incendio, todavía no explicado del todo, se declaró bajo la cubierta de la catedral de París. Ardieron a velocidad asombrosa dos tercios del tejado, la viguería y las bóvedas del siglo XIII, lo que provocó el derrumbamiento de la majestuosa aguja neogótica del crucero, construida hace siglo y medio por el arquitecto Eugène Viollet-le-Duc. El espectáculo fascinante y sobrecogedor de Notre Dame en llamas en medio de espesas volutas de humo blanco con el telón de fondo del atardecer parisino apareció en todos los informativos y causó inmediatamente un tremendo impacto a nivel mundial. 

La controversia sobre las causas del incendio se disparó desde el comienzo y fue alimentada a través de los medios de comunicación durante semanas, con ásperos artículos en el periódico satírico Le Canard enchainé, el semanario Marianne, Le Figaro o Le Monde sobre fallos en la seguridad, colillas encontradas en los andamios, retrasos en avisar a los bomberos, etcétera. Por su parte, los expertos aseguraron que un cortocircuito no pudo provocar el incendio, por la dureza del roble antiguo de la viguería, equiparable a la de la piedra, y porque las vigas tardarían en prender más tiempo del que necesitó el fuego en hacerlo. Según ellos, no había aparatos eléctricos en los desvanes y el dispositivo contraincendios era fiable, por lo que solo una verdadera «carga calorífica» pudo desencadenar el siniestro. Esto confirmó las dudas expresadas por Benjamin Mouton, antiguo arquitecto jefe de Monumentos Históricos [equivalente de Patrimonio Nacional], encargado de la catedral desde el 2000 hasta el 2013 y en particular de la modernización del dispositivo de detección de incendios, quien afirmó que un cortocircuito no pudo ser la causa del fuego. También se pensó en un atentado, pero nadie aportó pruebas al respecto, más allá del dato de que tres iglesias hubieran sufrido atentados en Francia ese mes.

 

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La sincera emoción manifestada por los ciudadanos y la opinión pública en cuanto saltó la noticia contrasta con la indiferencia general que ha rodeado durante años la lenta agonía del edificio.

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En cualquier caso, la catedral se salvó de su destrucción completa gracias a la intervención de los bomberos de París. Cientos de ellos lucharon hasta el alba del 16 de abril y protegieron así las torres, las fachadas y lo esencial de las obras de arte en el mayor accidente que Notre Dame ha conocido desde su construcción. 

Tras algunas semanas en que se temió un colapso completo y meses de desescombros y obras, en septiembre de 2019 continuaba la fase de consolidación, previa a toda tentativa de restauración. Obviamente, la desaparición de la preciosa aguja de 250 toneladas de madera y plomo que remataba el crucero ha desequilibrado la grácil estructura gótica del edificio, ahora apuntalado por todas partes. Solo cuando se confirme con certeza que no va a desmoronarse al quitar los andamios, los responsables políticos podrán anunciar sus planes. Pero no hay duda de que falta mucho antes de que Notre Dame pueda acoger de nuevo a sus trece millones de visitantes anuales. De hecho, el turismo mundial se va adaptando a la nueva situación. Un ejemplo: la catedral de Estrasburgo, a dos horas de París en tren, registró el pasado verano una afluencia récord de viajeros chinos.   

Aun sin haberse cobrado víctimas personales, el incendio de Notre Dame fue de inmediato calificado de catástrofe nacional. Sin embargo, la sincera emoción manifestada por los ciudadanos y la opinión pública en cuanto saltó la noticia contrasta con la indiferencia general que ha rodeado durante años la lenta agonía del edificio. Cuando en 2017 se decidió emprender una restauración de urgencia que costaría unos cincuenta millones de euros, ese anuncio no despertó la más mínima reacción ni en los ciudadanos ni en los políticos.

Resulta así que el espectacular incendio sirvió, paradójicamente, para que millones de personas hayan redescubierto Notre Dame de París y lo que ese monumento significa para ellos en términos afectivos. 

 

EL TIRÓN AFECTIVO DE NOTRE DAME

En su Historia visual de los monumentos franceses, Gérard Denizeau señala que Notre Dame de París, por sus elegantes proporciones, «canta la gloria de Dios por medio de una unidad formal y modular desconocida en las catedrales anteriores de Sens, Noyon o Laon, unidad que Viollet-le-Duc supo respetar en su restauración del siglo XIX». Para el poeta místico Paul Claudel, «Notre Dame de París no es solo un edificio; es una persona… No basta con mirarla; hay que vivirla; pausadamente; cada día». Y según el experto en arte Yves Bottineau, la catedral de París «es a la vez el espejo de la naturaleza, de la ciencia, de la moral y de la historia».

Se entiende que los franceses estén enamorados de Notre Dame, pero ¿cómo explicar que ese mismo afecto se encuentre idéntico o superado en todos los rincones del planeta? Millones de personas, muchas de ellas no creyentes ni practicantes, se conmovieron contemplando las llamas junto al Sena, cuando probablemente no se habrían inmutado viendo arder los tejados, por ejemplo, de la basílica de Santa María la Mayor de Roma. Es un hecho que la catedral de París impacta en las multitudes. ¿Por qué? 

La popularidad de la catedral se remonta al 2 de diciembre de 1804 con la coronación de Napoleón. La ceremonia imperial, que arrumbaba así la tradición del Antiguo Régimen de coronarse en Reims, fue inmortalizada en el cuadro de Jacques-Louis David, icono del imperio napoleónico. Esa propaganda dio a la catedral parisina la misma notoriedad internacional que cosechó Bonaparte. En 1831, Victor Hugo, con su novela Notre Dame de París, avivó en las élites políticas la urgencia de salvar la catedral de su ruina inminente, lo que culminó con su restauración integral entre 1843 y 1857 a cargo de Eugène Viollet-le-Duc y Jean-Baptiste-Antoine Lassus. Esa resurrección aseguraría en adelante el prestigio de la catedral en todas las clases sociales como símbolo de París y de Francia, nación proclamada «hija mayor de la Iglesia» en el discurso que el dominico Lacordaire pronunció en 1841 precisamente en Notre Dame.

 

En París ardió un símbolo de la cultura occidental | EFE

 

El hecho de que siete exposiciones universales se organizaran junto al Sena entre 1857 y 1937 —la de 1900 atrajo a cincuenta millones de visitantes— facilitó que ya no solo los franceses sino personas venidas de todo el mundo admirasen el edificio in situ.

Al mismo tiempo, el éxito mundial de la novela de Hugo convirtió a Notre Dame y a sus inolvidables personajes —entre ellos, Quasimodo— en paradigma romántico de lo medieval, profundamente humano y lleno de misterio. Poderosamente anclada en el pedestal de su isla, pero dispuesta al asalto del cielo, Notre Dame, más allá de su función religiosa, fascina siempre por su permanencia durante más de ocho siglos como testigo y protagonista de la vida parisina y francesa.

Al haber inspirado a finales del XX películas y musicales de enorme éxito —bastantes niños preguntaban después del incendio si Quasimodo se había salvado— se entiende que Notre Dame de París esté enclavada en el imaginario colectivo, como reconoció la Unesco al declararla patrimonio de la humanidad en 1991. Como botón de muestra de la popularidad planetaria de este edificio, baste pensar que, en la portada de Time del 5 de agosto de 2019, la revista titulaba: «Saving an Icon – An exclusive look inside the destruction, —and future— of Notre Dame». Es digno de destacar que una revista norteamericana pueda decir simplemente «Notre Dame», segura de hacerse entender. 

 

TRAS LA TRAGEDIA

A las primeras emociones las sucedió de inmediato la reacción cerebral: los políticos afirmaron que se restauraría todo a ritmo militar y los hombres de empresa anunciaron donativos millonarios. 

Pero enseguida aparecieron las controversias. La primera, y quizás la más desconcertante, fue la de definir el futuro estatuto jurídico de la catedral: ¿monumento nacional de contenido neutro en un país marcado a fuego por el laicismo o, por el contrario, edificio religioso? Aunque menos de un 4 por ciento de los franceses va a misa los domingos, a todos les pareció bien que los canónigos de la catedral, tras afirmar que Notre Dame es un templo vivo y no un museo, reanudasen sin tardanza el culto en la vecina iglesia de Saint-Louis-en-l’Ile, y más tarde junto al Louvre, en Saint-Germain l’Auxerrois.

La propia diócesis de París dejó claro desde el principio que, aunque exista una necesidad grande de dinero, el acceso debe seguir siendo gratuito, porque se trata ante todo de un lugar de culto católico: nada de transformarla en centro cultural histórico-artístico y todavía menos en una herramienta para levantar fondos. Esta afirmación es valiente, tratándose de la catedral de la ciudad más turística del mundo. Numerosas voces continúan insistiendo en que los trece millones de visitantes anuales paguen una módica suma. Pero la diócesis no está dispuesta a que el Estado, propietario de la catedral, acabe calificándola de monumento histórico a secas, como el Panteón o el Arco de Triunfo.  

Modelo 3D de Notre Dame de París | Raiz en Sketchfab

 

Precisamente, la recaudación para financiar las obras propició la segunda polémica. De manera espontánea comenzaron a llegar donativos y promesas por parte del sector privado: grandes empresas —empezando por LVMH [Moët Hennessy  - Louis Vuitton] de Bernard Arnault y el grupo Kering de François Pinault— y numerosos particulares, sobre todo franceses y estadounidenses, sacaron el talonario, al tiempo que los activistas «chalecos amarillos» hacían notar que «para piedras, hay millones a espuertas; para la gente con hambre, casi nada». La opinión pública francesa, que tiende a esperar todo del Estado, se sorprendió de que las autoridades del país tardasen en anunciar medidas. Finalmente, el 29 de julio de 2019, el presidente de la República promulgó la Ley n.° 2019-803 para la conservación y restauración de la catedral de Notre Dame de París. El artículo 10 autoriza al Gobierno a decidir por ordenanza cualquier aspecto contemplado en la ley y señala que esas ordenanzas se entienden «sin perjuicio del respeto de los compromisos europeos e internacionales de Francia».

Desde muchos sitios fueron llegando ayudas: Vietnam puso a su disposición talladores de piedra; Chile y Canadá, madera; la universidad neoyorquina de Columbia, su conocimiento técnico de la catedral, que tiene íntegramente modelizada en imágenes 3D. Pero quizás lo más destacable fue el esfuerzo del propio arzobispado parisino para recaudar fondos destinados a la reconstrucción, iniciativa inédita en su historia que ha tenido éxito gracias sobre todo a Michel Picaud. Este ingeniero politécnico de sesenta años, padre de seis hijos, antiguo ejecutivo del sector de las telecomunicaciones, se dedica desde 2016 a promocionar la catedral en América. Gracias a su fundación Friends of Notre-Dame de Paris, puesta en marcha para secundar al arzobispado, lleva ya recaudados más de ocho millones de euros para la restauración del edificio. 

La tercera polémica surgió el pasado mes de julio cuando se detectaron en los alrededores de la catedral cantidades anormales de partículas tóxicas, resultado de la quema de las toneladas de plomo que recubrían la aguja. ¿Podían seguir las obras adelante, con riesgo para la salud de los obreros, además del vecindario? Hubo quien equiparó el problema a las intoxicaciones por el amianto, con desmentidos inmediatos por parte de las autoridades sanitarias. Tras el alboroto mediático, la cuestión se calmó a la vuelta del verano. Con todo, parece como si la catedral estuviese en cuarentena: en agosto, el sector en torno a Notre Dame se acordonó con altas tapias que ocultaban totalmente a la vista el trajín de las obras, con controles rigurosos en la entrada de los operarios. El conjunto ha quedado envuelto en un exagerado misterio, que hace de esta restauración algo nunca visto en los anales de la conservación de monumentos.  

 

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Cabe preguntarse si, en el fondo, todo esto no ha sido para bien: es un hecho patente que una catedral amada por millones de personas se estaba cayendo y que, gracias al incendio, ha vuelto a ser un centro del interés mundial.

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La cuarta y más fuerte discusión fue de signo político y se reflejó bien en las nueve páginas que la periodista americana Vivienne Walt publicó en Time el 5 de agosto. Su reportaje «Resurgiendo de las cenizas – En los entresijos de la lucha por reconstruir Notre Dame» se hacía eco de las críticas generalizadas contra el presidente Macron, acusado de intentar recomponer su imagen a costa de Notre Dame. Sus declaraciones sobre la celeridad con la que se llevaría a cabo la restauración —saltándose por las buenas la normativa aplicable en materia de monumentos históricos— y la posibilidad de lanzar un «concurso internacional de ideas» para introducir en el edificio un «gesto arquitectónico contemporáneo» en lugar de la familiar silueta perdida provocaron enconados debates.

El 28 de mayo, el Senado enmendó severamente el proyecto de ley que los diputados de La République En Marche! (partido liderado por Macron) habían preparado. David Assouline, senador socialista por París, recordó que se trataba de «adoptar una ley para reconstruir Notre Dame de París, no Notre Dame del Elíseo», y que era chocante que la Unesco no hubiera sido ni siquiera consultada desde el incendio.

Para Alain Schmitz, senador del grupo de derecha Les Républicains, era «absurdo encerrarse en un plazo de cinco años en detrimento de la calidad de la restauración». Por su parte, Catherine Morin-Desailly, miembro de la Unión Centrista y presidenta de la comisión de Cultura del Senado, concluyó sencillamente que «las obras durarán lo que deban durar». Los senadores enmendaron el proyecto con una referencia explícita a las obligaciones internacionales de Francia en materia de restauración del patrimonio; a saber, la necesidad de «preservar la autenticidad y la integridad del edificio», reflejando de manera fiel el «último estado visual conocido del monumento antes del siniestro, incluida la flecha del crucero». Y contrariando la opinión del Gobierno, los senadores añadieron que la utilización de cualquier material distinto de los de origen debería justificarse escrupulosamente.

 

¿Y AHORA?

La quinta y última controversia es, lógicamente, qué hacer una vez que el edificio esté estructuralmente a salvo y haya que acometer la restauración de lo desaparecido. En una entrevista publicada en Le Figaro el 4 de junio, Philippe Villeneuve, arquitecto jefe de las obras de Notre Dame, se pronunció sin reservas en favor de una restauración idéntica, pidiendo que en esta cuestión «se deje hablar a los que saben de qué hablan». Este hombre, implicado con la catedral, no ha dejado de trabajar con su equipo de ciento cincuenta personas desde el día siguiente al drama. «Mi vocación de arquitecto nació de mi fascinación, siendo niño, por Notre Dame. Las sandeces que la gente está soltando a diario ni las oigo; nos encontramos aquí para trabajar, y las empresas han respondido como un solo hombre. A los dos días del incendio,  las grúas trabajaban y, a los tres, todo el edificio estaba guarecido de la lluvia. Cada empresa está viviendo como un honor contribuir a salvar Notre Dame».  

Cuando le plantearon si le parecía viable la reconstrucción en cinco años, el arquitecto repuso: «Se han perdido las cubiertas de metal, la techumbre de madera, la torre del crucero y el 20 por ciento de las bóvedas, pero quedaron intactas las vidrieras, el órgano y el tesoro [los objetos preciosos que se guardaban allí, entre ellos la imagen procesional de la Virgen, del siglo XIX, de plata repujada; y otras dos estatuas valiosas de Notre Dame de París que dan nombre al templo]. Podría haber sido mucho peor y, en cierto modo, los daños están bien delimitados. Si trabajamos con método, resulta factible en cinco años reparar lo destruido, pero habrá que continuar. Teníamos en marcha antes del incendio un plan de diez años para restaurar la sacristía, la cabecera del ábside, los transeptos norte y sur, los rosetones… Y todo eso sigue siendo urgente».

 

Desde el momento del incendio cientos de parisinos se acercaron a su catedral | EFE

 

Y ante la pregunta sobre el controvertido «concurso internacional de ideas» para rehacer la aguja del crucero, Villeneuve señaló que, en su opinión, lo importante es que el aspecto visual quede intacto. «De los trece millones de visitantes anuales, ¿cuántos sabían antes del incendio que esa torre era del siglo XIX? Su constructor, Viollet-le-Duc, se basó para hacerla en tres mediocres grabados de la torre anterior; nosotros en cambio sabemos perfectamente cómo era lo que hizo el arquitecto Viollet-le-Duc, y estamos obligados por la Carta Internacional de Venecia de 1964 a restaurar el monumento histórico en su “último estado conocido”. No solo hay que reconstruir la torre, sino que hay que hacerla idéntica, de modo que no sea fechable».

La esbelta flèche de varios cientos de toneladas alzada en roble por el carpintero August Bellu y recubierta de plomo por Durand fue ideada por Viollet-le-Duc en una restauración en la que, como apunta certeramente el historiador del arte francés Yves Bottineau, «Notre Dame se convirtió parcialmente en una obra moderna; por ello, y cada vez más, la catedral de París no será ya solo estudiada como una iglesia gótica, sino como un ejemplo de “re-creación” de la Edad Media en el siglo XIX y como un hito en la historia del gusto artístico». Habría mucho que decir de las complejas intrigas y querellas de ego que están acompañando el proceso de reconstrucción. En Francia, antes conocida como «la católica Francia» y ahora abogada incondicional de la laicidad de la sociedad y el Estado, todo el mundo opina acerca de lo que debe hacerse con Notre Dame: políticos de paso y funcionarios de los ministerios, autoridades públicas y fundaciones privadas, eclesiásticos, ciudadanos de a pie, sindicatos y jefes de empresa, restauradores de monumentos y arquitectos de vanguardia, comunicadores, historiadores, artesanos, artistas, responsables del turismo y de la moda, filósofos, astrólogos y hasta psiquiatras.

Es probable que pasen meses, incluso años, antes de que el presidente de la República resuelva en última instancia el dilema entre la reconstrucción idéntica o el gesto contemporáneo. En cualquier caso, cabe preguntarse si, en el fondo, todo esto no ha sido para bien: es un hecho patente que una catedral amada por millones de personas se estaba cayendo y que, gracias al incendio, ha vuelto a ser un centro del interés mundial. Con las ayudas que llegaron y llegan, la impresión generalizada es que va a quedar mejor que nunca. Como en tiempos de Viollet-le-Duc, Notre Dame tiene de nuevo la oportunidad de ser salvada en toda regla, para seguir irradiando, por mucho tiempo, luz en las mentes y en los corazones.

 

Notre Dame en la historia

 

Vista de la catedral de Notre Dame (1881) | Ilustración de Theodor Josef Hubert Hoffbauer

 

En 1160, a sugerencia de su arzobispo Mauricio de Sully, París decidió dotarse de una nueva catedral digna de la dinastía de los Capetos, prueba de que el prelado parisino era tan magno constructor como su vecino el abad de Saint-Germain-des-Prés. El nuevo edificio debía también desafiar el reto lanzado poco antes por dos construcciones innovadoras: la cercana basílica de Saint-Denis y la catedral de Sens, ambas promotoras de la crucería ojival. Era evidente que la capital del reino no podía quedarse a la zaga en el albor del inmenso ciclo de las metamorfosis góticas.

 

Si el arzobispo de París y el rey de Francia, Luis VII, promotores de la construcción de Notre Dame, nos han dejado sus imágenes orantes a los pies del relieve de la Virgen con el Niño que preside el portal de Santa Ana, no conocemos en cambio qué arquitecto concibió el edificio, empezado en 1163 y concluido en el siglo XIV. Ese anonimato permitió a Victor Hugo ensalzar la «obra colosal de un hombre y de un pueblo», autores colectivos de una «vasta sinfonía de piedra». 

 

Aunque Notre Dame no es la iniciadora del estilo gótico, cuyas raíces son anglonormandas, sí constituye uno de sus primeros y más acabados ejemplos, al que pronto seguirían Chartres, la reine des cathédrales (1194), y tantos otros edificios religiosos y civiles. Se ha calculado que más de quinientas grandes iglesias góticas fueron construidas en Francia entre 1170 y 1270, algunas de ellas, como la de Amiens, más amplias que Notre Dame, o más altas, como Beauvais. No puede decirse que la catedral parisina constituya un unicum en el abundante repertorio gótico francés, ni tampoco una construcción digna de figurar en un libro de récords, pero su armonía y sus originales detalles iconográficos fueron pronto admirados e imitados. Así, la fachada de la catedral de Poitiers se inspira en los portales y el rosetón occidentales de Notre Dame y abandona el estilo Plantagenet que imperaba en la costa atlántica. 

 

Luis XIV modernizó el interior de la catedral parisina dotándolo de un baldaquino a la romana sobre el altar mayor. Sus sucesores instalaron en el presbiterio una elegante sillería de estilo rocaille y un incongruente decorado de pilastras y arcos neoclásicos, como puede apreciarse en el cuadro de 1807 de Jacques-Louis David La coronación de Napoleón.

 

Estos añadidos exóticos no alteraron la estructura del edificio, que sí sufrió en cambio, y muy gravemente, el salvajismo de la Revolución y, sobre todo, el escandaloso descuido de la etapa posterior. La catástrofe final fue evitada in extremis en 1844, en tiempos del rey Luis Felipe de Orleans, cuando salió a concurso la restauración del edificio.

 

El arquitecto visionario Viollet-le-Duc ganó la prueba y se lanzó entre 1845 y 1864 a una obra audaz en la que no dudó en inventarse los elementos que le parecían necesarios para dar unidad formal al edificio. Pasó de la consolidación inicialmente prevista a la restauración integral del templo, para después dar el salto a la creación retrospectiva de una Notre Dame tal y como debió de salir, según él, de las manos de los artistas medievales. La catedral se convirtió así en el soporte de su propia actividad creadora, orientada no hacia el futuro sino hacia el pasado. Aunque excesivo, Viollet-le-Duc tuvo el mérito irreemplazable de haber salvado la catedral para mucho tiempo, con buenos materiales bien trabajados.