Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Filosofía «en tiempos interesantes»

Texto y fotografía: Marcela Duque [Fia 12]

Marcela Duque aterrizó en la capital de Estados Unidos en plena campaña presidencial. Pero el doctorado en Filosofía que la llevó hasta Washington D. C. se aleja de los avatares circunstanciales para mirar más alto y más profundo.


Whashington D.C. «Que vivas en tiempos interesantes».  Con esta maldición china comenzaba un artículo que leí el año pasado en un seminario sobre La ciudad de Dios de san Agustín. Irónicamente, «¡Qué tiempos más interesantes para estar en Washington D. C.!» era el estribillo casi congratulatorio que me repetían mis amigos durante mis primeros meses en esta ciudad, cuando la campaña presidencial estaba en su furor. Más aún, después del 8 de noviembre de 2016, al ver el hundimiento de los titanics de la comunicación que le daban a Hillary Clinton la victoria, hay quienes se atrevieron a decir—pienso en un columnista del New York Times—que D. C. era entonces «el punto más crucial de la tierra, (...) donde hay que estar para ver historia».

Como contrapunto a estas fastuosas afirmaciones he abrazado la maldición china como una bendición, como un recordatorio de que la verdadera razón por la que estoy en Washington dista mucho del fragor de Pennsylvania Avenue y se encuentra más bien en la entraña de una universidad, adonde he venido para escuchar nuevamente la «filosofía susurrada» de la que nos hablaba el profesor Alejandro Llano hace un par de años.

Al menos desde el siglo xx la división entre analíticos y continentales ha marcado el modo de hacer filosofía. Al terminar la carrera tenía claro que mi lugar estaba entre estos últimos, de modo que pensaba en Alemania como lugar propicio para continuar mis estudios, en oposición a países anglosajones, donde las facultades de Filosofía estarían imbuidas de una tradición analítica y empirista que poco me interesaba.

Sin embargo, un verano en Milwaukee, donde asistí a un curso intensivo de Latín, cambió mi visión de Estados Unidos como epítome de la filosofía analítica actual y descubrí un país que, más allá de los flashes de Hollywood, Nueva York y Disney, terminó por conquistarme. Tras una mirada más honda a los programas y profesores de varias universidades, encontré aún viva la tradición que estaba buscando.

Al volver a Medellín, mi ciudad natal, decidí solicitar plaza en tres universidades norteamericanas. Era consciente de que quizá fuera un brindis al sol. No solamente tenían que admitirme, sino que además necesitaba una beca completa. Desde mi graduación en la Universidad había estado lejos de la filosofía académica, así que no tenía grandes investigaciones o artículos para lucir. Tampoco podía pagar clases para preparar los exámenes ni asesores que me guiaran durante el proceso de admisión, así que mis esperanzas se ceñían a que un guiño de lo Alto pusiera el incremento. Fue el profesor Jaime Nubiola quien me puso en la mira a Catholic University, adonde finalmente —y providencialmente, es decir, felizmente— he venido a parar.

«A city of mangnificent intentions», en palabras de Charles Dickens

Washington D. C.  es, literalmente, una ciudad monumental. Pensada y construida para servir como capital de la nación, Pierre L’Enfant y el resto de arquitectos que diseñaron los principales edificios gubernamentales quisieron que cada detalle llevara la huella de los grandes ideales democráticos de los padres fundadores, y tradujeron la grandeza de la arquitectura europea a la naciente tierra americana, hasta convertir esta ciudad en todo un icono.

Sin embargo, antes que el Capitolio, la Corte Suprema, la Casa Blanca, el Lincoln Memorial o cualquier otro de los monumentos cercanos al National Mall, mi primer y principal objetivo al llegar a Washington era visitar la Biblioteca del Congreso, la más grande del mundo. Después del primer tour de rigor y ya con el carnet en el bolsillo, durante varios días mi único plan era entregarme a los libros en su majestuosa sala de lectura. Colombia, lamentablemente, no destaca por sus bibliotecas, y mis búsquedas, muchas veces centradas en editoriales españolas, no eran fáciles de encontrar en las librerías de mi tierra. Así que después de un par de años de sequía, la sensación de tener a un clic casi cualquier título que pudiera imaginar —mucha de la poesía española contemporánea que he ido siguiendo a la sombra de Enrique García-Máiquez, a quien leí por primera vez en la magnífica biblioteca de nuestra Universidad— fue uno de los mayores placeres que me ha dado Washington.

A poca distancia de la Biblioteca del Congreso, a lo largo del National Mall, se sitúan otras tantas tentaciones igualmente fáusticas (¡y gratuitas!) a las que he tenido poco tiempo de sucumbir: alrededor de diez museos del Instituto Smithsonian y la National Gallery of Art, que posee una colección difícil de superar.

Además de ser el centro cultural y turístico de la ciudad, el National Mall ha servido durante décadas, de manera especial desde los años sesenta, como un lugar de encuentro para protestas y manifestaciones de todo tipo. Cada enero, por ejemplo, hay una multitudinaria marcha por la vida, que comienza con un mitin al lado del Washington Memorial y termina frente a la Corte Suprema para pedir la protección de los no nacidos. El año pasado estuve allí, en medio de una multitud notoriamente joven, y escuché la histórica intervención del vicepresidente de la nación, que logró que un acto que no suele recibir ninguna cobertura mediática ocupara la primera página de la edición de Washington del New York Times al día siguiente.

Esta cercanía a los órganos de gobierno hace que en Washington la política bulla en cada esquina y esté presente hasta en los coches. Mientras que todos los estados tienen una frase feliz en su matrícula estándar —«The Spirit of America», «Evergreen State», «Wild, Wonderful»—, en las del Distrito de Columbia se lee la amarga «Taxation Without Representation» como protesta a la falta de representación en el Congreso, por su estatuto de distrito.

Lo que importa

Mis días, sin embargo, como decía, transcurren lejos de las discusiones políticas actuales y los augurios apocalíticos de los medios. Tengo la suerte de estar en una universidad con una viva conciencia de ser una comunidad de académicos que aspiran a la santidad, que a través de la oración y la investigación buscan contribuir a una sabia resolución de los asuntos de nuestro tiempo. No son mis palabras: todo esto nos lo decía el rector de la Catholic University en una carta del noviembre de las elecciones, en la que en lugar de invitarnos a las protestas y llantos comunitarios de otras universidades nos animaba a que buscáramos el tiempo para estudiar, reflexionar y debatir en servicio al bien común, realizando nuestras investigaciones con miras a propósitos más altos, y así asumir la responsabilidad que nos corresponde.

La mayor parte de mis días aquí se escurre sin mucha épica, entre los libros de una biblioteca. Poca cosa para estos tiempos tan interesantes. Sin embargo, bajo la luz de lo que nos decía el rector, más allá del hoc saeculum del que hablábamos en el seminario de La ciudad de Dios, se asoma el tesoro que la maldición china protege: lo que de verdad importa, lo que no pasa de moda es aquello que ni muere ni se acaba, aquello que permanece esencialmente inmune a las euforias y olvidos de cada época. Todo eso que la filosofía desde antiguo se ha preguntado, y que hoy —incluso allí donde, por un imposible, nada interesante sucediera— quienes queremos dedicarnos a este oficio aún nos seguimos preguntando.